La puta, cómo me duele. Realmente me cuesta a mí, que nunca me costó hilar una frase que explique lo que pasa. La bronca, la impotencia, la injusticia de mirar para arriba y preguntarse, “¿Flaco, qué me estás haciendo?” No se entiende que ya no esté, no se entiende que se haya ido, y hasta último momento fue bueno: buen compañero, buen profesional, buen amigo, siempre con una sonrisa, esa sonrisa grande de oreja a oreja, siempre para todos, siempre creando.
Cuando apareció la porquería ésta la tapo con una gorra y nos siguió divirtiendo, ya que esa era su marca. Había que verlo porque no íbamos a encontrar maldad, ni doble sentido, ni golpes bajos, ni chusmerío, ni críticas, ni alcahueterías de alcoba para lograr un punto más de rating.
Siempre igual. Puro, transparente, cordial, educado, con un sexto sentido que le hacía dar cuenta que tenía que promocionar un show o quién se tenía que hacer ver para que los productores lo recuerden y lo contraten.
Encontrarse en un canal siempre era un buen momento. Siempre era un buen consejo en voz baja. Siempre era ÉL.
Petiso, gordito, anteojudo, y tan seductor que te lo llevarías a tu casa para tenerlo de hermano.
Galán de todas las edades, héroe de los buenos momentos, maestro de la TV simple, pura y talentosa.
Cuando gente como vos se va, se van pedazos de la vida de uno. Mucho dolor, irreparable dolor. No te voy a recordar jamás porque para mí vas a seguir estando como cada vez que nos veíamos. Nos abrazábamos, nos autocriticábamos en el papel de dos perdedores de este medio que -siendo gorditos, petisos y no muy agraciados- no entendíamos cómo todo lo que hacíamos tenía rating. Es que éramos lo opuesto a lo que la TV pedía.
Me quedé solo. No sé con quién más podré reírme de mí mismo en un medio como el nuestro, donde todos se creen espléndidos.
Hermano querido: te fuiste y no pudimos descular qué veía la gente en nosotros, pero si sé qué vieron en vos, ese amigo que pensé que nunca se podía morir.
Te quiero con el alma
Baby
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