En la producción cinematográfica Bananas el dictador de turno desde el consabido balcón se dirige -como es habitual- a los alaridos al pueblo hispanoparlante en un clima de guerra contra todo lo sensato y espeta que “desde ahora en este país el idioma oficial será el sueco” lo cual deja estupefacta a la audiencia que desde tiempo inmemorial se ha comunicado en español. Esta estupidez ilustra las repetidas recetas del populismo vernáculo que una y otra vez se repiten con una monotonía que harta al más paciente, pero siempre para satisfacer la glotonería del poder de quienes están ubicados en el centro del monopolio de la fuerza que denominamos gobierno.
Personalmente me resulta una faena de un tedio difícil de describir el tener que repetir advertencias sobre el fracaso rotundo del estatismo. Este año cumplí cincuenta y cuatro años en la cátedra (en 1968 inauguré con Finanzas Públicas) donde entre otros temas analizo los efectos nocivos del estatismo en diversas áreas pero el reiterarlas en mis notas periodísticas porque se aplican con machacona insistencia me parece algo inverosímil y difícil de digerir. Por eso es que la mayoría de mis textos apuntan en nuevas direcciones y pretenden explorar nuevos paradigmas, sin embargo a cada rato hay que intercalar lo mismo pues el capricho estatista irrumpe con renovado entusiasmo sobre sus encendidos fiascos.
En esta ocasión muy brevemente volvemos sobre un quinteto bastante desgraciado por cierto: las retenciones, las mal llamadas empresas estatales, una peculiar noción del ajuste, los controles de precios y el desconcepto sobre la inflación.
En primer lugar dado que en nuestro medio se acaban de anunciar retenciones para productos que exporta el campo, es menester aclarar de entrada que la palabra “retención” de un tiempo a esta parte está muy mal empleada puesto que denota algo transitorio que se devuelve luego de haber sido circunstancialmente retenido. Pues no hay tal. En realidad se trata de un impuesto más que se adiciona al fárrago de cargas fiscales sobrepuestas, lo cual naturalmente ahoga al contribuyente al tiempo que desalienta la producción y premia a los expertos tributarios que de no existir la maraña de dobles y triples imposiciones podrían dedicarse a actividades útiles.
En segundo término, nos referimos a la mal llamadas empresas estatales porque una empresa tiene la característica de arriesgar capital propio de modo voluntario y no arriesgar recursos de otros por la fuerza, esto es más bien un aparato infernal y no una empresa. Si además estos aparatos son deficitarios, monopólicos y prestan pésimos servicios la situación no puede ser peor. Pero aun sin estos esperpentos la asignación de los siempre escasos factores productivos se destinan a campos que la gente no hubiera asignado (si el aparato estatal hace lo mismo que las personas hubieran elegido, no tiene sentido la intervención con los consiguientes ahorros de honorarios). Por último en esta línea argumental, si se dice que hay que hacer excepciones con áreas antieconómicas puesto que ningún privado las encarará, es de gran importancia subrayar que en la media en que se encaran proyectos antieconómicos se derrocha capital y consiguientemente se contraen salarios e ingresos en términos reales, es decir, se incrementa el empobrecimiento y por tanto se expanden las zonas inviables.
Tercero, el concepto del tan ajetreado ajuste. Es muy curioso —cómico si no fuera dramático— que se considera un maldito ajuste cuando se propone reducir el gasto público contraproducente que atenta principalmente contra el nivel de vida de los más vulnerables puesto que es la forma más contundente de alejar y dañar las inversiones que constituyen la única causa de incrementos salarios en ingresos en términos reales. Sin embargo, al contrario de toda razón razonable se estima que no es un ajuste el incrementar el antes referido peso tributario que es precisamente lo que destruye la producción y es un atentado directo a los salarios de todos pero de modo especial a los más necesitados.
Cuarto, los tan recurrentes precios máximos con el agregado de la amenaza de la soviética “Ley de abastecimiento” como si resolvieran problemas del costo de la vida en lugar de percatarse del agravamiento de la situación. Como tantas veces se ha dicho, hay entre muchos en la materia un libro titulado 4000 años de controles de precios y salarios. Cómo no combatir la inflación de Robert Schuettinger y Edmund F. Butler, sin embargo se persiste en el experimento con rasgos de histeria similares al can que en círculos pretende morderse la cola.
El precio máximo por definición se impone a un nivel inferior al de mercado por lo que invariablemente se suceden consecuencias malsanas. Irrumpe una demanda adicional debido a que el precio es menor al de mercado lo cual conduce al desabastecimiento, es decir, un faltante artificial debido a que por arte de magia no se incrementa la oferta. No solo eso sino que esa oferta de contrae debido a dos factores: en primer lugar porque los productores menos eficientes, los que cuentan con un margen operativo reducido son barridos del mercado y en segundo término porque muchas inversiones son artificialmente atraídas a otros sectores debido a la posición relativa de los beneficios de otras áreas. En otras palabras, el antedicho faltante se agudiza a pesar de las sandeces de cargar las tintas contra “el agio y la especulación” sin comprender que toda acción humana es especulativa en el sentido que el sujeto actuante conjetura que estará en una mejor posición después de haber llevado a cabo el acto (yo estoy ahora especulando con que esta nota resulte clara).
Por último el tema más largo y jugoso: la manifestación de ignorancia supina al apuntar a causas de la inflación fuera de la manipulación monetaria. En realidad los economistas recurrimos al término inflación que oculta su verdadero sentido, a saber una estafa perpetrada por el gobierno.
Para comprender bien este fenómeno conviene ahondar una vez más en las raíces de la inflación. Se suele decir que es “el aumento general de precios” lo cual es constituye un error mayúsculo por dos motivos. Primero, si los precios aumentaran todos no habría problema con este fenómeno ya que no habrían distorsiones entre ingresos y precios ya que el salario es un precio. No habría problema en que los precios y los salarios se incrementaran al cincuenta por ciento anual, mensual o diario. Eventualmente habría que transportar el dinero en carretillas, habría que modificar las columnas en los libros de contabilidad y los dígitos en las calculadoras pero como decimos no habría desequilibrios entre precios e ingresos.
En segundo lugar la inflación no está referida al movimiento de precios es la expansión monetaria por causas exógenas su causa y su efecto es la distorsión en los precios relativos, lo cual causa las tremendas angustias debido a los desequilibrios entre precios y salarios. La expansión monetaria (o la contracción) debido a causas exógenas van tocando distintos sectores en distintos momentos lo que altera los precios relativos y, como es sabido, los precios constituyen los únicos indicadores para saber cómo operar en el mercado por lo que su distorsión indefectiblemente conduce a consumo de capital y como las tasas de capitalización son a su vez la causa del aumento de salarios e ingresos en términos reales, estos inevitablemente se contraen, en otros términos, la inflación conducen a la pobreza.
También es frecuente en la parla convencional afirmar que la inflación se genera por expectativas, por subas en los costos o por el incremento en el precio de algún bien estratégico. Pues ninguna de estas tres conclusiones es acertada. Si hay quienes suben precios debido a expectativas de inflación pero que no es convalidada por expansiones exógenas de dinero, deberán bajar esos precios si quieren evitar una contracción en las ventas. Si suben costos de ciertas mercancías no por ello pueden trasladarse a los precios sin que mermen las ventas. Siempre el comerciante venderá al precio más alto que pueda (igual que los que obtienen salarios pedirán lo más que las circunstancias permitan), lo cual no significa que le sea posible cobrar el precio que desea, es el que le permite el mercado. Por último, si sube el precio de un bien (por más que se considere estratégico) habrá dos posibilidades: si la gente desea consumir la misma cantidad del bien en cuestión tendrán que bajar los precios de otras mercancías, de lo contrario se prefiere consumir lo mismo de los otros bienes disminuirá la venta del producto que elevó su precio.
Es de una enorme trascendencia tener presente que en un mercado abierto de dinero como el que plantearemos más abajo, no se traduce en que la cantidad de moneda sea constante. La cantidad dependerá de la utilidad marginal de la unidad monetaria, igual que con otros bienes y servicios. Y cuando la gente valora más el dinero y consecuentemente su oferta aumenta nada tiene que ver con la inflación puesto que se trata de expansión endógena. No es una alteración del sistema sino que se expresa los gustos y preferencias de la gente.
Ahora vamos al tema de fondo. En vista que todas las llamadas autoridades monetarias y todas las épocas han perjudicado el signo monetario, debemos pensar cómo salir del marasmo. No se trata de contar con reguladores y manipuladores buenos, se trata de desprendernos de ellos tal como lo han sugerido premios Nobel en economía como Friedrich Hayek, Milton Friedman, Gary Becker, James Buchanan, George Stigler y Vernon Smith.
El asunto consiste en percatarse que todo banquero central está embretado entre tres posibilidades: a qué tasa emitir, a qué tasa contraer o dejar la base monetaria inalterada. Pues a través de cualquiera de los tres canales elegidos se estará distorsionando los precios relativos respecto de la situación en la que la gente hubiera podido elegir. Y si suponemos que en la banca central está la bola de cristal y consecuentemente se procede según lo que la gente hubiera preferido no hay razón alguna que justifique la intromisión con ahorros en gastos administrativos, pero por otra parte la única manera de saber que es lo que la gente hubiera preferido respecto a los activos monetarios es dejarla actuar.
Tal vez el mayor fetichismo del momento sea la supuesta necesidad de manipuladores monetarios, incluyendo la sandez de referirse a la soberanía monetaria que no se diferencia de una supuesta “soberanía de la zanahoria”. Todo está montado para que los aparatos estatales succionen el fruto del trabajo ajeno junto con la presión tributaria y el endeudamiento gubernamental. El espíritu conservador en el peor sentido de la expresión no permite despejar telarañas mentales y salir de la prisión del statu quo.
Si se preguntara qué cantidad de moneda debe haber es igual a preguntarse qué cantidad de papas debe haber. La elección de la moneda no será de un bien cuya existencia sea demasiado abundante pues no resulta cómodo pagar el medio de transporte con mil millones de algo y tampoco será un bien cuya escasez sea muy marcada pues no es expeditivo pagar con varios ceros antes de la coma que ubica los respectivos decimales.
Como queda dicho la historia monetaria finalmente luego de un período de selección prefirió el oro y la plata. No puede anticiparse cuál será la moneda del futuro y tampoco es necesario. No sabemos si será una canasta de monedas, si será esta o aquella mercancía o si será digital (a pesar de lo controvertido de esto último debido su incompatibilidad con el teorema de la regresión monetaria). Lo que sí se puede anticipar es que la eliminación de curso forzoso y la banca central permitirá elecciones que tiendan a proteger ahorros y que el saqueo sistemático no tendrá lugar.
En todo caso tengamos en cuenta que la tendencia a indexar como una medida que supuestamente corrige los males de la inflación no es relevante pues sube los precios de modo uniforme según un índice como si los precios fueran afectados de la misma manera, lo cual hace que se ubiquen a niveles más altos en valores absolutos pero la distorsión naturalmente se mantiene.
Ha sido frecuente la receta de emitir a un ritmo constante según el crecimiento de la economía “para que los operadores sepan a qué atenerse y la expansión se sustente en la tasa que revele el producto bruto interno”. Esta apreciación es equivocada por dos razones. En primer lugar los operadores no sabrán a que atenerse pues, como hemos reiterado, los precios no se mueven al mismo ritmo. En segundo término, si la expansión se sustenta en el indicador del producto esto hará, por ejemplo, que se anule el crecimiento de las exportaciones debido a la disminución de precios debido al mayor crecimiento, se contraigan las importaciones y una serie de cambios que no se sucederán debido a que la expansión los anuló.
Para finiquitar la inflación se torna imperioso eliminar la banca central y el curso forzoso en un contexto de reforma bancaria que deje sin efecto el sistema de reserva fraccional actualmente imperante. Es de desear que nuestra política no remede más las producciones hilarantes de Woody Allen… En líneas generales ochenta años de ensayar lo mismo es más que suficiente.
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