José de San Martín nació en 1778 en Yapeyú, Corrientes, en el seno de una familia española. Su padre, un funcionario de segundo rango dentro de la administración del Virreinato, era gobernador del departamento de Yapeyú. A sus 6 años la familia regresa a España y a los 12 se enrola como cadete en el Regimiento de Infantería de Murcia.
Inicia una larga carrera en los ejércitos reales, que dura 22 años, logrando una vastísima y completa formación en las artes de la guerra, participando en cerca de 30 batallas (desde Orán en África a Portugal) y combatiendo a varios enemigos de España, fundamentalmente a los ejércitos napoleónicos.
Habiendo logrado a los 34 años el cargo de teniente coronel, es muy probable que San Martín haya intuido que su carrera militar llegaba a su techo, ya sea porque España parecía no tener destino o, sobre todo, porque percibía que la jefatura de los ejércitos estaban reservadas a los tantos nobles, hijos de nobles e influyentes que sobraban en la península. Muy consciente de sus talentos militares, también debe haber vislumbrado que en América habría un gran trabajo por realizar, ya que carecían allí de especialistas para esa tarea, a juzgar porque España tuvo la previsión de no abrir academias militares en el continente.
Fue en estas instancias decisivo su enrolamiento en la masonería, que le otorgó los salvoconductos y la logística que lo depositaría en el Río de la Plata a cumplir una misión funcional a sus aspiraciones y a los intereses de la Gran Bretaña. Con tan rico currículo militar, apenas llegado a Buenos Aires sus autoridades le encargan la formación de un regimiento, el de Granaderos a Caballo, logrando así el ambicionado cargo de jefe que en España veía lejano. Sus percepciones respecto a la falta de profesionales militares en América también se confirmaron, ya que a finales de 1813 debió reemplazar a Manuel Belgrano al frente del Ejército del Norte, luego de las derrotas sufridas por este ilustre estadista y hombre patrio -aunque limitado militar- en Vilcapugio y Ayohuma.
Está demás aclarar que a estas alturas San Martín pasó a ser para España un gran traidor. Años más tarde, en 1819, se ganó también ese calificativo de los sectores dirigentes de Buenos Aires que lo habían aupado y financiado al frente de los ejércitos nacionales, cuando desconoce la orden del Directorio que lo conminaba a retornar a la ciudad con sus tropas para sofocar la insurgencia de los caudillos del litoral Pancho Ramírez y Estanislao López. Desde la perspectiva de San Martín era entendible su actitud: por un lado, no era fácil operativamente cumplirla (y su ejército contaba ya con componentes chilenos) y él estaba para cosas mucho más grandes que para resolver reyertas internas. Su negativa hace posible que los caudillos federales derroten en Cepeda al ejército porteño, dejando a Buenos Aires transitoriamente sin la autoridad central que venía ejerciendo desde tiempos de la Colonia y que cada provincia pase a manejarse de manera autónoma.
Respecto a su gesta militar, por conocida no hacen falta comentarios. Más allá de lo que pueda dilucidarse del enigmático encuentro de Guayaquil entre San Martín y Bolívar y de las ideas republicanas o monárquicas que podía sostener cada uno, el hecho relevante es que estos dos militares tumbaron el imperio español en América del Sur, que, aunque debilitado, contaba con un ejército de más de 30.000 hombres. Una verdadera hazaña considerando los limitados recursos de los criollos. Bolívar arrancando desde Caracas y San Martín del marginal territorio del Rio de la Plata. Eso posibilitó que estas naciones comiencen a gestionar su independencia.
Habiendo San Martín cumplido esa ciclópea tarea, seguramente exhausto por el colosal esfuerzo, viudo y con su salud resentida, decide retirarse. A pesar de los servicios prestados a Chile, no encuentra allí un ámbito favorable, dado sus discrepancias con el sector de los hermanos Carrera, rivales de su aliado O’Higgins y con influencia creciente. Tampoco en Mendoza, dado el vínculo de esta con Buenos Aires, donde el Libertador no gozaba de buena reputación.
Regresa entonces a Europa en 1824, luego de 12 años en América. En ese relativamente breve período se inscriben sus proezas en este continente. En Europa deambula no sin dificultades ni estrecheces. No puede volver a España por razones obvias, tampoco inicialmente a Francia por haber enfrentado a los ejércitos napoleónicos. A fines de 1828 -o sea, a los 4 años de estar en Europa- decide volver al Río de la Plata.
Al arribo encuentra un clima de inestabilidad y violencia interior inesperados, se entera de la destitución y fusilamiento del gobernador de Buenos Aires, Manuel Dorrego, a manos de Lavalle -ambos ex subordinados suyos-. Considera su desembarco un acto arriesgado, por lo que permanece tres meses en Montevideo y decide finalmente retornar definitivamente a Europa, logrando ahora sí instalarse en Francia. Allí se encuentra con Alejandro de Aguado, un personaje de extraordinaria influencia en la Francia de esa época, lo que implicaría el fin de sus angustias económicas.
Aguado era español, de una prominente familia sevillana, seis años menor que San Martín, que hizo su carrera militar en los ejércitos españoles en la misma época del Libertador, aunque no hay constancia que se hayan conocido entonces. En 1808, en medio de las guerras napoleónicas, Aguado se cambia de bando y se pasa a los ejércitos franceses (otro traidor para España).
Dotado de una especial habilidad para el comercio y los negocios, abandona al poco tiempo el ejército para convertirse en proveedor principal de las fuerzas armadas francesas. Amasa una gran fortuna, deviene en banquero y gran operador de la Bolsa de París. Años más tarde y desde esa posición, gestiona y administra empréstitos para España, por lo que se reconcilia con ese país al punto que Fernando VII lo hace marqués. Fue además un gran mecenas, ocupándose de que los años finales de San Martín distaran de las estrecheces de su primera estancia en Europa.
Aguado fue en su época un personaje excepcional, comprando y vendiendo empresas y grandes propiedades hasta convertirse en la mayor fortuna de Francia. Sin embargo, resulta hoy una figura irrelevante para la historia, al grado que su recuerdo se limita a un puente sobre el Sena en las afueras de París, que lleva su nombre y construyó con su pecunio, a la calle Alejandro de Aguado en el barrio Palermo Chico de Buenos Aires y al monumento erigido en su honor en cuanto amigo y protector de San Martín.
Mitre reinvindicó la figura de San Martín con su monumental biografía de 1887 y el General, otrora resistido en Buenos Aires -se referían a él con el despectivo calificativo de “el indio”, en alusión a su tez morena-, pasó a ser consagrado como un héroe indiscutido. Necesitado el país de una figura patriarcal que unificara los sentimientos de los argentinos, se lo encumbró al rango de Padre de la Patria. Se lo merece, porque San Martín, amén del excepcional guerrero y estratega militar, fue una persona de una extraordinaria determinación. Debió tener una capacidad de convicción fuera de lo común para lograr apoyo a sus osados proyectos. Cumplió una gran función para América del Sur, tarea que se vio engrandecida con el transcurso del tiempo. Y fue también una persona noble, humilde, un hombre de bien. Al mirar su vida en perspectiva, es como si una fuerza superior lo hubiera guiado a cumplir esa misión. San Martín no era alguien del montón, fue “un grande” y por eso tres naciones -Argentina, Chile y Perú- lo veneran como héroe.
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