La Corte y el Consejo de la Magistratura: esquemas para entender el trasfondo de la polémica

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El Palacio de Justicia, sede de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, cabeza del Poder Judicial.
El Palacio de Justicia, sede de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, cabeza del Poder Judicial.

La realidad social se hace inteligible cuando utilizamos un esquema intelectual para entenderla. No hay comprensión de nuestra vida en común si no nos valemos de conceptos y teorías que nos permitan captarla como un fenómeno significativo. Aquí propondré tres esquemas alternativos para comprender qué está pasando con la Corte Suprema y el Consejo de la Magistratura. Ninguna de las tres propuestas será enteramente satisfactoria pero, a partir de sus deficiencias, creo que podremos alcanzar una imagen más completa de lo que ocurre.

La primera clave de interpretación es la que proveen algunos actores políticos de retórica inflamada pero andar pausado. De acuerdo con tales actores, la Corte Suprema forma parte de una formidable coalición opositora junto con los principales partidos políticos opositores, los grandes medios de comunicación, una embajada, los exportadores de cereales y el poder económico real. La Corte pelearía para esa coalición en el frente judicial, paralizando la acción del gobierno y favoreciendo siempre los intereses de sus poderosos aliados. Con su sentencia del último diciembre, la Corte habría “tomado por asalto” el Consejo de la Magistratura con el fin de afianzar su control sobre el Poder Judicial en nombre y por cuenta de dicha coalición.

Esta clave de interpretación tiene muy serios problemas para explicar por qué la Corte no se mostró amigable con el gobierno que condujeron sus hipotéticos aliados a tal punto que, en ese entonces, se hablaba de la “mayoría peronista” del tribunal. Basta recordar dos casos. Primero, la Corte recibió a la administración macrista con dos sentencias sobre distribución de fondos entre Nación y provincias que comprometieron seriamente el estado de las finanzas nacionales. Segundo, cuando varios gobernadores, entonces opositores y principalmente pertenecientes al Partido Justicialista, fueron a la Corte a pedir que no se redujera el IVA a los alimentos, la Corte hizo lugar a dicho pedido con enorme velocidad. Tampoco puede explicar por qué la Corte no tuvo igual velocidad cuando fue la Ciudad de Buenos Aires la que hizo un reclamo fundado igualmente en el derecho de la coparticipación federal. O por qué la Corte hizo lugar dócilmente a un improcedente pedido de opinión consultiva efectuado desde la presidencia del Senado de la Nación. O, finalmente, por qué la Corte avaló la decisión de la mayoría oficialista del Consejo cuando se discutió la peculiar situación de los magistrados Bruglia y Bertuzzi.

Maqueda, Rosatti, Rosenkrantz y Lorenzetti, los jueces de la Corte Suprema que dejaron sin efecto el viejo Consejo de la Magistratura.
Maqueda, Rosatti, Rosenkrantz y Lorenzetti, los jueces de la Corte Suprema que dejaron sin efecto el viejo Consejo de la Magistratura.

La conclusión que podemos sacar del fracaso de la primera clave interpretativa es que la Corte es un actor que tiene autonomía. Con sus aciertos o errores, el tribunal tiene su propia agenda que no admite la lectura simplificadora que los fanáticos partidarios de la grieta nos proponen. Su pereza mental les impide advertir que la Corte, para bien o para mal, juega su propio juego y que a veces favorece a los Montescos, pero en otras ocasiones hace lo propio con los Capuletos. Y no por falta de independencia, sino precisamente porque la tiene.

El segundo esquema para entender qué pasa proviene de quienes sostienen que la sentencia de la Corte del último de diciembre es un acto perfecto de aplicación del derecho en el que el tribunal se limitó a declarar la inconstitucionalidad de una ley que, al modificar la composición del Consejo, lo privó del equilibrio que, según el artículo 114 de la Constitución, debe existir entre el estamento político y el estamento técnico. De ese modo, la Corte sería la defensora de la Constitución frente a una facción ávida de controlar al Consejo, ya sea para asegurarse su impunidad o para controlar al Poder Judicial con otras intenciones aviesas.

Esta segunda clave de interpretación tiene el problema de que no puede explicar, y ni siquiera lo intenta, por qué la Corte rompió absolutamente todas las reglas clásicas que definen cuándo un asunto es susceptible de decisión judicial. Aun cuando pensemos, y yo lo pienso, que la ley 26.080 del año 2006 no era respetuosa del valor del equilibrio entre estamentos, a diferencia de la ley que la precedió, lo cierto es que, en el proceso que desembocó en la sentencia del mes de diciembre, no había caso judicial ni legitimación de quienes lo promovieron. Claro, tampoco los hubo en el caso “Rizzo” que la Corte dictó en las épocas de la, así llamada, “democratización de la justicia”. De modo que mal puede pensarse que lo que la Corte hizo fue una novedad. Pero, por poco novedoso que sea, la violación de las reglas que, precisamente, limitan la actuación de los tribunales no pierde su carácter de tal. Por otra parte, la idea de que solo es una facción la interesada en cooptar al Poder Judicial queda desmentida cuando vemos que la otra facción, en sus cuatro años en el gobierno, impidió toda reforma de la ley 26.080, precisamente porque la beneficiaba en sus manejos con los tribunales federales.

En este punto, un partidario del segundo esquema de comprensión podría sostener, siguiendo a autores como Adrian Vermeule (Harvard) y Nick Barber (Oxford), que, en ocasiones, un tribunal debe romper algunas reglas para asegurar la continuidad del propio orden constitucional que le da legitimidad. Este argumento en favor del “decisionismo judicial”, que no vi propuesto por casi nadie en el debate público, podría ser una defensa sensata de lo que hizo la Corte. El único modo de mantener un Poder Judicial independiente habría sido invalidar la ley 26.080. Esta línea argumentativa tiene un claro defecto: si la vigencia de esa ley interfería con el funcionamiento adecuado del Poder Judicial, ¿por qué la Corte esperó tanto para resolver? ¿Por qué permitió que semejante defecto institucional anduviera a sus anchas durante muchos años? ¿Por qué no aprovechó el caso “Rizzo” para arreglar tan grave problema y también resolver la demanda propuesta por el Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires? Parecería que, parafraseando al meme, para la Corte durante muchos años la ley 26.080 estuvo mal, “pero no tan mal”.

El tercer esquema de interpretación que traeré a colación pone en el centro del análisis al concepto de “crisis constitucional”. El esquema parte de la idea de que, en ocasiones, los actores institucionales “juegan duro”, usando las herramientas también institucionales con las que cuentan. Esta forma de entender lo que está pasando en la Argentina está inspirada en el trabajo de Sanford Levinson de la Universidad de Texas en Austin. Un punto interesante del análisis de Levinson es que, cuando tienen lugar estas situaciones de crisis, lo que los actores buscan es redefinir sus relaciones recíprocas y cambiar lo que, hasta el momento, eran presupuestos compartidos y tácitamente aceptados por ellos.

Desde este punto de vista, la Corte estaría “jugando duro” en un intento de redefinir la relación entre el Poder Judicial y las otras dos ramas del gobierno federal. Lo que se buscaría cambiar sería el presupuesto, tácitamente aceptado hasta el momento, de que el Consejo es un mero espacio de intercambios entre las facciones políticas en el que, por ejemplo, se decide no promover el Jurado de Enjuiciamiento a un juez kirchnerista a cambio de no hacer lo propio con un juez macrista, pese a que quizás ambos sean merecedores del procedimiento y de su eventual destitución. Porque la retórica de la grieta es para cada una de las tribunas. Pero las componendas amistosas son siempre para la impunidad consensuada entre los dos lados de la grieta.

Por supuesto, este tercer esquema de interpretación tiene el defecto de que es, probablemente, ingenuo. La grieta será muy difícil de superar en el Consejo si en los propios estamentos “técnicos”, abogados y jueces, las listas que allí compiten se alinean con uno u otro sector, como de hecho viene ocurriendo. Y, además, esta última interpretación es demasiado optimista. Pues puede ocurrir que la crisis institucional termine con un resultado opuesto al buscado, es decir, una mayor politización de la justicia. Por último, para que haya una genuina crisis institucional, los otros actores también tienen que estar dispuestos a “jugar duro”. Y, hasta ahora, lo único que hubo fue una inadmisible acción de amparo iniciada ante un tribunal incompetente y mucha retórica para la tribuna propia. Así que hasta podría ocurrir que, al final del día, no haya tal crisis institucional.

En síntesis, la Corte, haciendo uso de su autonomía en el contexto de la grieta, tomó la decisión política de buscar una redefinición del funcionamiento del Consejo de la Magistratura con el fin de que la lógica boba y destructiva de las facciones dominantes no siga imperando allí. Hasta ahora, no parece haber una decisión política seria de combatir a la Corte, salvo la convocatoria a una marcha para dentro de algunas semanas, lo que parece algo tardío si se tratara de “evitar un golpe institucional” y no, meramente, de tener un escenario para destilar más retórica para la tribuna propia. ¿Tendrá éxito la Corte? Parece difícil. Pero, dicen, la esperanza es lo último que se pierde.

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