Vi la imagen una veintena de veces, y supongo que ustedes también: Will Smith, el actor que ganará el Oscar en una noche en la que cada premio y cada intervención fueron pensadas para compensar años de dominio de los varones blancos y heterosexuales en Hollywood, camina por la pasarela del Dolby Theatre de Los Angeles y le propina sin más, y ante a los ojos de una mayor audiencia que el año pasado -unos 15,36 millones de estadounidenses sintonizaron la mayor gala de Hollywood- un certero manotazo al comediante Chris Rock.
De regreso a su ubicación preferencial en la primera fila, desde donde segundos antes acaba de reírse como si nada –lo veremos también después analizado en todos los idiomas y en todas las redes sociales– de un muy desubicado chiste de Rock sobre la apariencia de su mujer, la actriz Jada Pinkett-Smith (”Jada, te quiero. No puedo esperar para verte en G.I. Jane 2″, dijo en alusión a su cabeza rapada a lo Demi Moore, con la diferencia de que Pinkett sufre un trastorno de alopecía autoinmune que hizo público, y se mostró visiblemente incómoda con el comentario), vociferará el motivo de un exabrupto que los televidentes y hasta los presentadores hasta entonces todavía se preguntan si es parte del guión: “Mantené el nombre de mi mujer fuera de tu jodida boca”.
Ahora el incómodo es Rock. “Wow, Will Smith acaba de pegarme. Esta ha sido una de las noches más interesantes de la historia de la televisión”, dice quien, paradójicamente produjo en 2009 el documental Good Hair, sobre la importancia del pelo en la cultura negra. Algunos escriben en Twitter que es bueno que el chiste no lo haya hecho un hombre blanco. Y mucho mejor que el golpe lo haya dado un afroamericano, o el escándalo sería total. Todo es demasiado frágil en un país partido por las tensiones raciales y todo es demasiado violento en una premiación en la que se suponía que la masculinidad tradicional iba a ser puesta a prueba como nunca, con nominaciones como El poder del perro.
De más está decir que aleccionar de una piña al que hace un comentario hiriente –disfrazado de humor– sobre nuestra pareja o sobre una mujer o sobre cualquiera –y encima a la vista de todo el planeta– no parece la reacción más correcta ni la más equilibrada. O no tan de más, porque la bofetada de Smith tuvo en las redes una increíble cantidad de justificadores morales, de todos los géneros. Como si ante una ofensa o una acción desubicada, especialmente cuando es contra “una dama”, todavía fuera normal o esperable que los varones se batieran a duelo o respondieran a las trompadas. Como si hubiera un machismo aceptable porque surge de la ofensa correcta, o desde el colectivo correcto.
Y no, claro que no, por si no estaba de más. Para muestra, basta con fijarse en lo que ocurrió unos minutos antes del instante que ya es meme, cuando Rock hizo un chiste igualmente reprobable contra Penélope Cruz. “¿Saben quién tiene la parte más difícil esta noche? ¡Javier Bardem! Penélope Cruz y él están nominados esta noche y ahora, si ella pierde, ¡él no puede perder!”. Al matrimonio español pudo haberle caído mal la carga sexista del comentario, pero lo disimularon con sus sonrisas hollywoodenses. Penélope no se quejó, pero, sobre todo, Bardem no defendió su honor a golpes de puño en el escenario.
Mientras escribo pienso que tal vez tenga que ver con el sistema de castas de la industria: ¿Qué es lo que no se le puede permitir al afroamericano que era número puesto para ganar su primer Oscar? No sólo se trata de machismo: es que algunos privilegios no se tocan, no pueden tocarse; tocan demasiados hilos, y esos hilos son demasiado débiles.
Y lo peor es que la voz de Jada no se oyó en todo el incidente. Se bromeó sobre ella, se vio su incomodidad, hubo dos hombres de impecables tuxedos sobre el escenario de los premios más pendientes de la diversidad y la corrección política de todos los tiempos que, sin embargo, se fueron a las manos para defender a una dama de una ofensa como si en algún momento de la ceremonia Steven Spielberg hubiera programado su DeLorean para llevarnos a un callejón oscuro del siglo pasado.
Y ni las tres actrices cuidadosamente seleccionadas para conducir el evento –hace ya seis años del Time’s Up, pero la denuncia en forma de chiste también está pendiente: “Tres vaginas son más baratas que un solo hombre”– dijeron una palabra sobre lo sucedido. Y eso fue lo más violento. Discursos sobre la corrección, un hecho incorrectísimo, las redes ardiendo, y casi ni una mención en vivo sobre lo que estaba ocurriendo. Quienes seguíamos el minuto a minuto por Twitter, supimos entonces que Smith estaba siendo contenido y consolado por el veterano Denzel Washington, como contaría luego al recibir su premio. De Jada, nada de nada. Al día siguiente se escribiría sobre sus infidelidades y sobre su pelada, pero todo lo que tendríamos de ella en la noche de los Oscars sería un revoleo de ojos.
¿Se puede hacer humor con cualquier cosa? Mi opinión es que, mientras sea gracioso, sí, aunque la apariencia debería ser un límite. Nunca sabemos el calvario del otro. Y en realidad no se trata sólo del humor sino de los comentarios sobre el cuerpo ajeno: engordar, adelgazar, perder el pelo o lo que sea que hagamos o le ocurra a nuestro aspecto no necesitan en principio de opiniones de los demás.
Al mismo tiempo, todos los invitados a la ceremonia de los Oscars saben que tradicionalmente los comediantes que hicieron de hosts siempre basaron sus shows en que el público pudiera reírse por unas horas de toda esa gente fabulosa y rica que lo tiene todo. Es la gracia. Siempre lo fue. No tiene que ser ofensivo y, para despejar dudas, todo está guionado. Pero se trata de eso. La broma sobre la alopecía de Jada Pinkett era horrible, pero estaba guionada. Y hay quienes aseguran que Will Smith participó de los ensayos en los que Rock hizo esa broma sin ensayar entonces su desmedida defensa.
Como esto es Hollywood, el hoy ganador del premio de la Academia –su actuación en El método Williams lo vale– iba a terminar llorando con la estatuilla en la mano. Una de ascenso, caída y triunfo épico, igual que cualquiera de sus mejores películas. “El amor te hace hacer cosas locas; soy un defensor del amor, me estoy esforzando por amar, y no tengo por qué sonreír y aguantar ninguna broma –dijo otra vez en el escenario–. Sé que al hacer esto que hacemos hay que aceptar que digan locuras de uno, que en este negocio tenés que sonreír y hacer como que todo está bien cuando te faltan el respeto. Denzel me dijo: ‘En tu momento más alto es cuando debés tener cuidado, porque es cuando viene el diablo’”. Entonces se disculpó con la Academia y con sus colegas nominados; con nadie más, ni con Rock, ni con el público. Y dijo que era “un momento hermoso” y que no lloraba por el Oscar, sino por “poder iluminar a todas las personas”.
Es cierto que ya no tenemos porqué aceptar con una sonrisa cuando nos faltan el respeto. Pero llegar hasta acá para que un varón privilegiadísimo en medio de lo que no puede ser otra cosa que un colapso nervioso le venda al mundo como disculpa iluminada el remanido discurso del golpeador sobre las locuras que provoca la pasión y que encima lo haga con garantía de diverso y empático, eso no suena a triunfo, sino a derrota épica. No de Will Smith, ni de Chris Rock. Ni siquiera de la silenciada Jada Pinkett –ahora visibilizada en miles de notas sobre su aspecto físico–. Es la derrota de una manera de entender la pelea contra el patriarcado, y puede ser algo bueno.
Tal vez sí esta sea una forma de iluminación: Hollywood, que desde el #MeToo intenta pagar las culpas de haber sido la incubadora perfecta de un monstruo como el productor y miembro de la Academia Harvey Weinstein –que violó y abusó sexualmente de por lo menos 92 mujeres en un período de treinta años–, a fuerza de contenidos lavados, ceremonias desangeladas dónde quiénes y cómo dicen las cosas resulta más importante que lo que tienen para decir, y nuevos estereotipos reemplazan cómodamente los que antes imponían la misoginia y el binarismo sin que haya cambios de fondo, como demostró la pelea de Rock y Smith, tendrá que replantearse sus eufemismos vacíos.
Anoche la nota la dio un varón blanco, heterosexual, obviamente rico y ya desprejuiciado a sus 84 años, que resumió en la única intervención realmente graciosa de la ceremonia algo de lo que había pasado. Sólo Anthony Hopkins se refirió al elefante blanco de dos compañeros a las piñas y uno de ellos llorando en una especie de brote al recibir su premio: “¡Qué noche! Will Smith ya lo dijo todo. Que haya paz, y amor. Y también tranquilidad”.
Porque, de nuevo, lo más violento de la noche no fueron las escenas de pugilismo en vivo, ni los chistes ofensivos, ni las disculpas selectivas, sino lo que nunca se dijo. La válvula de la olla presión explotó en una riña de machitos a la vista del mundo, cuando todos en la Academia estaban demasiado preocupados por el guión que mandaba a decir la palabra exacta (“diversidad”), que todas las identidades se sintieran representadas, y que el mensaje fuera lo suficientemente inclusivo, y se perdió tanto el foco, que una “locura de amor” se terminó aplaudiendo como iluminadora.
Y en esa pérdida de sentido que tiene lo forzado, el cine que antes se estremecía con la guerra y le abría los ojos a sus audiencias, hoy también parece haber quedado a oscuras sobre lo que realmente importa. Ni siquiera la ucraniana Mila Kunis se pronunció sobre la invasión de Rusia a su país cuando presentó a la cantante Reba. Tuvo que aparecer otro varón blanco, heterosexual y de la vieja, viejísima guardia, como Francis Ford Coppola, escoltado por la imagen hollywoodense más icónica del patriarcado, los gángsters Al Pacino y Robert De Niro, para decir en voz alta lo más incorrecto que hoy le ocurre al mundo, y que fue groseramente omitido durante toda la ceremonia: “¡Viva Ucrania!”
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