Este texto fue publicado originalmente en el newsletter “Relación de ideas”, de la Revista Seúl
De la invasión a Ucrania me conmueven especialmente las historias que hablan de quienes han tenido que abandonar sus casas y ciudades y fueron desplazados a otros países. Uno vive su vida normalmente, tiene planes profesionales o sentimentales, una rutina, una familia, un techo y la posibilidad de llevar comida a la mesa todos los días. De pronto, todo eso desaparece y uno está arrastrando a sus hijos, con lo puesto y algún bolsito a un país extraño, tratando de encontrar un lugar para dormir y algo para comer. Eso le está pasando a millones de ucranianos.
El mejor relato de la constatación de esa experiencia no se la leí a un corresponsal de guerra sino a Alain Mizrahi, un uruguayo viviendo en Amsterdam, en un hilo de Twitter.
Así comienza la historia: “Estación de tren Amsterdam Central. Paso la puerta automática hacia zona de andenes escaneando QR de mi ticket. Del otro lado una mujer joven con dos niñas me habla en un idioma que no entiendo y que no es holandés. Le hablo en inglés, me contesta con dificultad. Es ucraniana, recién llegada, me muestra su pasaje de tren gratuito impreso en una hoja A4 por alguna ONG. Logro entender que quedó en encontrarse allí con su esposo que viene de Den Haag (La Haya) pero no sabe dónde esperarlo”.
Mizrahi reacciona, les abre la puerta con un botón de emergencia y, mientras ve cómo la familia se aleja al lugar indicado entre expresiones que parecen indicar agradecimiento, queda totalmente atribulado descubriendo su egoísmo, su impulso apenas mínimo, su preocupación por no perder un tren y llegar pronto a su casa, bien calefaccionada y con una cena caliente en la mesa. Postea la historia en las redes y recibe por un amigo el dato de que una ucraniana está hace tres días en el aeropuerto de Shipol con su hijo de 14 años sin saber qué hacer. Son de un pueblo del Este de Ucrania, no sólo no hablan ninguna lengua con aspiraciones internacionales sino que sólo conocen el alfabeto cirílico, lo que convierte a todos los carteles del aeropuerto en un galimatías de caracteres raros e incomprensibles. La desolación es total.
Insto a mis amables lectores a que busquen el hilo y lean completa la historia, vale la pena y vuelve a poner en valor a las redes sociales, quienes han hecho mucho por testimoniar las consecuencias de la brutalidad y el autoritarismo.
Seguimos acá mientras tanto con una relación de ideas. Al mismo tiempo que me enteraba de las historias provenientes de Ucrania, no demasiado de casualidad decidí volver a entrevistar a una de mis personas favoritas del mundo, Hélène Gutkowski, una señora de 82 años nacida en Francia pero que vive desde 1961 en Argentina. Quería que ella me contara una vez más la historia de los judíos del Weser y la creación de las colonias en la pampa argentina.
La historia de Hélène es extraordinaria: niña judía durante la ocupación nazi de Francia, sus padres decidieron, para salvar su vida, entregarla a una familia católica disimulando sus orígenes. Esa historia la contaremos otro día. Lo cierto es que ella, como socióloga en Argentina, se dedicó en los últimos años a recopilar las historias de sobrevivientes del Holocausto que, como Hélène, tuvieron su infancia en la Francia ocupada y eventualmente llegaron a retomar sus vidas en la Argentina. El primer tomo de ese trabajo fenomenal está editado en español por Libros del Zorzal y se titula Querido país de mi infancia.
Allí, antes de recopilar aquellos relatos de supervivencia, Gutkowski cuenta la historia de los judíos que llegaron de Podolia, una región de lo que hoy justamente es Ucrania, huyendo del antisemitismo, y crearon las primeras colonias judías en las provincias de Santa Fe y Entre Ríos. Llegaron 826 judíos en un barco llamado Weser, en agosto de 1889, luego de más de un mes de travesía. Sin embargo, en un principio, las cosas no salieron como fueron planeadas.
Previamente al viaje, los colonos habían concretado la compra de varias parcelas de la estancia Nueva Plata, propiedad de Rafael Hernández (hermano de José, el autor del Martín Fierro), a 60 kilómetros al sur de la ciudad de Buenos Aires. Cuando llegaron, ansiosos por trabajar la tierra y construir un futuro, encontraron que Hernández se había arrepentido de la venta y que no les daba los terrenos. Los colonos se encontraron en un país extraño, sin hablar el idioma del lugar, con sus niños y pertenencias en la calle.
La comunidad judía argentina que, aunque pequeña, ya existía, les consiguió los servicios de un abogado, el Dr. Pedro Palacios, que les ofrece venderles unas tierras a unos 600 kilómetros de Buenos Aires, en la línea del tren que une la ciudad con Tucumán. Se las vende mucho más caro que el precio de mercado, pero no tienen más salida que aceptar.
Increíblemente, la historia se repite. Llegan a la localidad de Palacios (nombrada así por el dueño de las tierras) y no hay más que una estación de tren. Nadie los espera. Los rodea el descampado. No hay agua, no tienen alimentos ni elementos para trabajar la tierra. Los obreros que construyen la línea ferroviaria los ayudan esporádicamente con agua y galletas, pero no alcanza. Están a una distancia imposible de cualquier ayuda. Están en la indigencia. Pasa el tiempo y algunos comienzan a morir por las condiciones inhumanas de vida. Se desata una epidemia y 62 niños fallecen. No tienen cómo construir ataúdes y los entierran en bidones de kerosene.
Tiempo después sucede el milagro. Un bacteriólogo francés, el Dr. Lowenthal, tiene que realizar una investigación sobre el estado de salud de la Argentina y con una misión secundaria: averiguar qué había pasado con los colonos que viajaron en el Weser, de los cuales no se sabía nada desde hacía un tiempo. Lowenthal viaja en tren de Buenos Aires a Tucumán. En el medio de la pampa infinita, el tren se detiene en una estación medio desierta. Ve gente harapienta que habla en una lengua que no es el español. De pronto, reconoce que es yiddish. El bacteriólogo descubre que se trata de los colonos perdidos. Se hace cargo del asunto, vuelve a Buenos Aires y se contacta con Palacios que, arrepentido, cumple con su palabra empeñada y les suministra a los colonos todo lo necesario para establecerse y trabajar la tierra.
Así, se forman las colonias, una de las cuales tomará el nombre de Moisesville: la ciudad de Moisés quien, como estos colonos abandonados, tuvo que abandonar Egipto para encontrar la tierra prometida. Muchos años después, vivirá allí buena parte de la familia Sexer, la familia de mi mujer, ésta que hoy es mi familia. Todo está bien si termina bien.
En última instancia todos somos como estos ucranianos de ayer y de hoy, perdidos en una tierra extraña, rodeados de ruidos y de signos que no comprendemos. Nos engañamos con nuestro cobijo diario y perdemos de vista el lazo que nos une con quien realmente no tiene nada de nada. Que los ucranianos de hoy encuentren quien los reciba, los guíe y les de cobijo. Y que puedan volver pronto a sus hogares y reconstruirlos en paz.
SEGUIR LEYENDO: