Arturo Frondizi, un hombre delgado y de traje

El 29 de marzo de 1962, derrocado por los militares argentinos, dejó su gobierno y puso rumbo a la Isla Martín García. Atravesada por las paradojas de la historia política argentina, su figura sigue atrapada en una imprecisa realidad paralela

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La detención del presidente Arturo
La detención del presidente Arturo Frondizi, el 29 de marzo de 1961

A las 7:30 de la mañana del 29 de marzo de 1962, un hombre alto, delgado y de traje oscuro viaja en un automóvil negro. Lleva lentes oscuros de carey, una camisa blanca, una delgada corbata al tono y una sonrisa melancólica. Los periodistas se agolpan en el costado izquierdo del automóvil, a su vez rodeado de vehículos repletos de militares que lo escoltan.

El hombre saluda, abstraído, a las personas que rodean el auto, que lentamente deja la residencia presidencial de Olivos y toma la avenida Libertador con rumbo al sector militar de Aeroparque. El tráfico, finalmente, se libera y el auto negro toma velocidad. El sol resplandece sobre la ventanilla y difumina la figura de Arturo Frondizi, que acaba de ser derrocado por los militares argentinos y deja su gobierno rumbo a la Isla Martín García.

Una estrategia inclusiva

La llegada de Frondizi al poder fue el resultado de una serie de inusuales combinaciones en la historia argentina. Arturo Frondizi armó una alianza político-programática con el peronismo: a cambio de los votos populares, prometió sacar al peronismo de la ilegalidad y levantar la intervención a los sindicatos. El contexto político mostraba la ineludible presencia del peronismo en la política argentina: en las elecciones para constituyentes a la reforma constitucional de 1957, el voto en blanco -ordenado por Perón- lograría la primera mayoría.

Con la división de la Unión Cívica Radical, la postura de la UCRP se formó -entre otros ejes- alrededor de la idea de erradicar al peronismo de la cultura política argentina, un núcleo discursivo que mostró sus limitaciones para generar un consenso mayoritario, particularmente frente a la lealtad política y la consecuente efectividad electoral que mostró el voto peronista.

Este escenario fue funcional al despliegue de una estrategia frentista y heterodoxa de los radicales intransigentes, menos purista y más ambiciosa, que supo enfrentar el tabú de la política argentina contra las alianzas partidarias. Naturalmente, Frondizi quería ganar las elecciones y para ello necesitaba los votos peronistas. Pero, además, imaginaba una suerte de camino paralelo, un entrismo, que luego sería intentado desde la izquierda en los años ´70, combinando el apoyo popular con una nueva agenda política. Así, las elecciones del 23 de febrero de 1958 otorgaron la victoria a la fórmula Frondizi-Gómez de la Unión Cívica Radical Intransigente. La oferta electoral desarrollista supo convocar a sectores medios de la población para los que el peronismo había constituido una experiencia traumática pero que no padecían un anti peronismo tan virulento como el que rodeaba a los sectores más conservadores del radicalismo del pueblo.

Esta (Spinelli, 1995) estrategia inclusiva del radicalismo de Frondizi como vía de resolución del conflicto desatado entre el peronismo y el sistema político argentino se vio complicada desde el inicio del gobierno desarrollista por el vehemente gorilismo de las FF.AA., el accionar de la resistencia peronista y por la estrategia personal del propio Perón, que se balanceaba entre la abstención verticalista y el acompañamiento frentista.

Una vez en el poder, Frondizi y su equipo –bajo el tenaz comando de Rogelio Frigerio- lanzaría un ambicioso programa de gobierno. Con medidas simultáneas de enorme gravitación en la economía y la política, la labor desarrollista mostraba un ritmo implacable. En medio de la fase más aguda de la Guerra Fría generada por el problema cubano, la política exterior desarrollista fue inteligente y sofisticada.

Cercado por un contexto peligroso y en un clima internacional crispado, Arturo Frondizi buscó un equilibrio entre la presión hegemónica y las necesidades del proyecto económico, mientras sentó las bases de la integración política con Brasil y desplegó una desprejuiciada diplomacia de equilibrios pragmáticos. Como sostiene Leandro Morgenfeld, “el presidente argentino fue especialmente crítico de la orientación asistencialista de la Alianza para el Progreso (…) y en reiteradas ocasiones reivindicó el respeto a la autodeterminación de los pueblos, la no intervención en los asuntos internos de otros países y la solución pacífica de los conflictos internacionales”.

Desde los primeros 100 días, su mandato exhibió una marcada fragilidad, bajo la inmediatez de las necesidades económicas, la obsesión anticomunista de los jerarcas militares y el asecho golpista de un partido político que décadas después haría del respeto a las instituciones un apotegma: la Unión Cívica Radical del Pueblo.

Arturo Frondizi y Rogelio Frigerio
Arturo Frondizi y Rogelio Frigerio

Los juegos imposibles del pianista polaco

Su gobierno -imbuido de un estilo moderno y heterodoxo- avanzó sobre nuevas agendas, abriendo un debate tras otro (inversiones extranjeras, educación privada, autoabastecimiento energético), en base a un articulado esquema de toma de decisiones coordinado desde La Usina, un grupo de intelectuales que asesoraban a Frondizi bajo la coordinación de Frigerio.

En el centro de todas las miradas estaba la figura enigmática de un presidente circunspecto y aparentemente ajeno a la crisis, que giraba frenética a su alrededor, un político distinto cuya displicencia hizo enojar a un aguerrido militante, quien, con su vozarrón, reclamó: “¿Cómo vamos a votar a un político que parece un pianista polaco?”.

A pesar de la enorme amenaza militar en su contra, Frondizi cumplió con su promesa de devolver los sindicatos al movimiento peronista y limitó la proscripción del partido justicialista, aunque sin eliminarla. Sin embargo, las huelgas obreras, las protestas estudiantiles, el auge de la resistencia peronista y una serie de atentados llevaron a la facción más antiperonista de las FF.AA. (encabezadas por Carlos Severo Toranzo Montero) a exigir la aplicación de la ley marcial y la pena de muerte.

El gobierno, presionado, aplicó el Plan Conintes, que reprimió brutalmente la protesta popular, pero evitó ejecutar las medidas más extremas que exigían las Fuerzas Armadas. Frondizi, que ya era un traidor para la izquierda, un comunista agazapado para la derecha, un cómplice del peronismo para las FF.AA., se convierte así para la resistencia peronista en un represor. Aunque en su campaña electoral, en su agenda política cotidiana y desde el mismo discurso de asunción (Mensaje para 20 millones de argentinos) intentó una salida política que logre superar el clivaje peronismo/anti-peronismo, Frondizi no logró prevalecer en el (Guillermo O´Donnell dixit) juego imposible de la política post peronista.

La política -como ahora, mientras escribo estas líneas- se había vuelto temerariamente interméstica: lo que había sido una elegante y lejana diplomacia devino parte de la desapacible agenda política interna. Los desafíos autonómicos desarrollistas sólo aumentaban la obsesión anticomunista de los jerarcas militares, entusiastas del alineamiento hemisférico. El fanatismo antiperonista, finalmente, encontró su límite: en las elecciones parciales para legisladores y gobernadores, el neoperonismo ganó diez de las catorce gobernaciones, entre ellas la de Buenos Aires. Para frenar lo inevitable, Frondizi cambió el gabinete e intervino esas las provincias. Pero ya era tarde.

Luego de intensas maniobras para detener el golpe, prefiriendo ir preso que renunciar y evitando que un militar asuma el poder (el General Raúl Poggi), el mismo Frondizi diseña un gambito final, coordinando con políticos leales y miembros de la Suprema Corte un mecanismo sucesorio legalista e inesperado, para que el Presidente del Senado, José María Guido, asuma la presidencia tras su destitución.

Frondizi permanecerá detenido un año en Martín García, para luego ser alojado en un hotel en Bariloche. Hará muchas cosas en las tres décadas posteriores a su derrocamiento, incluyendo apoyar el regreso de Perón en los 70, organizar otro frente político (Frecilina-Frejuli) con el justicialismo, conformar la Multipartidaria en los 80, enfrentarse en solitario con los militares por la recuperación de las islas Malvinas y deslizarse hacia irredimibles posiciones ultraconservadoras al final de su vida, en los 90.

Atravesada por las paradojas de la historia política argentina, la figura de Frondizi sigue atrapada en una imprecisa realidad paralela: la clase política admira su coraje político, los historiadores afirman que fue un notable intelectual y los expertos coinciden que tanto su programa económico como su estrategia diplomática eran muy acertadas.

Pero –salvo homenajes mínimos- no hay monumentos que lo recuerden. Su muerte –el 18 de abril de 1995- pasó tan desapercibida que no se conocen sus causas. El bastón y la banda presidencial que donara al museo de la Casa de Gobierno, desaparecieron en una remodelación.

Sesenta años después de esa soleada mañana de marzo, en algún universo paralelo, quizás Frondizi siga allí, en ese auto negro, rumbo a la historia, arrojado al destino por fuerzas que no puede controlar, sonriendo con melancolía, acomodando la delgada corbata sobre su camisa impecable, sabiendo –en fin- que tiene razón, pero que eso, en la Argentina, no parece suficiente.

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