El diputado Máximo Kirchner lanzó ayer una crítica reñida un poco con la historia. Lo hizo durante los actos que recordaron, para repudiarlo, el golpe militar del 24 de marzo de 1976. Los yerros históricos acaso se justifiquen en la gente joven. El diputado nació el 16 de febrero de 1977, once meses después de instaurada la dictadura, y tenía apenas seis años cuando la campaña electoral de 1983, que llevaría a la recuperación de la democracia.
La juventud puede que sea una disculpa. De todos modos, siempre es bueno recordar que ninguno vino con Cristóbal Colón y todos sabemos algo del descubrimiento de América.
Kirchner dijo ayer, en su folklórica recurrencia a despreciar a la Capital Federal y a sus votantes, que no eligen kirchnerismo: “A veces vemos que la Ciudad tiene tendencia a votar a aquellos que quieren ocultar lo que hizo la dictadura”.
El diputado conduce, o acaso lidera, una agrupación, La Cámpora, inmersa en la política argentina y, por estos días, inmersa también en la feroz interna que sacude al gobierno que él integra como diputado y su mamá como vicepresidente de la Nación. Interna que sacude y sumerge a la sociedad en la incerteza.
Sus asesores, que seguramente los tiene, deberían explicarle que fue precisamente el peronismo de 1983 el que intentó negar los crímenes de la dictadura que hoy repudia con fervor el joven legislador. Fue la fórmula presidencial del PJ, integrada entonces por Ítalo Luder y Felipe Bittel, la que se negó a descalificar siquiera la famosa ley de autoamnistía dictada por el poder militar en retirada, interesado como estaba en ocultar no sólo la eliminación de miles de detenidos, sino también el delirante propósito de uno de aquellos centuriones, el almirante Emilio Massera, de utilizar la mano de obra esclava sepultada en los sótanos de la ESMA, para pergeñar un partido político que le permitiera competir por la presidencia de la Nación. Como si la política pudiera surgir de las mazmorras. Esto es sabido y el diputado Kirchner no puede ignorarlo. Ayer marchó precisamente desde la ex ESMA hacia la Plaza de Mayo. Si lo ignora, es grave. Si lo sabe y no lo admite, es peor.
Es verdad también que un chico de seis años, como tenía el joven Kirchner en 1983, bien puede ignorar evidencias tan claras; incluso las que mencionaron los contactos del entonces jefe del Ejército, teniente general Cristino Nicolaides, con el líder metalúrgico Lorenzo Miguel en busca de un acuerdo de convivencia a futuro, si triunfaba el PJ en las elecciones de octubre de ese año. El metalúrgico es un gremio en el que, según las versiones, La Cámpora ha hecho pie esta misma semana. Kirchner haría bien en conocer su historia, por más que acaso no le sea del todo grata.
Pero aquel chico de seis años en 1983 era hijo de dos figuras políticas de peso en Santa Cruz, que habían recalado en aquella provincia desde la violentada ciudad de La Plata, en manos del poderoso y temible general Ramón Camps. Ayer, la mamá del diputado, y vicepresidente de la Nación, dijo sobre una joven desaparecida de entonces: “Podría haber sido yo”. Cierto o no, y más allá de la tendencia de la vicepresidente de protagonizarlo todo, el hogar de los Kirchner era político, partidarios y consciente de la gran tragedia argentina. Es dudoso que el chico Kirchner no se haya enterado de nada. Algo tienen que haberle contado.
Aquella decisión del peronismo de tender a olvidar la época más oscura de la Argentina contemporánea, estuvo siempre dictada por la certeza del PJ de su triunfo electoral en 1983. Certeza que se diluyó poco a poco y que se transformó en doloroso golpe luego del triunfo del radical Raúl Alfonsín. Esto no puede saberlo el joven Kirchner, pero quienes ya entonces éramos periodistas, supimos de primera mano la enorme desazón, la paralizante desolación que vivió entonces el peronismo derrotado. Son cosas que pasan.
En tren de asesoramiento, sus allegados deberían revelarle al diputado Kirchner, o recordarle si es que lo sabe y lo olvidó, o sugerirle que no lo olvide si elige no recordarlo, que fue el peronismo de 1984 el que se negó a integrar la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), creada por el gobierno de Alfonsín para echar luz donde no la había. Participaron de ella las diferentes corrientes políticas de entonces, de signos diferentes, mayoritarias o no: todas, menos el PJ.
Aquella comisión, como seguramente sí sabe el diputado Kirchner, desarrolló un trabajo excepcional y minucioso, tanto que ni siquiera merecía la vana corrección que años más tarde hizo el presidente Néstor Kirchner a aquel documento fundacional de los derechos humanos en la Argentina moderna que se llamó “Nunca Más”. Fue ese documento, y la tarea de la CONADEP los que sirvieron como base para enjuiciar a los jefes militares de las tres primeras juntas de gobierno de la dictadura.
Por último, el joven Kirchner ya era un adolescente de trece años cuando un presidente peronista, Carlos Menem, y por lo que fuere, dictó el indulto a los militares condenados en 1985: a los jefes de las juntas y a los oficiales enjuiciados luego, a raíz del famoso Punto 30 de la sentencia de la Cámara Federal, decisión que el papá del diputado corrigió cuando fue presidente.
Acusar a los habitantes de una ciudad de favorecer los delitos de la dictadura, suena más a despecho que a verdad. La ciudad vota como vota, más allá de que entre sus habitantes vivan quienes repudian el golpe de 1976 y quienes lo justifican. El despecho nunca fue buen consejero político.
Si Kirchner no sabía nada de esta historia reciente de la Argentina, es difícil de creer, debería estudiarla un poco más antes de largarse a proclamar afirmaciones sin sustento.
La ignorancia es muy dañina, y también mala consejera política. Hay que luchar contra ella. Exhibirla, no obra como antídoto.
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