“En la Argentina de hoy la palabra se ha devaluado peligrosamente”: éstas fueron las primeras palabras dichas por Alberto Fernández como presidente, ante la asamblea legislativa la primera vez que abrió las sesiones ordinarias en 2020. No fue la segunda, ni la quinta frase, fue la primera. La primera frase fue una apelación del Presidente a terminar con la devaluación de la palabra. Justo él, a quien hoy, aquéllos dichos se le vuelven como un espejo hacia su propio rostro, que lo cuestiona y lo interpela.
Es increíble cómo los mensajes de apertura de sesiones del Congreso, que son la línea argumental de los presidentes, la rendición de cuentas y la bitácora de ruta, también se convierten en esa vara que los mide y vuelve por ellos.
El Presidente argentino, llega justamente a su tercera asamblea cuestionado por la devaluación de su propia palabra a tal punto, al iniciar el tercer año de su gobierno, que las oscilaciones han sido lo único sostenible, e impiden por momentos, saber incluso quién es él realmente. Por caso, en la última semana, su gobierno ha pasado de no condenar a condenar una invasión carnicera que el mundo deplora, y que pone a la raza humana en una regresión de casi un siglo al compás de atrocidades que se creían superadas. La misma inconsistencia aparece si se observa el último mes, ya no la última semana, con el devenir errático de una política exterior que parece no tener brújula, yendo a un lado y al otro para lograr un supuesto equilibrio que termina convirtiéndose en parálisis, incongruencia y simulación. Es curioso, en aquél primer discurso de 2020, el Presidente también decía que “toda simulación en los actos o en los dichos representa una estafa al conjunto social”. Sí, “estafa”, advertía. ¿Quién simula? ¿Quién dice la verdad?
En la escena que ofrezca el Congreso se exhibirán los gestos de una subyacente explicación. La política contará con todos los elementos de la teatralidad para percibir el estado de equilibrio o de discordia en la coalición de gobierno, sólo con ver juntos a sus tres representantes: el presidente Alberto Fernández, la poderosa vicepresidente Cristina Fernández, y el presidente de la Cámara de diputados Sergio Massa.
Los últimos tiempos han sido más los de una colisión de gobierno que los de una coalición, sobre todo en el binomio presidencial. El último año, la jefa del Frente de Todos miraba de reojo, controladora y ansiosa, el discurso del hombre al que decidió transferirle sus votos para que convenciera al centro del espectro electoral que le era refractario, logrando volver al poder a pesar de sus causas de corrupción y el fracaso económico con el que había dejado el gobierno agotado por políticas populistas. La crisis económica en la que terminó el gobierno de Macri, le ofreció la chance de una absolución impensada, que ella supo aprovechar con hábil táctica, pero como ya se sabe, la ingeniería electoral no es lo mismo que una ingeniería de gobierno.
Hoy, los líderes del Frente de Todos llegan inmersos en una crisis de gobernabilidad que se representa cabalmente, en la imposibilidad de contar con el acuerdo con el Fondo por sus propias grietas y siendo ellos mismos con su división, los artífices de que el proyecto ni siquiera haya llegado a mesa de entrada como pretendía el ejecutivo. Finalmente, el trámite ocurrirá a las apuradas, si ocurre.
La impotencia autoinflingida acarrea además, una acuciante incertidumbre sobre el entendimiento vital con el organismo de crédito para no caer en un default sin antecedentes en sólo 22 días. Más de dos años sin poder lograrlo a pesar de las condiciones para hacerlo, reflejan como pocas cosas la debilidad del presidente y su incapacidad para construir poder personal y erigirse como líder. Quizás hoy es la última oportunidad que tiene Alberto Fernández, para dejar de estar a la sombra de su vice, al menos un poco.
“Los ciudadanos votan atendiendo a las conductas y los dichos de sus dirigentes”, decía el presidente en aquél primer mensaje. En las últimas elecciones, el espacio que representa fue votado sólo por 3 de cada 10 argentinos. Conductas y dichos no han sido congruentes, ha sido el juicio de la mayor parte de la ciudadanía. Y también esa derrota marca la urgencia de su paso por el Congreso en las instancias actuales: o relanza su presidencia, o condena su legado. Es la última chance del actual presidente para proponer un destino antes de que sobrevenga la fase final de su mandato y se agote en los preparativos de la contienda electoral para sucederlo. Hoy parece impensable una reelección. Pero está definitivamente en él, la llave para destrabar al menos, su dilema de ser o no ser.
Un país empobrecido, sentenciado al presente por la incertidumbre que crea un gobierno insolvente en proveer un futuro, lo mira exhausto, ya sin fe, con enojos plenamente justificados y harto de las mentiras.
¿Alberto Fernandez hará un discurso para Cristina Fernandez o para la Nación Argentina?
Esa pregunta simple, es quizás la que sintetiza su desafío existencial.
“La mentira es la mayor perversión en la que puede caer la política”, dijo él mismo en su primera inauguración de sesiones. Sin dudas, Presidente, es así: ha llegado, irrevocable, la hora de la verdad.
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