No sé por dónde empezar. Un poco porque no es mi lugar. Otro porque todos los caminos parecen resbaladizos. Gracias a ellas mismas, a los años de lucha y a sus hermosas diosas paganas –que seguro sean muchas, pero pienso en las obvias, como Lohana Berkins y Diana Sacayán–, el colectivo trans tiene hoy voces potentes y articuladas para defenderse solo, y entonces lo que tenemos que hacer desde los feminismos es acompañar. Ni más ni menos que eso.
Pero al mismo tiempo es importante que en un momento en que pasa algo tan grosero, tan burdo, como que se hable por televisión de “privilegios” al mencionar a uno de los colectivos que han sido históricamente más postergados, quienes no somos parte les digamos a cada una de esas personas “acá estamos, no están solas”, y que sepan que si hay espacio para discursos como el de Amalia Granata, del otro lado no sólo estamos los feminismos, sino que hay miles de cabezas que cambiaron con esfuerzo y hoy entienden –o comienzan a entender con y por el amor que les tienen– que la garantía de un derecho tan fundamental como la identidad no puede ponerse en jaque livianamente en el magazine de la mañana.
La mirada del cambio es, por ejemplo, la de quienes miran y admiran a Flor de la V, y han seguido su evolución a través de los años, de la artista del teatro de revista a la activista capaz de darle una respuesta tan contundente como conmovedora a la diputada provincial de Santa Fe: “No hay estadísticas porque claramente no formamos parte de esta sociedad. A nosotras nos cazaban”, dijo la conductora de Intrusos.
Desde la semana pasada, Granata insiste en los medios para instalar una idea que es propia de la plataforma ultraconservadora con la que llegó a su banca en la Legislatura santafesina desde la boleta del PRO y que también encuentra eco entre varios de los libertarios que accedieron al Congreso Nacional en las últimas elecciones legislativas y que se basa en la restauración de los valores familiares tradicionales. Su planteo en este sentido es absurdo y violento, pero lo pronuncia ante una interlocutora –Carmen Barbieri– que apenas si asiente, como si fuera una gracia. Al día siguiente, Barbieri pedirá perdón, pero a los fines de sembrar su discurso, el efecto está cumplido: todo se banaliza, el mal se banaliza.
“¿Qué derechos quieren ampliar, si ante la ley el hombre y la mujer somos iguales? ¿Por ser trans tener un privilegio y tener otro derecho? [...] Ingresan proyectos para darles más derechos a los trans (sic), o porque son trans darles viviendas gratis, o pagarles desde el Estado el tratamiento de hormonización… Sos trans, no tenés ninguna incapacidad para ir a trabajar, podés hacerlo tranquilamente”, se escucha decir a Granata por zoom en un pasaje de la entrevista con Barbieri, que agrega que “los trans les pagan sólo por serlo”.
En un segmento que se convirtió en el escándalo mediático de la semana y fue repetido hasta el cansancio en las redes así como en noticieros y programas de espectáculos, la periodista, modelo y legisladora también asegura, entre otras cosas, que la falta de acceso a empleos de calidad se resolvería con que las personas trans “se pusieran a estudiar”.
Es todo tan tremendo, que en el camino hubo quienes la pusieron en tela de juicio a ella. Pero por supuesto no importa con quién se acostó Granata. Está muy mal contarle los amantes a ella o a cualquiera, y de hecho sería muy poco feminista hacerlo. La vi esta semana relatar indignada que alguna vez alguien mostró su calendario de ovulación para demostrar que su pareja no era el padre de su hijo. Es espantoso y yo me solidarizo con ella. Y de todos modos, nada de eso le da derecho a avasallar los ajenos.
De la Ve, al igual que Franco Torchia –que como bien marcó esta semana desde Infobae el periodista Rodrigo Duarte, se ha convertido en los últimos años en una de las voces más lúcidas y claras de la ampliación de derechos LGTB+– no dudaron en enmarcar los dichos de Granata en lo que se conoce como discurso de odio. Y tienen razón: la legisladora santafesina llama intencionalmente a esas personas con pronombre masculino y las estigmatiza por TV como si la salvaje discriminación que sufren en sus vínculos –incluyendo el laboral– fuera su propia responsabilidad, y al hacerlo, reproduce esa discriminación.
Sobran ejemplos –y demasiado recientes– de ese horror que persiste: Tehuel de la Torre es un chico trans de 22 años al que vieron por última vez el 11 de marzo de 2021 cuando fue a buscar trabajo de mozo en Alejandro Korn. El hombre que se lo ofreció es uno de los sospechosos por su desaparición, de la que hasta el momento no hay más datos que su ropa y su celular quemado. Acaba de cumplirse un año sin Tehuel.
La cordobesa Celene “Nati” Colantonio fue encontrada sin vida esta semana en su casa de Mina Clavero. Fue la primera menor en cambiar su identidad de género en esa provincia –”Era menos difícil cambiar mi cuerpo que mi mente”, decía– y se transformó en un símbolo de la lucha del colectivo, y en especial de las niñeces trans en toda la Argentina; se cree que se trató de un suicidio. Tenía 31 años.
“En mi barrio y en mi país, una persona que viola las leyes es una delincuente. Si violás las leyes, estás funcionando como delincuente”, denunció el viernes último Torchia sobre el discurso de Granata en el programa Todas las tardes, que conduce Maju Lozano por Canal 9. Específicamente dijo que, con sus expresiones, la diputada provincial había violado la Ley Nacional de Identidad de Género y la Ley contra la Discriminación sancionada por la Legislatura porteña en el 2015, además de los pactos preexistentes en la Constitución Nacional y los pactos internacionales “que rigen el respeto a los Derechos Humanos”.
El lunes de esta semana, Granata anunció que demandaría a Torchia por calumnias e injurias. Es casi de manual que alguien que dice que personas que son sistemáticamente discriminadas y cuya expectativa promedio de vida no supera los 35 años en virtud de la violencia y los abusos a los que se exponen desde que asumen su identidad, en gran medida por rechazos que discursos como el de Granata sólo acrecientan, responda con una demanda por calumnias.
Es casi de manual también que responsabilice a quienes padecen esos abusos: lo hemos visto en muchísimas crónicas donde se habla de la “pollerita corta” de la víctima. Acá no hay diferencia; mandarlas a trabajar, decirles que estudien, que todos somos iguales, mezclar el derecho a la identidad con la educación, la inseguridad o el hambre en el magazine de Carmen como si fueran transaccionales, es una revictimización pública y no es inocente. De eso hablamos cuando hablamos de discurso de odio. Y es lo que sigue costando vidas de jóvenes como Tehuel y Nati.
Me quedo con las palabras de Torchia en Infobae: “Por suerte ahora hay fuerzas para contrarrestar a los que quieren amedrentar a las minorías. ¿Quieren terminar con el Estado de Derecho? Bueno, que lo digan claro y den esa discusión”.
Me quedo también con el abrazo que le dio a Torchia Maju Lozano el martes en el cierre de Todas las tardes, porque lo sentí como el abrazo de tanta gente que hoy entiende, que hoy empieza a entender con amor, gracias a personas como él o como Flor y tantas otras que dan la discusión con valentía. Porque los mismos espacios que pueden usarse para la banalización o para el odio son los que sirven para la discusión que suma al otro día. Y en ese lugar, que no tengan dudas los que pretenden un retroceso, es donde asoma el arcoiris.
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