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Sí, el país, sus encargados de gestionarla –cada uno sabe cómo y de qué manera en la tempestad de confusión y desconcierto que parece acelerarse– se ha aproximado a la Federación Rusa, a Putin. Los contactos personales vienen desde hace un buen tiempo, para sorpresa de un observador despegado de la realidad sin un paquete de dogmas a la mano.
Hubo llamados por teléfono, la visita a Moscú cuando la decisión de invadir Ucrania estaba cantada, con muchos miles de soldados en la frontera, provista de un séquito difícil de calificar sin ofensa. El Presidente miró a los ojos a Putin y pidió ser la puerta de América Latina abierta para Rusia. Putin apenas contestó, o si lo hizo fue en un plano de gran reserva. No se sabe. Y, la probabilidad es alta, los visitantes no estuvieran del todo al tanto de que con el fin de la Segunda Guerra Mundial los ganadores reales fueron los Estados Unidos y la Unión Soviética.
Aquella Rusia dejó 25.000.000 millones de muertos en el desastre.
Rusia, antes y después de los soviets un país sin iluminismo, sin Freud (es una referencia, no una calificación ni una descalificación), con un sistema de servidumbre que recién en el XlX por el zar Alejandro ll se abolió, aunque se extendió con lentitud hasta la libertad de los siervos que pertenecían a los terratenientes para mantener alto el valor de la propiedad y evitar que los siervos se desplazaran.
La Revolución, la guerra civil, la consolidación imperial del comunismo real, la dictadura –“El izquierdismo es la enfermedad infantil del comunismo”, dijo Lenin en el Segundo Congreso, como si dijera “agarrate”– terminó con el derrumbe después de setenta años y la gran porción adjudicada en Yalta. El dolor de ya no ser, cuesta abajo, es la gasolina de la guerra de invasión y exterminio a Ucrania y la posibilidad de un conflicto mundial.
Con la Guerra Fría, en América Latina la inteligencia soviética consiguió mejores que la norteamericana y el ‘Yanqui, go home!’ fue un éxito. Las intervenciones norteamericanas lo impulsaron, mientras la brutalidad soviética en el Este de Europa era una manera lejana y en general aprobada: el comunismo argentino alcanzaba para mostrar bíceps en el idioma político. Era suficiente con llamarlo “el Partido”. Muy importante, unida a gran actividad umbilical con Moscú sobre todo durante Stalin y sus crímenes selectivos, paranoicos o masivos –siete millones de seres muertos por hambre en Ucrania, por ejemplo–, está en actividad y es legal. Muchísimos amigos y compañeros del colegio compartimos juventud y amistad con integrantes de ‘la Fede’, la Federación Juvenil Comunista. No pocos de ellos –¡hombres y mujeres, sí!– iniciaron su vida política y se dirigieron más tarde a mantener el estalinismo o a emigrar hacia otra posiciones. Mucho es muchos.
Con la llegada del entonces coronel Perón y el golpe militar que integró y cambiaría la Argentina, para algunos pongamos historiadores y panegiristas por causa del hastío del pueblo, hubo ciertas modificaciones. El PC se integró a una manifestación imponente en ciernes formada por la Unión Democrática, en una alianza que integraba junto con los conservadores. El 17 de octubre adelantó la mano, y el caudillo se impuso: un hombre de inteligencia innegable, iba a convertirse en su primera presidencia. Armó una estructura de difusión, propaganda y estrategia distributiva fortalecida y apoyada por los sindicatos con un poder autoritario que incluía un partido y un congreso como elementos de empleo del movimiento, lo esencial y estratégico.
Y hasta ahora. Hay razones, sin pretensión al respecto como un aserto sin discusión, que una parte de la sociedad argentina prefirió y prefiere un modo vertical, inapelable, por cuenta de quienes se sienten naturales del poder: “Me das tu libertad y yo me encargo de tu responsabilidad”. El desprecio por la democracia liberal (no desde una perspectiva partidaria, sino histórica, con su división de poderes independientes) y progresista en serio, está muy arraigado.
Clavada como una estaca y con refresco de fanatismo más ignorancia –la democracia es Atenas, es Occidente, no solo y después revolución francesa– esa convicción ideológica y emocional está delante. Juzgada mero reformismo y burguesía, hay una fuerza constante de desprecio y encono. Un camino largo y minado está preparado en este tiempo para aprobar el ataque metódico y salvaje emprendido por Putin, sostenido como amortiguadores por los compatriotas que están de acuerdo con una guerra que apunta a los civiles como blancos elegidos en la propuesta: podemos verla como ninguna antes, por televisión.
Hace horas, en un bar de shopping una amiga decía a otra: me apenan los ucranianos, pero detesto demasiado a Biden. Puede multiplicarse por miles y miles. Lo dicho: el odio a los Estados Unidos y la convicción con refuerzo en los 70′ de que la democracia ha sido superada casi al mismo tiempo en que debe ser reemplazada por elegidos y mesías que habrán de surgir del nacionalismo cerril, la conversión al antisemitismo, la preferencia por déspotas. El Presidente no asistió al aniversario de la Embajada de Israel como una extraña señal. Tal vez no haya sido racismo, pero aportó a un crimen impune. Hay un test fácil: quién pregunte cuál libertad, qué clase de libertad, libertad para quiénes, resulta antidemocracia.
Libertad se expresa sola y es la palabra de mayor belleza de la lengua. La palabra del Himno. La palabra de las rotas cadenas. La posición del gobierno nacional con sus meandros en apoyo a la Rusia de Putin suena como una sirena. La numerosa cantidad de argentinos sin disimulo a la hora de optar por el agresor – un ataque que calca como el del Tratado de Versalles con su castigo a Alemania después de la primera guerra mundial alumbrado luego por Hitler– y lo que Putin entiende como una parte del planeta expropiado, puede parecer de pronto una rareza el amorío desde la mirada democrática. Pero no.
De otro modo, ¿es realmente, algo a dar por descontado que la Argentina es un país democrático? Disculpen, he hecho una pregunta ¿Sería mucha molestia contestarla, por favor?
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