Alberto Fernández se convertirá hoy en el presidente de las tres guerras. Esta afirmación sería de por sí dramática si sólo contáramos las dos primeras. Que en un mismo término de gobierno a un Jefe de Estado le toquen una pandemia global y una guerra al borde de escalar en forma planetaria ya sería una situación extraordinaria. Pero ni esos dos eventos, le permiten del todo al mandatario argentino corporizar su propia tragedia. Ahora, con la frivolización total del término, en medio de una crisis inflacionaria imparable, declararle la guerra a la inflación se ha convertido en un recurso retórico de mal gusto, o directamente en el hazmerreír de todos.
Sólo ayer, subsistían irónicamente en varias señales de televisión -de enfoques totalmente opuestos de la realidad-, la cobertura de la guerra de Ucrania y un reloj de cuenta regresiva para la guerra figurada del presidente contra los precios. Si hay algo imprescindible cuando de disparada inflacionaria se trata, es domar las expectativas. La desmesura y la improvisación han hecho que el anuncio de un plan para combatir el flagelo, no sea tomado en serio incluso antes del anuncio de medidas.
A sólo tres meses de asumir como presidente, Fernández se encontró con el hecho inédito que podía definir su destino como mandatario: una pandemia global como nunca se conoció en la historia, que lo llevó a declarar la guerra a un enemigo invisible, y a lograr consenso y credibilidad en medio de la situación de incertidumbre y miedo para tomar medidas excepcionales que pasaban por encima de toda garantía a las libertades individuales.
Nunca un contexto le permitió tanto a los presidentes democráticos como la plaga del COVID-19. Intervenciones y controles impensados del gobierno en la vida personal y hábitos privados de la gente fueron de pronto aceptados ante el avance de un mal mayor que requería organización y restricciones cuando no había otro remedio para combatirlo que no fuera la medieval idea de la cuarentena.
El presidente argentino malversó absolutamente la popularidad devenida de los tiempos extraordinarios. Su propia chapucería lo hizo perder una imagen positiva de más de 80 por ciento, -récord en democracia-, que había alcanzado en el pico de aquella circunstancia. Enamorado de esos números extendió el encierro de los argentinos hasta lo inaguantable y con mala gestión, provocando un desastre económico y abusando de su poder.
Luego se supo que, en plena cuarentena eterna, hacía fiestas mientras la gente no podía despedir a sus muertos, y que Olivos era un descontrol. Después se robaron las vacunas, y se especuló ideológicamente para favorecer a la rusa Sputnik que terminó cancelada mundialmente por las barbaries de otra guerra.
En silencio salieron a avisar en estas horas que están disponibles dosis de otras marcas para los que necesiten viajar porque la vacuna de Putin, quedó fuera de toda posibilidad de aprobación de la Organización Mundial de la Salud. Paradojas y percances de jugar a la ruleta rusa.
La segunda guerra del Presidente es la crónica de un error anunciado. Cuando ya había aprestos de batalla y cuando más debió haber cuidado las formas ante los EEUU, país primordial para obtener la aprobación de un acuerdo con el Fondo, por tener poder de veto en su directorio, marchó a ciegas y a locas a reunirse con el hombre que pocas semanas después el mundo llama el “Hitler del Siglo 21″, o el nuevo Stalin, por la escala de sus crímenes de guerra.
Para entonces, cuando el presidente argentino se sentó alegremente a proponer que nuestro país, otrora refugio de nazis, fuera la puerta de entrada de Rusia a Latinoamérica, el mundo ya daba por cierto un frente bélico con todos los visos de ilegalidad.
Fernpandez eligió el peor momento para despegarse de los EEUU. Hablarle mal de ese país cuando más lo necesitaba a uno de sus enemigos más encarnizados, y que días después sería el enemigo de la humanidad toda. La desproporción en el cálculo político, concentrado en el chiquitaje de escenificar lealtad para una Cristina Kirchner que ama las autocracias y los autócratas, lo hizo dejar al país en una posición que da vergüenza.
Con el correr de los días, se intentó una vez más esquivar el llamar las cosas por su nombre y llamar la guerra, guerra, y la invasión invasión, hasta que la carnicería de seres humanos y la necesidad, obligaron a reconocer que Rusia era el país agresor y no meramente pedir con un intragable edulcorante que las partes involucradas depongan las acciones emprendidas como si una matanza de semejante proporción pudiera ser enjuagada con eufemismos de segundo de grado de primaria.
Claramente, a este gobierno que no sabe leer, ni escribir, y a veces ni hablar, también le tocaron los albores de una tercera guerra mundial y se quedó en el lado equivocado de la historia. Dios nos libre de rogar por más.
Es en medio de estos dramas encarados con oportunismo y sin seriedad, que el primer mandatario no tuvo mejor idea que declarar la guerra contra la inflación. Con tono ampuloso y en medio de la preocupación generalizada por la suba de precios -especialmente de alimentos-, dijo: “El viernes empieza otra guerra, la guerra contra la inflación”.
¿Cómo lograr lo contrario a un aplauso? Eligiendo lo que el mundo deplora, -una guerra-, para construir una metáfora. Ni pensar en la gravedad de la hora por ambas cuestiones. Es tal el drama de la inflación que renovó miedos atávicos a situaciones como la hiper o el Rodrigazo, pero lejos de la seriedad, el jefe de estado, sólo ofreció los tonos y matices de un sketch de Olmedo.
Ayer nomás, al mencionar la cuestión, el propio Alberto Fernández, parecía no saber ni en el día en que vivía. Y no era un día más. Era el día en que se iba a producir el hito de su presidencia hasta ahora: lograr el acuerdo con el Fondo. Un objetivo que por su propia impericia y sumisión a la vicepresidenta, demoró más de dos años, dejando a la economía del país casi exánime y al borde de una quiebra nunca vista.
Argentina cayó nueve veces en default y de 21 planes con el FMI no cumplió ninguno, pero jamás había cesado los pagos a un organismo de crédito. Llegar hasta aquí fue más que un chiste una vergüenza nacional en términos de gestión. En los prolegómenos del otoño, el país se prepara ahora, para los anuncios de la tercera guerra del Presidente.
Esta Costa Pobre en que nos hemos convertido, al menos no ha perdido la capacidad de tomarse las cosas a broma y también reírse. Las sociedades ejercen una especie de defensa propia con el humor y también la más ácida de las críticas. Es el Presidente, quien, en este caso, debería preferir la seriedad y no el ridículo, y ofrecer algo más que sarasa. Sin chiste, estamos al borde de la economía de guerra literal, y después del otoño, viene el invierno. No sólo está en ciernes una crisis de gobernabilidad..., en los hechos, hasta podría faltar el gas. Ya no hay espacio para banalidades.
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