Una de las máximas del periodismo señala que no es aconsejable expresarse en primera persona. Permítanme tomarme una licencia en ese aspecto. Siento que hoy es necesario, porque la lucha de las mujeres -y de toda la comunidad LGTBIQ+- debe interpelarnos a todes. Hoy no puedo escribir como un mero observador, porque la realidad o, mejor dicho, el hecho de intentar cambiarla nos involucra. A cada une desde su lugar.
Hoy preciso gritar que no quiero acompañar más a las mujeres. A mi novia, a mis amigas, a mi hermana, a mi madre y no quiero ni pensar en lo que sienten aquellos a los que les toca acompañar a una hija. Acompañarlas para que lleguen a sus casas… Eso significa que todavía, en 2022, es necesario. Porque las acosan, las abusan, las matan.
En Argentina, hoy matan una mujer cada 26 horas. ¿Por qué? ¿Porque sí? ¿Por ser mujer? Porque la sociedad en su conjunto nos mostró durante décadas que éramos seres superiores y que, por ende, teníamos la potestad de decidir sobre sus cuerpos. ¡Sobre sus vidas!
Los cientos de femicidios que vemos durante todo el año en los noticieros y la reciente violación grupal en Palermo hablan por sí solos. También hablan de estas noticias algunos comunicadores sociales con muy poca responsabilidad y mucha liviandad. Allí también se evidencia cuánto nos falta mejorar como sociedad.
En una abrumadora mayoría, los victimarios son varones. Hombres que no padecen ninguna patología ni se vuelven violadores o asesinos por consumir alguna sustancia. Hombres que, como yo, fueron educados en una sociedad machista, patriarcal, monógama, binaria. Para que quede claro: la violencia machista no depende de inestabilidades de la psiquis o del consumo de drogas, deviene de la realidad social y cultural en la que estuvimos inmersos. Nos dijeron que podíamos hacerlo. Nunca más.
Muchachos, si alguno aún sigue sin hacerlo, es hora de escuchar, observar, cuestionarse, incomodarse, deconstruirse. Hablemos del modelo de masculinidad que nos vendieron, hablemos de los privilegios que nos otorgaron y nos otorgamos sin razón. De nada sirve que nos sumemos a marchas, si en nuestros ámbitos laborales no planteamos nuevos paradigmas. De nada sirve tribunear en redes, si a los tres segundos mandamos chistes machistas o irónicos sobre el 8M en el grupo de varones de WhatsApp.
Hablemos también de la brecha salarial, del techo de cristal, del tiempo ocupado en las tareas domésticas y de cuidado, de la educación de los hijes, de que todo está apuntado hacia los hombres. Hasta los protocolos médicos…
Admito que hay una contradicción en publicar esta nota, escrita por un hombre, un 8 de marzo. Por eso me parece necesario aclarar que son palabras que brotan con la vergüenza de quien quiere aprender, con la culpa de quien ejerció privilegios que no le correspondían, con la esperanza de estar sumando para abrir otros ojos. Con la humildad de quien se para al costado para acompañar. Porque las protagonistas, la punta de lanza, son ellas.
Hay mucho de lo que hablar, aprender y cambiar. Pero empecemos por el principio. Las queremos vivas y libres. Por eso hoy grito que no quiero acompañarlas más. Porque los delitos de violación y asesinato son la punta visible del iceberg de la violencia machista. Un iceberg que todes -de nuevo, cada une desde su lugar- tenemos que ayudar a derretir.
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