Están siempre primeros en la fila para cuestionar cualquier iniciativa del Vaticano y de la iglesia en su país con el argumento de que se inmiscuye en lo que no le corresponde; pero luego ante cualquier conflicto o injusticia en el mundo, le reclaman acción.
Militan “Iglesia y Estado, asunto separado”, pero viven pendientes de lo que hace o no hace el Papa. Lo que no le reclaman a los poderes seculares que consideran como únicos legítimos se lo exigen al Papa. Pretenden que El Vaticano solucione un conflicto en el que intervienen actores como la OTAN, la UE y Rusia y que se viene “cocinando” desde hace décadas.
En el fondo es nada más que una excusa para criticar al Papa. Son tan insolentes en esto como serviles pueden ser respecto de los poderes laicos.
A la Iglesia se le exige que no intervenga en asuntos que, dicen, son de orden civil o de resorte exclusivo del Estado laico, pero cuando las papas queman, la culpa es del Vaticano por no intervenir.
No le reclaman a los racionalistas ateos de izquierda y derecha que desatan estos conflictos -por acción o inacción, por omisión, por agresión directa o por un crescendo de provocaciones que acaba estallando en el plano militar-; le reclaman en cambio al “pensamiento mágico”, a las “creencias irracionales”, como definen a la fe, a la religión fundada, según ellos, en una fábula.
En realidad, contra lo que dicen, son los que más reconocen el poder del Papa, puesto que a él dirigen sus reclamos.
Son también los mismos que apuntan a Pío XII por la horrenda suerte corrida por los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Nunca se los oye recriminar a los aliados que, como bien dijo el papa Francisco al abrir los archivos del Vaticano sobre ese período, conocían el modus operandi de los nazis, las vías por las que pasaban los convoyes cargados de judíos y la ubicación de los campos de concentración. Y jamás intervinieron para frenar esa masacre. Según su narrativa, “descubrieron” esos campos cuando terminó la guerra…
Ni Churchill, ni Roosevelt, ni Stalin dijeron jamás una sola palabra sobre los judíos exterminados durante la guerra, ni les dieron asilo, ni aseguraron vías para su evacuación, ni operaciones de rescate en los campos. Sólo hubo acciones valientes de individualidades, de organizaciones de la Resistencia… y de las iglesias. Y, si hablamos de Estados, el único que, como tal, ayudó activamente a los judíos fue El Vaticano. Los padres fundadores del Estado de Israel reconocieron la invalorable ayuda de Pío XII a su pueblo.
Posteriormente, con el mismo oportunismo con el que hoy se señala a Francisco, referentes de esos países vencedores de la guerra pero que abandonaron a los judíos a su suerte, encontraron más cómodo culpar a la Santa Sede que asumir que fueron cómplices por omisión.
¿Y qué hacen los que hoy interpelan al Papa por la guerra en Ucrania? Posan con un cartel, iluminan los edificios de colores ucranianos o se fotografían con la bandera de ese país. Dejémosle esas payasadas a los políticos de hoy: es su especialidad.
¿Tal vez quieran que Francisco se vista de fajina y salga de Santa Marta en helicóptero? Es la misma fantochada con la cual nos querían hacer creer que estaban combatiendo el narcotráfico o la inseguridad, disfrazados de gendarmes o de rambos…
Ucrania les importa poco y nada. A duras penas saben dónde queda, o qué pasó en la región en las últimas décadas. El frenesí por ese país es porque creen poder sacar tajada en lo interno.
De geopolítica y diplomacia poco entienden por otra parte. Pero ya sabemos que la ignorancia es atrevida, le gusta exhibirse. Por otra parte, creen que el Papa sólo hace lo que ellos ven porque no conciben la política si no es pour la galerie.
El Papa podría intervenir, sin duda, pero hace falta una convergencia de circunstancias.
La autoridad del Sumo Pontífice es de orden moral; no tiene resortes de orden físico para ejercer presión sobre un gobierno, en el supuesto de que considerara que corresponde hacerlo. “¿Cuántas divisiones tiene el Papa?”, desafió Stalin en su momento.
Tiene algo más importante que el poder material que es la autoridad espiritual. Pero si los actores en el terreno no se remiten a ella, esa autoridad queda en el plano potencial. Está allí, como recurso de última instancia, como una reserva a la cual apelar y que puede transformarse en un poder incluso mayor que el de otros Estados, si es reconocida.
Históricamente, la Santa Sede mantiene una actitud de prudencia y de equidistancia para actuar con el mayor grado de ecuanimidad cuando la circunstancia lo amerite. Ni Paulo VI ni Juan Pablo II, por ejemplo, rompieron relaciones con los regímenes de facto de América del Sur, porque El Vaticano opta por mantener siempre abierto un canal de diálogo. Es su responsabilidad hacerlo. La Santa Sede tampoco interrumpió sus lazos diplomáticos con Cuba, pese a que el régimen castrista prohibió hasta la Navidad.
El estatus de la diplomacia vaticana es único. No se puede analizar la “política exterior” papal con los mismos parámetros que la de cualquier otro mandatario. La Santa Sede tiene feligreses -“ciudadanos”- en todo el mundo y eso es determinante en su diplomacia. Tiene representantes -nuncios- en más de 170 países. Pero el nuncio no es un simple embajador: cumple una función diplomática pero además es el nexo entre las congregaciones locales y Roma. Por eso nunca es “retirado”, como sucede con otros embajadores.
El equilibrio y la prudencia que suelen ser la regla en la política exterior de la Santa Sede tienen dos objetivos: proteger a la grey local de eventuales arbitrariedades, y a su vez evitar ser parte de las fracturas político-sociales. La feligresía católica es heterogénea, tanto en lo social como en lo ideológico.
La diplomacia vaticana es una diplomacia “desarmada”. Pero por eso mismo suele tener un importante protagonismo en las negociaciones de paz; además de su mediación en 1979 entre Argentina y Chile que bien conocemos, pensemos en la ex Yugoslavia, en Burundi (donde la negociación le costó la vida al nuncio Michael Courtney, asesinado en una emboscada en 2003),o en Cuba.
Pretender que, para contentar a un puñado de personalidades que sólo militan indignación mediática, el Vaticano sacrifique su autoridad en el altar del corto plazo es absurdo y contrario incluso a los intereses de los mismos pueblos afectados por la guerra.
El carácter moral de la autoridad papal es precisamente lo que facilita en determinadas ocasiones que las “partes” se remitan a una instancia superior en lo moral frente a la cual no hay rendición sino respeto mutuo.
Para que la Santa Sede pueda ser un factor de paz eficiente, para que pueda mediar, es necesario que los actores del conflicto reconozcan su autoridad. El eventual diálogo entre las partes, como ha sucedido en tantos conflictos y como quizás suceda en éste, podrá ser patrocinado por otros Estados que impongan un orden físico o bien por una autoridad espiritual. El tiempo lo dirá.
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