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Durante la Unión Soviética no se llamaron oligarcas. Con responsabilidades en el sistema totalitario y planificado con objetivos a lograr -aún a costa de trabajo forzoso y una despiadada ingeniería humana- tenían grandes privilegios si conseguían no ser borrados del sistema (y de las fotos, que se eliminaban en las oficiales cada tanto). Eran los miembros de la Nomenklatura.
Después de setenta años y del desastre de Afganistán (1978-1992) el imperio ruso soviético mostró su brecha al intentar montar un gobierno satélite y enfrentarse a los muyahidines, entonces con apoyo de países musulmanes y, las cosas cambian veloces, Estados Unidos con auxilio decisivo desde lejos. El gran oso era muy pesado y artrítico.
Hizo un ruido planetario al caer la Unión Soviética. A Vladimir Putin, destacado como agente de la KGB en Dresden, Alemania, lo pilló en calzoncillos. Pidió auxilio y pelear, pero Moscú no contestó su desesperación, su frustración. Era ya Gorbachov, la Glasnost, la transformación necesaria. Nadie le atendió el teléfono. El agente Putin no lo olvidó. No lo olvida.
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Entre Gorbachov y Yeltsin, piedra libre. El gran desorden y las oportunidades de quienes vieron la ocasión de asaltar una parte del estado burocrático, inapelable. La alternativa estaba servida. Mientras Putin urdía con paciencia y sagacidad un orden conservador, capitalista a su manera, imperial capaz de reconstruir lo perdido, crecieron los oligarcas. La repartija del naufragio soviético hizo millonarios casi irreales,
Abramovich, hoy de 56 años y siete hijos, empezó con los 2000 verdes que recibió de regalo al casarse, y puso pequeñas empresas privada, prohibidas aún pero con los tornillos a tiro de soborno y lubricante. Nacido en una familia judeorusa, la madre murió cuando tenía 18 meses y no poco más tarde el padre en un accidente de construcción. Se hizo cargo un tío, pero no evitó pasar por dos orfanatos. Se movió rápido, en inversiones mayores y –amigos son los amigos- se aproximó a la cima: llegó a ser alojado en uno de los departamentos del Kremlin, ya el de Putin, formó la petrolera Sibneft en 250 millones y consiguió vender el 76 por ciento al Estado ruso en 3.300, en puja con una empresa china que fue apartada a empujones y roscas de palacio. El alegre Roman ya era un oligarca como la gente. Su patrimonio se mide en bastante más de 15 mil millones de dólares, 60 en la lista Forbes. No fue solo el petróleo, sino también el aluminio con una empresa puntera en el mundo. Y, bueno, todo tipo de asuntos que se desconocen aunque es más que probable que Putin no los ignore y que ese club de millonarios que Abramovich integra son sus socios. Para una comisión del senado norteamericano, Vladimir Putin es el hombre más rico: 100.000 millones de dólares o su equivalente a cualquier otra moneda potente. Lo tomas o lo dejas, pero en todo caso es razonable que Ucrania no es por la economía ni por ningún patrimonio –digamos así- sino por la revancha y el resentimiento, la amargura sangrante del dolor de ya no ser.
Loco por el fútbol.
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Desde rebenok (niño si lo arrimamos nuestra fonética al ruso) Abramovich soñó con fútbol. Puso muchos porotos para comprar el Chelsea, viejo club inglés fundado en 1905, adorado por sus hinchas y por el deporte en sí mismo. Al pasar, pudo radicarse en Gran Bretaña con una amplia, amable, residencia siempre renovable, una tarjeta sin fin, todo. La alta calidad de la vida allí le sentó de maravillas a nuestro oligarca. Cuatrocientas hectáreas en Sussex, una casa en Kensington, Londres, que no tiene precio y ahora, con el cerco de los riquísimos rusos como sanción a la guerra, puede ser requisada para uso de ucranianos refugiados, la construcción de sus yates. Errantes de puerto en puerto para evitar embargos, tocó Barcelona y no tardó en dirigirse hacia Montenegro. Son varios. El mayor, perla de la flota de Roman, costó 550 millones y tiene 162,5 metros de eslora, más de una cuadra y media, con dos helipuertos, puertas blindadas, radar antimisiles, salones de belleza, piletas y un submarino. Tiene una tripulación constante de 63 marineros, personal de cocina, una capacidad para viajeros invitados de unos cincuenta elegidos.
Loco por el fútbol, fue muchas veces. A los azules del Chelsea, desde su palco, los vio ganar una Champions. Tuvo entrenadores como Mourinho y Ranieri. “Parecía un chico, feliz con el club”. Grandes como Gullit, Gianluca Vialli, Drogba. Puesto por estos días en un fideicomiso, hará lo posible por colocarlo. No puede vender entradas, la tienda de souvenirs está cerrada, se le impide contratar jugadores o transferir otros. Cierta oferta de un grupo saudita, se murmura, está dispuesto a poner no menos de 10.000 millones, que es una plata.
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Oligarca bueno, oligarca malo.
Durante un tiempo fue designado como cabeza de una región rusa helada y desierto, con soledades psiquiátricas y alcoholismo endémico. Hizo un trabajo estimable en educación, salud, comunicación y alimentación con libras de su faltriquera. Con nacionalidad israelí, además de rusa y portuguesa, promueve la lucha contra la difamación y hace donaciones que le merecieron el barrio Abramovich en Tel Aviv, desde donde dirige la iniciativa de reunir a 1.000 adolescentes palestinos e israelíes para entrenar y jugar unidos al fútbol.
Para la corresponsal de Financial Times en Moscú, no puede dudarse acerca de que los oligarcas son topos distribuidos por el factor ruso en el mundo occidental. Veinticuatro horas atrás, Putin reclamó enfurecido que, sin mantenerse junto a su país en lugar de lo que entre nosotros llamaríamos cortarse solos, con sus barcos, sus banquetes, sus “ostras” (dijo), sus expansiones sin reportarse ni ligarse a la Federación rusa, serán traidores, escoria merecedora de expulsarse a escupitajos. Cuidado entonces, que fue muy en serio y mucho furor.
Abramovich tendrá que mantener el cordón umbilical o elegir la jugada peligrosa de lavarse las manos: “¿Yo? Oligarca”.
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