Ante el horror de la guerra

¿En qué momento se inició esta guerra que hoy conmueve al mundo? ¿Qué estábamos haciendo cuando millones de ucranianos sintieron que sus sueños se convertían en pesadillas?

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Un miembro de las fuerzas armadas ucranianas ayuda a evacuar a un niño de la localidad de Irpín, cerca de Kiev, Ucrania (REUTERS)
Un miembro de las fuerzas armadas ucranianas ayuda a evacuar a un niño de la localidad de Irpín, cerca de Kiev, Ucrania (REUTERS)

Nunca es sencillo ponerse en el lugar de los que sufren algo que uno no sufre. Tratemos de imaginar, por un momento, que nosotros, nuestras familias, amigos y vecinos, debamos abandonar nuestras casas, escondernos en túneles del subterráneo, correr hacia algún lugar que quizá nos libre de ser carne de misiles y bombas, sentir que abrazamos a un ser querido por última vez, tener hambre, asco, miedo. Matar para que no nos maten. Si logramos representarlo no será más que un ejercicio de razonamiento meramente intelectual. Podemos agregarle empatía y compasión, también una fuerte sensación de impotencia. Un rato después trataremos de seguir viviendo en la normalidad habitual.

La guerra conduce a los mayores horrores de los cuales son capaces las personas, con el agravante de que son por completo evitables. Líderes que se pretenden mesiánicos, de capacidad cerebral aplanada, envían a la muerte a muchos de los “suyos” para que aniquilen o arruinen las vidas de los “otros”. Peor aún, los fines que persiguen ni siquiera son para beneficio de los “suyos”; son objetivos geopolíticos o pulseadas de poder -poco importa si locales o globales- en cuyo contexto la suerte de millones de vidas (o decenas de millones, o cientos de millones, o miles de millones) entra en la categoría siniestra de “daños colaterales”.

Y no hablamos sólo del actual escenario en Ucrania, lo mismo puede decirse de las numerosas tragedias causadas por la guerra en tantos y diversos países del planeta como Irak, Siria, Afganistán, Sudán, Etiopía o Yemén, por solo citar algunos de los lugares donde millones de personas intentan sobrevivir, mientras padecen lo indecible.

La humanidad ha sufrido estos enfrentamientos por miles de años y, lamentablemente, no ha logrado aún aprender a impedirlos. En las últimas décadas, la cantidad de víctimas causadas por las guerras se ha reducido significativamente, sin embargo la posibilidad de que vuelvan a usarse armas nucleares nos pone ante un abismo inminente de inenarrables consecuencias. La idea de la aniquilación masiva de millones de personas es una amenaza concreta con la cual algunos dirigentes se creen con derecho a intimar como si fuera un simple juego de mesa donde todo vale para “ganar”.

Durante la guerra fría se popularizó la expresión “destrucción mutua asegurada”, la sigla en inglés es MAD y su traducción al español habla de la locura total de quienes pueden siquiera pensar en iniciar un ataque nuclear. Las bombas arrojadas en Hiroshima y Nagasaki mataron a más de 200.000 personas; las ojivas nucleares de hoy son 50 veces más potentes. Basta hacer la cuenta para tener una idea real y concreta de sus consecuencias. Lo peor, sin embargo, no es eso; un intercambio de ataques nucleares no sólo terminaría instantáneamente con millones de personas sino que cambiaría para siempre las condiciones de la vida en el planeta. No es una distopía ni una posibilidad lejana, así define la ciencia, con sólido fundamento, lo que ocurriría si los que tienen acceso a esos botones del terror los llegaran a oprimir.

“Puesto que las guerras nacen en la mente de los hombres, es en la mente de los hombres donde deben erigirse los baluartes de la paz”, proclama la Constitución de la UNESCO en el texto aprobado en Londres el 16 de noviembre de 1945, al término de la segunda guerra mundial.

El siglo que estamos transitando está plagado de avances e incertidumbres. Cuando recién estamos comenzando a aprender que las características de esta era exponencial son lo volátil, incierto, complejo y ambiguo se suma la letalidad a la que esta guerra nos enfrenta. Y en lugar de concentrarnos en los efectos de la globalización -sobre los cuales tantas enseñanzas nos aportó la pandemia de Covid- y la mejor manera de aprovecharlos para mejorar la calidad de vida de todas las personas, nos paralizamos y las angustias se multiplican ante un proceso de destrucción que puede lastimar de un modo nunca visto la vida planetaria.

No sólo esta guerra pone en riesgo nuestro futuro, el Panel del Cambio Climático de las Naciones Unidas acaba de ratificar, una vez más, que el calentamiento global causado por los seres humanos es un grave peligro para la vida en la Tierra tal como la conocemos. Es un proceso más lento que una guerra pero debemos tomarlo como severa advertencia de que si no hacemos algo -irremediablemente- en menos de treinta años el mundo sufrirá pérdidas y daños irreparables.

Sólo actuando de forma coordinada y adoptando decisiones globales consensuadas se podrán encarar semejantes desafíos. En este contexto, detener la guerra es la prioridad urgente e indiscutible. A partir de ello deberíamos definir como objetivo proscribirla para siempre, penar como delincuentes de lesa humanidad a quienes las desencadenen y establecer las facultades de Tribunales Internacionales capaces de juzgar esos horrendos crímenes. La primera medida debe ser la destrucción simultánea de todas las armas nucleares y su prohibición absoluta de aquí en adelante. Ante un concreto e inminente riesgo colectivo de magnitud inédita, no caben dudas ni especulaciones; no es concebible una “grieta” cuando lo que observamos es la posibilidad de una hecatombe nuclear.

Los ciudadanos, hoy más que nunca planetarios, hoy más que nunca obligados a ser sensatos ¿qué podemos hacer? La sensación inicial es de impotencia, de estar sometidos a las decisiones -a menudo irresponsables e incluso delirantes- de quienes ejercen poder. Sin embargo, hoy contamos con herramientas que nos permiten formas de participación y reclamo poderosas. Las comunicaciones modernas facilitan la expresión de la voluntad coincidente de millones y millones de personas que quieren, en su amplísima mayoría vivir en paz y mejorar sus vidas en un contexto más justo. Más justo significa mayor equidad, porque no son viables las sociedades donde conviven la extrema pobreza con la extrema riqueza. Más justo significa una nueva legalidad internacional que legitime y de vida a valores básicos como ética, solidaridad, confianza, respeto por los derechos humanos, cuidado del medio ambiente, tolerancia, justicia; valores que, hoy, con excesiva frecuencia, aparecen vacíos de contenido.

Con sólo respirar un ser produce modificaciones en el universo. Imaginemos cuánto más podemos lograr miles, millones de seres pensantes y hablantes que nos sabemos capaces de soñar un mundo mejor y que estamos dispuestos a vivir ese sueño.

(*) Alejandro Drucaroff es coautor de este artículo junto a Marta Oyhanarte

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