Feminista en falta: la violación de Palermo y el nombre de los monstruos

El lunes asistimos al horror de una violación en grupo a plena luz del día, y de repente el trauma se hizo colectivo. Los seis atacantes son varones funcionales que crecieron post #NiUnaMenos. Y mientras la dirigencia debate si son monstruos o varones socializados, la pregunta persiste: ¿Cómo se termina con ese horror?

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Elizabeth Gómez Alcorta y Patricia Bullrich polemizaron por Twitter acerca de la violación de una chica de 20 años por seis jóvenes
Elizabeth Gómez Alcorta y Patricia Bullrich polemizaron por Twitter acerca de la violación de una chica de 20 años por seis jóvenes

No existen palabras para modificar los hechos: el lunes asistimos desde nuestras pantallas al horror de una violación en grupo a plena luz del día en una zona aparentemente segura de la Ciudad, y de repente el trauma se hizo colectivo. Lo que vimos en la televisión y en nuestros celulares esta semana no es ficción, no pasó en un barrio bajo ni a miles de kilómetros; nos explotó en la cara.

Los seis responsables del ataque sexual contra una chica de 20 años en Palermo tenían casi su misma edad, eran amigos, tocaban la guitarra, militaban en política, iban a la facultad, no crecieron en la indigencia ni en la marginalidad, y eran adolescentes cuando el #NiUnaMenos y el #MeToo instalaron por fin en nuestro país y en el mundo la obviedad necesaria de que “No es No”. Algunos, incluso, se autoproclamaban aliados feministas. Nada de eso les importó cuando decidieron retener por la fuerza la víctima en un auto estacionado para atacarla por turnos, mientras dos hacían de campana.

Ni Ramón Ángel Pascual (23), ni Tomás Fabián Domínguez (21), ni Lautaro Dante Ciongo Pasotti (24), ni Ignacio Retondo (22), ni Steven Alexis Cuzzon (20), ni Franco Jesús Lykan (24) tenían antecedentes penales. Eran hijos de familias relativamente acomodadas que posteaban historias en las redes sociales. Parecían normales. Y lo seguirían siendo a los ojos de su entorno de no mediar el gesto valiente de Natalia Duarte y Orlando Ibarra, los dueños de la panadería de la cuadra en la que ocurrió el hecho, que intervinieron a golpes de palo de escoba para rescatar a la chica que era sometida en banda, y el de otro vecino que los filmó –y fue golpeado por hacerlo–.

Se sabe que uno de ellos ya había abusado hace años y sin consecuencias de una adolescente que hasta ahora no se había atrevido a denunciarlo. El por qué está muy claro. La chica que ahora se cansó de callar tenía sólo 14 años cuando Ignacio Retondo la manoseó en una fiesta sin su consentimiento, mientras ella le rogaba que parase. Hasta entonces, para ella, su victimario era un chico del club que jugaba bien al básquet y que le gustaba aunque nunca hubieran hablado. Después de eso, sus compañeros lo cubrieron, pero también lo minimizaron las propias amigas de la abusada. Por eso, hasta que no vio su nombre y su cara entre los violadores de Palermo, terminó casi por convencerse de que era su culpa. Por el short, por “hacerse la linda”, por haber accedido a hablarle, por la “pollerita corta”.

Es doloroso que todo eso pasara en diciembre de 2015, el año en que las mujeres comenzamos a manifestarnos masivamente contra la violencia machista. Es tremendo pensar que a la par de esa red enorme de solidaridad femenina que nos hizo sentir que ya no estábamos solas, se tejían nuevas redes de solidaridad masculina como las que desde hace siglos fomentan y encubren estos comportamientos.

Es un espanto enfrentarnos a la revelación de que Retondo era uno de los que, en medio de nuestra pequeña primavera feminista, posaba como deconstruido, participaba de las marchas y repetía las consignas como si fuera a cumplirlas. Una joven vecina de Munro, donde vivían él y Pasotti contó incluso que eran de los que la acompañaban a su casa de noche para que no volviera sola. Lo mismo el resto del barrio, donde los Retondo eran una familia ejemplar y querida.

Y no quiero caer tampoco en la falsa dicotomía de que frente a la unión positiva de las mujeres hay una solidaridad masculina que necesariamente se constituye en contra nuestra. Hay colectivos negativos para ambos sexos; ni los grupos de mujeres somos siempre justos y bienintencionados, ni los de varones únicamente malos. Pero hay conductas machistas que terminan por matarnos o en horrores como el de este lunes: las de la patota, esas que a veces las mismas mujeres naturalizamos.

A principios de los años 90, el psiquiatra norteamericano Chris O’Sullivan estudió a grupos de atletas en campus universitarios que registraban un alto número de casos de violaciones. El feminismo de la segunda ola había puesto el foco en la cultura de la violación, esa línea directa entre la cosificación de la mujer, la misoginia y la violencia sexual, y las denuncias habían aumentado, pero la Justicia todavía era esquiva. El estudio de O’Sullivan mostró que eso pasaba porque, pese a que las violaciones en grupo se repetían, el entorno no percibía el crimen cuando entre los involucrados había un atleta popular.

Igual que con Retondo, la comunidad tendía a defenderlos y culpaba a la víctima por el problema que le causaba al equipo. Casi siempre, en lugar de hablar de violaciones en grupo, se las llamaba orgías o sexo grupal, como si fueran consentidas. Como era habitual el consumo previo de alcohol o drogas, eso servía para exculpar a los victimarios –”No sabían lo que hacían”– y culpar a la víctima –”Una chica no debería portarse así”–.

Las violaciones grupales, concluyeron varios estudios, eran perpetradas por grupos de varones con un vínculo fuerte: siempre eran equipo, parte de una fraternidad, vivían o entrenaban juntos, compartían sus viajes y sus experiencias sexuales, igual que los seis detenidos por el ataque en Palermo. Como ellos, también eran parte de una cultura que toleraba que trataran a las mujeres así. Y esa misma cultura hacía que sus víctimas no los denunciaran, porque el costo era demasiado alto: ser revictimizadas por un sistema judicial como mínimo ineficaz, pero sobre todo misógino; por la comunidad y por su propio entorno, además de por los medios si el tema cobraba trascendencia pública.

Los violadores detenidos en Palermo
Los violadores detenidos en Palermo

Cuando en 2016 cinco hombres violaron a una mujer en las fiestas de San Fermín, en España, los cuestionamientos por la levedad de las condenas llegaron a las calles. El fallo de primera instancia había considerado que sólo se trataba de un abuso, ya que la víctima no se resistió lo suficiente. Fueron las masivas movilizaciones las que instalaron el “Yo te creo, hermana” e hicieron que el Supremo español les aplicara a los acusados penas por violación.

Ahora nos dicen que no tenemos que hablar de manadas, que eso deshumaniza a los victimarios y les quita responsabilidad sobre sus actos: los animales no controlan sus impulsos, mientras los hombres sí. Pero la verdad es que el término viene de ese caso español, que se conoció como “La Manada” porque los violadores habían creado un grupo de Whatsapp que se llamaba así. A ese grupo mandaron el video del ataque en tiempo real, junto a mensajes como “Follándonos a una entre los cinco”, “Todo lo que cuente es poco, puta pasada de viaje, hay video”. Y también fue ahí donde uno de sus miembros, que no estaba presente, respondió: “Cabrones, os envidio. Esos son los viajes guapos”. Porque no bastaba con violarla entre cinco, también había que compartirlo para tener la validación del resto.

Hay algo perverso en cómo para hacernos fuertes las mujeres nos constituimos en un “nosotras” solidario que entendió que nuestras experiencias no eran individuales, mientras algunos varones siguieron aliándose en torno a esas prácticas donde la cosificación es tal, que sus acciones muchas veces son tomadas como algo liviano y hasta gracioso. No hay registro del daño ni siquiera desde afuera, como mostró el mensaje del hombre del caso La Manada que respondía desde su casa que los envidiaba.

Esa alianza negativa entre varones, que hace que violen en grupo o golpeen hasta matar a un chico indefenso como Fernando Báez, es parte de una cultura que, como mostró O’Sullivan, tolera y minimiza sus crímenes como si fueran un juego de amigos que tomaron de más. Como mucho, un error que no debería arruinarles la vida. La de sus víctimas no tiene relevancia.

En la Argentina donde las últimas cifras dicen que muere una mujer cada 24 horas por violencia machista –seis menos que en 2015, con el primer #NiUnaMenos–, la ministra de las Mujeres, Géneros y Diversidad, Elizabeth Gómez Alcorta, tal vez convencida de que su función ante un hecho como el del lunes es apenas opinar, escribió un tuit que indignó a unos cuantos, y otros usaron para confundir más.

La redacción es en efecto confusa para quien no tiene marco teórico y simplemente se dio de frente con el horror en su pantalla. Dice: “Es tu hermano, tu vecino, tu papá, tu hijo, tu amigo, tu compañero de trabajo. No es una bestia, no es un animal, no es una manada ni sus instintos son irrefrenables. Ninguno de los hechos que nos horrorizan son aislados. Todos y cada uno responden a la misma matriz cultural”. Antes había dicho también en la TV Pública: “No son monstruos, son varones socializados”.

Para muchos es difícil entender esa lógica que es bastante evidente si no leemos con literalidad que están acusando a nuestros hermanos. Y aunque la ministra nos explique qué palabras debemos usar, poco importa el nombre que le pongamos a hechos que la impunidad reproduce y exacerba.

Los tuits de Patricia Bullrich, referenta de la oposición, y Elizabeth Gómez Alcorta, ministra de las Mujeres, Género y Diversidad. La grieta llegó a una violación
Los tuits de Patricia Bullrich, referenta de la oposición, y Elizabeth Gómez Alcorta, ministra de las Mujeres, Género y Diversidad. La grieta llegó a una violación

En lugar de pensar el problema como un asunto tan grave y sensible que debe ser encarado en conjunto por todo el arco partidario, la líder de la oposición, Patricia Bullrich, decidió reinterpretar las palabras de Gómez Alcorta para exigir su renuncia –y en esto último probablemente tenga razón más allá del análisis tergiversado de las declaraciones de la ministra, precisamente porque se conduce como si alcanzara con eso, con declarar–. Según Bullrich, la funcionaria kirchnerista estaba justificando la violación. A su juicio, los que drogaron y violaron a esa chica eran sólo seis cobardes, seis monstruos cuya culpa no debería ser diluída en algo tan abstracto como la “matriz cultural”.

Pero es innegable que esos seis cobardes no representan un caso aislado. Ataques como el de Palermo ocurren mucho más de lo que imaginamos, justamente porque la cultura y la impunidad desalientan las denuncias. Los abusos y violaciones son mucho más frecuentes de lo que preferimos creer. Y al contrario de lo que nos dicen los medios y nuestros terrores, la mayoría no ocurre en la calle ni es fortuita: los victimarios, en general, son parte del entorno de las víctimas.

Entonces, sí, claro que los violadores pueden ser nuestros padres, compañeros y vecinos. Las estadísticas dicen que casi siempre son ellos. Varones funcionales que no vienen con cartel indicador ni máscara de monstruos. Varones que posan de aliados como Retondo y Pasotti, y acompañan a sus amigas a casa a la noche para que no vuelvan solas. Varones queridos y respetados. Sería mucho más fácil identificarlos si no fuera así.

En un punto, todo es cierto: un monstruo bajo cualquier otro nombre, cometerá monstruosidades; un grupo de varones monstruosos se vuelve peligrosamente parecido a un grupo de animales; y esos animales monstruosos, esas bestias que violan y matan aunque parezcan funcionales, bien pueden ser nuestros padres.

De ahí en más, el dilema es grande. ¿Cómo romper con la cultura que los ampara si ni las marchas, ni la prédica, ni el cambio de clima social –ese en el que crecieron los violadores de Palermo, oyendo y repitiendo una y otra vez que “No es No”– lograron detenerlos? ¿Cómo entender lo que ocurre sin caer en la culpabilización colectiva de todo el género masculino (porque que todos puedan ser bestiales no significa que efectivamente lo sean, y de hecho, la mayoría de las veces no lo son)? ¿Cómo proteger a nuestras hijas, hermanas, amigas y a nosotras mismas si los hijos de puta no se visten de monstruos, sino que van a la facultad y al club y son queridos por su entorno?

Todas las respuestas se desdibujan ante la persistente falta de Justicia, pero también ante la nula seriedad de nuestra dirigencia para encarar una cuestión tan tremenda como transversal. Porque convertir a una violación en carne de la grieta, eso sí es monstruoso. Es de lo único que no tengo dudas.

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