Hay un libro maravilloso que se titula Historia de la estupidez humana cuyo autor es Paul Taboi y que lleva prólogo de Richard Armour, el que escribió Todo comenzó con Marx, que abre con la sugerencia de sustituir el título marxista de Das Kapital por Quitas capital. En todo caso en el prólogo de referencia Armour escribe que “Algunos nacen estúpidos, otros alcanzan el estado de estupidez y hay individuos a quienes la estupidez se les adhiere. Pero la mayoría son estúpidos no por influencia de sus antepasados o de sus contemporáneos. Es el resultado de un duro esfuerzo personal” y más adelante concluye que la estupidez resulta del amor “a las ceremonias, las complicaciones del burocratismo, las complicaciones no menos ridículas del aparato y la jerga, la fe humana en los mitos y la incredulidad ante los hechos.”
Por su parte el autor del libro le dedica un capítulo titulado “La estupidez del papeleo” donde nos dice que “Por lo que se refiere a la burocracia, la adquisición de autoridad muy frecuentemente determina la pérdida de la inteligencia, la atrofia de la mente y un estado crónico de estupidez […], las oficinas gubernamentales son viveros de estupidez” incluso “la burocracia crea un lenguaje burocrático.”
El diccionario asimila la estupidez a la presunción y la vanidad. No se trata de un problema físico sino de una visión errada y torpe del mundo, se trata de un conjunto de contravalores y de una mirada obnubilada y separada de toda razonabilidad. Está parida del desconcierto y de una imperdonable subestimación a las autonomías individuales del prójimo.
En este sentido Giovanni Papini, mi cuentista favorito, destaca que los siete pecados capitales derivan de la soberbia, la presunción y la vanidad. Escribe en una de sus múltiples ficciones (no siempre tan ficciones) que “el soberbio no tolera ser contrariado, el soberbio se siente ofendido por cualquier obstáculo y hasta por la reprensión más justificada, el soberbio siempre quiere vencer y superar a quien considera inferior a él […] El soberbio no concibe que cualquier otro hombre pueda tener cualidades o dotes de las que él carece; el soberbio no puede soportar, creyendo estar por encima de todos, que otros estén en lugares más altos que él”.
Por mi parte, aplico esta premisa general de Papini al terreno de la relación entre gobernantes y gobernados. Gobernar significa mandar y dirigir. Leonard E. Read nos enseña que, para mayor precisión, se debería haber recurrido a otra expresión, porque hablar de gobernante sería tan inapropiado como denominar al agente de seguridad de una empresa “gerente general”, ya que la función del monopolio de la fuerza es velar por los derechos de las personas y no regentearlas.
Pero resulta que los primeros mandatarios han mutado en primeros mandantes y, en lugar de proceder como efectivos agentes de seguridad de los derechos, los conculcan, con lo que se cumple la profecía de Aldous Huxley en su terrorífica antiutopía, en la que muchos piden ser sometidos, para desgracia de quienes mantienen su integridad y autoestima (lo cual es infinitamente peor que el Gran Hermano orwelliano).
¿Cómo es posible que los humanos tengamos la inmensa bendición del libre albedrío y en muchos casos se la usa para aplastar a los vecinos vía aparatos estatales desbocados? ¿No deberíamos reconsiderar las sandeces del estatismo y retornar a la sensatez y así dejar en paz a los congéneres?
Hay otro libro muy jugoso que se titula Prontuario de la estupidez humana de Henry Louis Menken que lleva prólogo de Fernando Savater, allí el autor nos dice que al gobierno “se lo juzga no como un equipo de ciudadanos que han sido elegidos para cuidar de los asuntos comunitarios de toda la población, sino como una corporación separada y autónoma que se consagra principalmente a explotar a la población en beneficio de sus propios miembros […] se trata simplemente de bribones que por un azar de la ley gozan de un derecho bastante dudoso de compartir las ganancias de sus prójimos.”
Se hace necesario comprender que cada vida es sagrada y que exige respeto, solo es pertinente el uso de la fuerza cuando hay lesiones de derechos. Y dicho sea de paso el derecho es la facultad de usar y disponer de lo propio, en primer lugar la vida, luego la expresión del propio pensamiento y finalmente lo adquirido legítimamente. La antítesis del derecho es la pretensión de apropiarse del fruto del trabajo ajeno, esto es un pseudoderecho que es habitualmente declamado por los mandamases de turno con lo que se destruyen marcos institucionales civilizados.
A esta altura del siglo XXI no hay pretexto para desconocer las pobrezas y miserias, las matanzas, las hambrunas, las persecuciones y la abolición de la Justicia y la libertad de prensa en regímenes autoritarios. La libertad se basa en una concepción eminentemente moral que deriva en progreso al liberar la energía creativa. Los monigotes del poder deben ser combatidos en el terreno de las ideas para dejar al descubierto la desfachatez de sus designios. A esta altura ya no debería prender el discurso hipócrita y mentiroso de los estatistas que todo se lo llevan puesto. Son como el rey Midas al revés, todo lo que tocan lo prostituyen. Por ello resulta de tanta trascendencia preservar los genuinos valores de la democracia cuyo aspecto medular estriba en el cuidado de los derechos individuales para evitar caer en las fauces de la cleptocracia, es decir el gobierno de los ladrones de sueños de vida, de libertades y propiedades.
Tengamos siempre presentes reflexiones como las de Mark Twain en cuanto al peligro de caer en la trampa de una discusión inapropiada que consume energía inútilmente por lo que aconseja que “nunca discutas con gente estúpida, te arrastrarán a su nivel” y Gustav Le Bon en el contexto de la manía de las aglomeraciones recuerda que “en las multitudes lo que se acumula no es el talento sino la estupidez”. Y sobre todo Cicerón subraya la diferencia de la estupidez respecto a un error del cual nadie está exceptuado y advierte sobre el empecinamiento en repetirlos que en la parla convencional es lo que se dice tropezar siempre con la misma piedra: “Cualquier hombre puede cometer un error, solo un estúpido sigue haciendo lo mismo.”
En otra ocasión me he referido a Zelig, otra de las producciones de Woody Allen en la que se representaba a un fulano que carecía de timón interior y que todo lo operaba según lo que decían, hacían o pensaban a quienes tenían en su cercanía. Es lo que en gran medida ocurre hoy en día. La mayoría siente la necesidad de ajustarse a los demás. Se renuncia a la individualidad, a lo más distintivo y precioso que tiene el ser humano: su unicidad en toda la historia de la humanidad. Se amputa de su tesoro más valioso. Deja de ser para ser los demás. Hay pereza y temor por pensar distinto. Hay inseguridad y debilidad interior. La responsabilidad lo abruma, prefiere endosar las decisiones al grupo. Abdica de su persona y se incorpora a la manada. No tiene voz sino que es eco. Es inconcebible ir contra la corriente. Se masifica. Tiene que ser parte del coro. Es un masoquismo moral. Se entrega a la nada.
Estos personajes que padecen el síndrome Zelig, necesitan de un gurú, de un caudillo, de un líder puesto que son incapaces de liderar sus propias vidas. Los sistemas educativos de nuestro tiempo se encaminan a la guillotina horizontal, es decir al igualitarismo donde en gran medida los profesores no enseñan a pensar sino a repetir.
En otra ocasión también he recordado aquél célebre experimento donde se acuerda con un grupo al que se deja afuera una persona para que todos digan que frente a una serie de barras de distinto tamaño que la más chica es la más grande. Así se invita a la persona que no está al tanto de lo acordado por los demás y comienza la sesión. En una primera rueda naturalmente el extraño al grupo se pronuncia por la verdad de lo que ve y queda sorprendido por la opinión de todos los otros. Se suceden distintas ruedas y finalmente el sujeto se rinde y opina como los demás al sostener algo que no se condice con lo que está viendo. Es para probar la inclinación a ceder ante la opinión de los demás. Es raro el caso de quien se mantiene en su posición en cuanto a lo que considera verdadero en estos reiterados experimentos.
Por supuesto que no se trata de encapricharse en lo que uno primero piensa y machacar con la idea. Hay que estudiar y contrastar las propias conclusiones a los efectos de pulir las ideas lo más que se pueda. Este es un proceso que no tiene término. Como nos ha enseñado Popper, el conocimiento tiene la característica de la provisionalidad sujeta a refutaciones a la vuelta de cada esquina, solo hay corroboraciones que marcan un estadio en el peregrinaje en busca de verdades en que sostenernos. Pero a lo que me refiero en esta nota es al miedo de pararse contra la corriente, a la mentira a sabiendas para quedar bien con otros. A la cobardía moral.
La estupidez también se esconde tras los celos por el éxito de otro, envidiosos a su vez encubiertos en la fachada de una supuesta admonición en verdad malparida que a todas luces descubre la intención maloliente. Inclusive han aparecido ejercicios talibanescos que pretenden encerrar a otros en la jaula de determinadas inclinaciones sexuales y un ateísmo militante, agresivo y excluyente que apunta al establecimiento de una guillotina horizontal sin tener la menor idea en qué consiste una sociedad abierta con apreciaciones personales muy diversas alejadas de dogmas que pretenden imponer aquellos fantoches que responden al más crudo, retrógrado y cavernario espíritu sectario. Todos los proyectos de vida deben ser respetados excepto la lesión de derechos de terceros. El tontaje no tiene límites, como escribió Einstein: “Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y del universo no estoy seguro.”
Sin duda que los hay que no se ubican en la categoría de la estupidez sino que fruto del adoctrinamiento no han tenido la oportunidad de beber en otras fuentes por lo que es necesario redoblar esfuerzos docentes al efecto de llegar a mentes nobles para que puedan sacar sus propias conclusiones sin propagandas nefastas que nublan la visión. Pero a los necios megalómanos hay que sustituirlos por reflexiones que se condicen con el respeto irrestricto a los proyectos de vida de otros, en esto consiste el respeto recíproco que es la columna vertebral de la sociedad libre.
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