Feminista en falta: Diane Keaton y los sueños de nuestras madres

En sus memorias, la actriz de Annie Hall entrelaza su historia con la de su madre para desentrañar el vínculo con esa mujer aparentemente tan distinta a ella, que es sin embargo gracias a quién se convirtió en la persona que es. Y lo hace preguntándose también qué influencia ejerce ella misma sobre sus propios hijos

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Diane Keaton con el sombrero que se convirtió en su marca en Annie Hall . En 2012 publicó sus memorias, Ahora y Siempre (AFP)
Diane Keaton con el sombrero que se convirtió en su marca en Annie Hall . En 2012 publicó sus memorias, Ahora y Siempre (AFP)

Olvidé por años que tenía en la biblioteca las memorias de Diane Keaton porque me las regaló alguien a quien también había olvidado. Y aunque esa persona es menos tóxica para mí y para la humanidad entera en el terreno del olvido, ahora que ya no me daña, ahora que pude leerlo, siento que si esa relación valió las tremendas penas, fue por el libro de Keaton.

La edición es de 2012. El título en castellano es Ahora y Siempre, pero en inglés es Then Again, algo más parecido a “entonces de nuevo”. Creo que me gusta más que cómo lo tradujeron: las cosas nunca son para siempre, pero siempre vuelven a empezar, como en un círculo. Keaton cuenta su vida a través de la de su madre, que a su vez llevó 85 diarios en los que relató la suya y la de su matrimonio y su familia. Y lo hace con una pregunta, una que me desvela: “Si en gran medida soy lo que soy gracias a quién y cómo era ella, ¿qué influencia ejerzo yo en mis hijos?”

Vistas desde afuera, Diane y su madre, Dorothy Keaton (la actriz, cuyo verdadero apellido es Hall, tomó de ella el artístico), llevaron vidas completamente distintas: una fue un ama de casa modélica, la otra, la superestrella que conocemos. Es inevitable que del relato entrecruzado de las dos surja entonces otra pregunta: ¿Cuánto se gana y cuánto se pierde cuando se persiguen los verdaderos sueños?

Diane Keaton y Woody Allen
Diane Keaton y Woody Allen

Las ideas de la época también las definen: la idea de Dorothy, nacida en 1921, de que su hija sí podía tenerlo todo –amor, una familia y el éxito al que ella renunció–; la de Diane, nacida en 1946, de que era mejor ser una chica sexy antes que la mujer de alguien, aunque en el fondo sufriera por amor o persiguiera adrede “metas inalcanzables” para que ninguna fuera un estorbo –”Woody, después Warren, y finalmente, Al, ¿podría haberme comprometido con alguno de ellos? Es difícil saberlo”–. La conclusión de la actriz acerca de que si para ella nada fue gratis, tampoco lo fue para su madre.

Keaton cuenta que cuando se estrenó Annie Hall, en 1977, la gente la paraba por la calle para decirle que no cambiara nunca. Todo ese look que amamos en la mítica película de Allen fue idea de ella, y es una de esas cosas por las que pagó un precio alto: había pasado años comparándose con Audrey Hepburn, convencida de que no era “lo suficientemente guapa” y tratando de buscar “soluciones” para su cara. Así nacieron la boca entreabierta –que la hacía ver vulnerable, aunque tuviera “una voluntad de hierro”– y el sombrero que más tarde iba a homenajear Meg Ryan en Cuando Harry conoció a Sally, su marca registrada.

Como muchas otras mujeres de su generación y las que siguieron, Keaton fue bulímica: vomitaba a escondidas mientras rodaba Annie Hall. Como tantas, escuchó a un analista que le repitió que la comida era Dorothy. “No soporto la facilidad con la que los expertos culpan a los padres –y sobre todo a las madres– de la adicción a la comida de las adolescentes, de las que están a punto de convertirse en adultas, de las mujeres de mediana edad y de las viejas cascarrabias. Lo siento, pero mi madre era cualquier cosa menos poco afectuosa”, escribe la actriz cuando ya es tarde para decírselo en persona, en la esperanza de volver a oírla.

Son raras las relaciones entre madres e hijas. Keaton escribió sus memorias a los sesenta años (hace una década), cuando todavía estaba en duelo por la muerte de Dorothy cuatro años antes. Un duelo que era mezcla de amor y agradecimiento, pero también necesidad de desentrañar el misterio de su vínculo. Dorothy nunca le había hablado de sus sueños, pero gran parte de los suyos se habían cumplido gracias a los de Dorothy, ¿por qué esos sueños cumplidos le resultaban una carga tan extraña?

Una de las anotaciones de la madre de Keaton en sus diarios es sobre el libro de Tim Robbins También las vaqueras sienten melancolía. Ahora y siempre empieza con esa cita sobre la que Dorothy dice que quiere “pensar más adelante”. Robbins dice que “para la mayoría de las mujeres aleladas a las que han lavado el cerebro, el matrimonio representa la experiencia culminante de su vida; en cambio para los hombres es cuestión de eficacia logística: el varón consigue cama, comida, lavandería, televisión, descendencia y demás servicios, todos bajo un mismo techo… En cambio, para la mujer, el matrimonio supone la rendición”.

Sí, es un varón jugando a ser Simone, y yo me imagino a esa pobre ama de casa californiana teniendo que leer al aliado de Tim Robbins explicándole que era una lela, pero hay algo que resuena: los hijos, e incluso las hijas más feministas, solemos conseguir aún hoy de nuestras madres lo mismo que el más patriarcal de los varones.

Su madre Dorothy nunca le había hablado de sus sueños, pero gran parte de los suyos se habían cumplido gracias a los de Dorothy, ¿por qué esos sueños cumplidos le resultaban una carga tan extraña? (AP)
Su madre Dorothy nunca le había hablado de sus sueños, pero gran parte de los suyos se habían cumplido gracias a los de Dorothy, ¿por qué esos sueños cumplidos le resultaban una carga tan extraña? (AP)

Mi madre tenía la edad de Diane Keaton y sin embargo cuidó toda su vida de mi hijo y lo llevó al pediatra y al colegio para que yo pudiera perseguir mis sueños. Y como Keaton a Dorothy, yo tampoco le pregunté nunca por los de ella. Porque las hijas somos egoístas y demandantes, y la demanda nunca se agota, y el psicoanálisis casi siempre les echa la culpa a ellas.

O bueno, en realidad la demanda finalmente se agota cuando ya no están, y entonces queda la carga. Las hijas solemos ser muy agradecidas con nuestros padres. Yo pensaba, como Diane, que si era feminista era porque mi viejo me había enseñado a montar a caballo y a hacer asados y a hablar de política; siempre me gustó revolotearle alrededor, decirle que lo quería: le sostuve la mano cuando murió.

En cambio, no estaba cuando murió mi madre ni me gustaba que me abrace. Discutíamos por pavadas y eran batallas campales. Nunca no estuvo cuando la necesité y su presencia me sigue acompañando. Pero yo sé ahora que si soy feminista o si soy libre –que en mi cabeza tienen significados parecidos– es porque también tuve una Dorothy.

“Ojalá pudiéramos hablar –escribe casi sobre el final, cuando las dos vidas, cruzadas, se vuelven indisolubles–. Tu última lección, la que no soporto reconocer y me niego a identificar, empieza a calar. Creo que sé lo que quieres decirme desde siempre. [...] Querida Diane: respira hondo, sé valiente y suéltate. Apartá las manos del manubrio de la bici, levántalas, y vuela”.

Y entonces, la magia: Diane entiende que es libre. Y también, que lo mejor que puede hacer por sus hijos es dejar que también lo sean: “Lo intento, mamá, pero va en contra de todos mis instintos. Sí te prometo algo: te prometo soltarlos del dominio de mi necesidad antes de que sea demasiado tarde. Te prometo darles libertad por mucho que desee que se queden”. Tal vez esos hijos que hoy no quieran saber de sus sueños un día también entiendan.

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