En su piso de Sante Fe y Billinghurst sonaba Perfume. Había convertido el living-comedor y el cuarto de servicio en una sala de ensayo donde sobraba lugar para sus clases “individuales-grupales”, y donde la palabra “diversidad” no necesitaba decirse, porque se recortaba en todos los espejos y se colgaba con alegría de las barras que recorrían cada una de las paredes.
Laura Lévy tenía la voz sabia y aguardentosa y sabía leer los cuerpos y los dolores que arrastrábamos en ellos. Fuimos muchas, muchísimas, las mujeres –y también los varones– de todas las edades que durante casi cuatro décadas pasamos por el estudio de Laura. La mayoría llegábamos mirando para abajo. Cansadas –hartas– de la falta de piedad de la mirada ajena, pero sobre todo, incapaces de soportar la propia.
Y, sin embargo, Laura veía con sensibilidad a esas anatomías “imperfectas”: los huesos, las articulaciones, la respiración, la piel, los músculos. Veía el todo, el sistema –¡nos veía los huesos!–, y era capaz de hacerlo en minutos, con amorosidad y sin que le temblara el pulso. Entonces no quedaba otra que mirarse: los cambios a su lado eran imperativos y profundos.
Y no porque estuviera mal ser como éramos, al contrario. Laura Lévy veía la belleza posible en sus alumnas y alumnos y los impulsaba –nos impulsaba– a encontrarla. Su técnica de trabajo corporal, la perpendicularidad –o la “perpe”, como le decíamos nosotras– estaba hecha de años de formación en danza con maestras como Ana Itelman, Aurelia Chillemi, y sus amadas Iris Saccheri y María Füx, pero, más que nada, de la comprensión de que en este mundo ni siquiera un cuerpo hegemónico y descomunalmente bello como el de ella –alta, flaca, curvosa, arrabalera, morocha, siempre con tacos, siempre de negro– era a veces un lugar feliz.
Laura había padecido una severa anorexia en su adolescencia de bailarina clásica y entendía de una forma en que jamás volví a ver la incomodidad del propio cuerpo. Practicaba la empatía, tan de moda en nuestra época, con una naturalidad pasmosa. En ella era algo dado, así que nunca necesitó destacarlo. Era natural también que nos sentáramos en la cocina de su casa a contarle otros dolores, los del alma, justamente porque ella era capaz de entender todo el sistema; y es que es absurdo creer que el cuerpo es sólo superficie: Laura percibía mucho más allá, como una especie de chamana de las anatomías olvidadas.
Decía que la rutina hacía que nuestras articulaciones perdieran funciones y posibilidades de movimiento y lubricación. Esas fallas se compensaban con problemas posturales que terminaban por originar dolores y también podían afectar la estética y, claro, la actitud. La escuela tradicional corregía desde el opuesto: “Ponete derecho”. O mandaba a la gente al gimnasio a repetir mil ejercicios localizados.
Pero Laura pensaba desde los huesos, desde el sostén, desde la columna vertebral. Para ella todo estaba en la rotación de las articulaciones, en darles más posibilidades de movimiento para que los músculos pudieran ubicarse en su lugar. La “perpe” era en realidad una lección de vida.
En sus clases, personas de todos los talles –algunas con patologías graves a las que vi llegar dobladas de dolor para irse milagrosamente erguidas– bailábamos despreocupadas durante dos horas al ritmo de Piazzola, Bajofondo o Charly García, mientras ella nos repetía frases aparentemente sin sentido, que sin embargo aún escucho hasta hoy cuando camino por la calle distraída: “Hombro izquierdo, cadera derecha; hombro derecho, cadera izquierda para formar una equis abdominal”; “Camino desde crestas ilíacas; desde las crestas salen los brazos como si fuesen omóplatos”; “Las rodillas no se miran entre sí…”
Toda mi vida –y también hasta hoy– me sentí más o menos incómoda con mi cuerpo en una escala que Laura Lévy transformó para mí definitivamente. Si hay un menos en ese más o menos, es por ella. Si a veces puedo caminar distraídamente por la calle escuchando su voz como un interno exigente y amoroso, en vez de estar pendiente de la mirada ajena, de mi reflejo maldito en las puertas de los edificios o de comparar mi figura con la de los otros, es por ella. Si pude apropiarme de mi cuerpo y mirarlo por fin en un espejo que otros métodos habían mandado a tapar, fue por esos sábados en que, después de horas de bailar feliz, me iba por Santa Fe sintiéndome una diosa, por primera vez después de una larga historia de padecimientos y trastornos alimentarios.
Y si hoy necesito escribir sobre ella es un poco porque toda la semana leí y escuché hablar sobre “violencia estética” a partir del muy mal chiste de Chris Rock contra Jada Pinkett-Smith en los Oscars. Leí incluso a muchas feministas justificar la machirulísima bofetada de Will Smith para defender el honor de su mujer aunque él mismo se hubiese reído antes del chiste de su colega y aunque Jada no hubiese podido hacer más que revolear los ojos como toda respuesta.
Pensé en lo bellísima que es Jada incluso pelada. En los dolores que llevamos escritos en el cuerpo y que a veces cuesta ver, igual que eran imperceptibles a simple vista los de ese mujerón que fue Laura. En su don maravilloso para leer y decir las cosas con la honestidad que hace falta para lograr los cambios que importan.
Pensé en el mundo aprendiendo a decir “alopécica” y “violencia estética”, pero corriendo a comprar pelucas que pican y bandanas para la amiga a la que se le cae el pelo. Porque no es sólo en el mundo afro que quedarse pelada es una tragedia para una mujer, y no es sólo a las mujeres a quienes se nos tortura con bromas de mal gusto sobre nuestro aspecto capilar, pero a veces es más fácil decirlo de otra manera que mirarnos al espejo.
También quise escribir sobre Laura porque con mi amiga Silvana Lauzán –politóloga argentina y chilena por adopción y una de las mujeres de las que aprendí y sigo aprendiendo el feminismo a través de los años–, hace ya varios días que la tenemos muy presente, más que de costumbre. Silvana fue quien me hizo conocer a Laura y a su perpendicularidad, de la misma manera que yo la compartí después con otras amigas a las que veía sufrir con sus cuerpos aunque fueran hermosas, en una cadena que todavía no sabíamos nombrar, pero era la de la sororidad más pura. La cadena de Laura.
Yo tenía la intuición de que algo le había pasado, lo último que había sabido de ella no era muy alentador y había preferido no enterarme demasiado; no mirar al espejo, digamos. Pero Silvana encaró el tema con la actitud de Laura. Se pasó una tarde haciendo averiguaciones y al final dio con una de sus mejores discípulas, María Estonllo. Supimos entonces que nuestra maestra partió apenas antes de que comenzara la pandemia, tal vez por eso no tuvo la gran despedida que tantas de sus alumnas hubiéramos querido darle.
Esa es la razón fundamental por la que hoy me hacía falta recordar su voz potente, pero –valga la redundancia– en voz alta, como decía las cosas ella. Laura, donde sea que estés bailando, tenés que saber, como en la canción, que tu vida fue hermosa y transformó la mía y la de muchos. Que, al menos a mí, me enseñaste que el cambio es posible y que hay una violencia estética que es todavía peor que la del chiste desubicado, y es la que no se dice, esa que nos obliga a corregir desde el opuesto, a avergonzarnos de lo que somos y a vivir mirando para abajo. Gracias por eso, Laura hermosa, y bendita sea tu memoria.
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