Vladimir Putin está desnudo, como el rey. No se da cuenta de su creciente vulnerabilidad, mientras se cocina a fuego lento como en la metáfora del sapo engañado que es sumergido en agua fría y hervido a fuego lento siendo asesinado. En este caso, él es sapo y fuego. Putin no está desnudo solo por las atrocidades de la invasión a Ucrania, violando el derecho internacional. Tampoco por una guerra que arrastra a todo un mundo a la angustia y desazón. Menos aún por la amenaza de una tercera Guerra Mundial con ojivas nucleares. Son realidades propias de cualquier escalada armamentística racional organizada con un software del siglo pasado. Lo de Vladimir no deja de ser la ambición conspirativa y vacía de contenidos de un hombre creído todopoderoso, pero inseguro: dominar a los otros por miedo a ser dominado, que es lo mismo que decir en su psiquis narcisista que siente la insoportable sensación de llegar a perder protagonismo y ser olvidado, ignorado por la historia.
El caso de Putin es como el de aquel que se ha pegado un tiro en el pie sin darse cuenta y, además, está convencido de que su decisión es la de un estadista que viene a reponer un imaginario orden perdido. Naftalina pura. La fría y larga mesa interminable presidida por él con sus principales alfiles sentados allí en el fondo, con caras de asustados y alimentando su ego de ser escuchado, es una demostración más de su desprotegida e íntima debilidad. Una inseguridad personal que es inversamente proporcional a su sobreactuación y a su compulsiva actitud de controlar todo. En esto, no deja de ser un ratón asustado que quiere presentarse como un león dominante, no menos asustado que el propio ratón.
El dilema de Vladimir discurre por una cuestión temporal. En general el poder está determinado por apetencias y necesidades cortoplacistas que suelen tener la impronta que las urgencias imponen. Pero hay otra urgencia que lo determina en su ansiedad de protagonismo y es su tiempo biológico que apremia y que, en contexto histórico de la humanidad, es apenas un suspiro. Controlar ahora a Ucrania se puede justificar desde la geopolítica coyuntural, pero el triunfo militar de su objetivo primario implica inevitablemente un costo secundario invisible que escapa a su control: el mundo no será como él imagina y quiere imponer, porque el de este siglo es otro mundo y porque el destino humano nunca, nunca, dejó de ser una apasionante y controvertida construcción colectiva que fragua en el largo plazo. En otras palabras, Vladimir piensa que pasará a la historia del nacionalismo ruso y es casi seguro que la historia lo terminará empujándolo al panteón de los genocidas, a un olvido que es silencio permanente, la nada misma.
En el mismo instante en el que Putin invadió Ucrania se puso en marcha un imperceptible proceso disparador del inconsciente del pueblo ruso que empieza a generar resistencias. Su expansionismo y el horror que está produciendo fronteras afuera del país, más las reacciones en todo el planeta, lleva a los rusos del nuevo siglo a una necesaria mirada comparativa de su actual realidad con el mundo exterior. El fin de la Unión Soviética, hace más de 30 años, llevó a que millones de rusos, la gran mayoría jóvenes ilusionados con ser protagonistas de un destino propio, pudieran conocer otros mundos donde se vive distinto, diferentes sociedades que les permitieron incorporar conocimientos, disfrutes y posibilidades de desarrollo personal. Multifacéticas realidades sin tamiz político e ideológico. Comprobar que la libertad no es un mero slogan capitalista, sino una forma de relación humana con todos sus defectos y limitaciones. Pero este proceso de vinculación diaria con lo que está fuera de Rusia, no solo se da en ciudadanos rusos sino que también es una experiencia que penetró muy fuertes en empresas, universidades, instituciones, ONGs, medios de comunicación, la ciencia y la cultura rusa. Incluso, se puede incluir en la lista a los llamados “oligarcas” socios de Putin que tienen sus dineros y propiedades fuera de Moscú, eligen vivir en los mejores y más ricos lugares de Europa. Conocer otros mundos posibles hace tomar conciencia del propio o, al menos, ayuda en estos momentos a muchos rusos a dudar del relato oficial.
Putin rompe hacia dentro de Rusia los compartimientos estancos de ese imaginario comunista bipolar de un mundo bueno y otro malo. Esa ruptura, profunda y revolucionaria, se produce a partir de que los rusos ya saben que existen muchos mundos distintos, imperfectos y contradictorios, pero donde nadie tiene una autoridad superior para decir cómo hay que vivir. Gracias a Putin y a su delirante guerra apoyada por anacrónicos cuadros soviéticos residuales, muchos de sus compatriotas saben también que hay otras formas de prácticas políticas y de organización económica y social; y que se puede vivir desde las diferencias, sin censuras, prohibiciones, miedos y muertes. Que las fronteras ya no son más los mapas clásicos, sino que están determinadas por la interrelación humana y sus movimientos. Los rusos de este nuevo milenio que no ven al mundo como un enemigo empiezan a sentir que sus vidas están cambiando por las sanciones impuestas del exterior.
La imagen del joven soldado ruso ganado por el frío y el hambre, asistido por ciudadanos ucranianos que le hicieron escuchar la voz sanadora de su madre, no deja de impactar por lo que representa simbólicamente. Un joven matrimonio ruso que trabaja para una multinacional, con un buen salario y beneficios al mejor estilo occidental, pudo viajar por el mundo gracias a su profesión y tener vivencias en otras naciones. Vive en Moscú y ama a su país. Pero cuando iba a nacer su hija decidió viajar a los Estados Unidos para que lo hiciera allí y pudiera tener doble nacionalidad. Una forma de comprender los cambios de interrelación que se está produciendo en estos tiempos. En Oriente Medio hay miles y miles de jóvenes palestinos e israelíes que forman familias y se aman libremente sin prejuicios ni odios. Todos son movimientos silenciosos e irreversibles que se están generando desde abajo en el plano terrenal y realista entre los vínculos personales en sociedades todavía conducidas por líderes convencidos de que serán eternos.
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