Lo racional, lo irracional y lo ambiguo: reflexiones sobre la guerra Rusia - Ucrania

¿Qué posición respecto del conflicto resulta más afín a los intereses del país? ¿Condenas firmes a la agresión rusa, al estilo de Sergio Massa, o la prudencia -o tibieza- de otros referentes del oficialismo que eludieron el claro rechazo a la invasión?

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Natali Sevriukova reacts next to
Natali Sevriukova reacts next to her house following a rocket attack the city of Kyiv, Ukraine, Friday, Feb. 25, 2022. (AP Photo/Emilio Morenatti)

En una definición tan austera como contundente, el General Perón sentenció que “la política, es la política internacional”.

Desentrañar las implicancias de tal aseveración abriría el espacio a un profundo ensayo sobre el rol de la geopolítica en el posicionamiento de una Nación. Por cierto, dicha tarea queda para académicos y expertos en la materia. En cambio, aquí solo se trata de puntualizar algunas reflexiones referidas a la racionalidad humana y al modo en que ésta se expresa en las relaciones internacionales.

La noción de racionalidad posee una multiplicidad de aristas. Entre otras posibilidades suele distinguirse entre racionalidad (e irracionalidad) de los fines y de los medios. Así, el uso de la violencia sin otro propósito que satisfacer un deseo propio a sabiendas del daño infligido, representaría un caso paradigmático de irracionalidad. En cambio, cuando se refiere a la irracionalidad de los medios quiere significarse o bien que éstos resultan ineficaces para el logro de un fin, o bien que tal logro presenta costos inadmisibles.

Un corolario simple de lo anterior es que tendemos a valorar los fines desde una dimensión ético-moral, mientras que a los medios los apreciamos desde una lógica utilitaria, donde la dimensión valorativa resulta menos nítida.

Por otro lado, en un giro conceptual sutilmente diferente, la noción de irracionalidad refiere también a la incoherencia entre medios y fines. Aquí no se trata tanto de que los medios no conduzcan fácticamente al logro de los fines, sino de la existencia de una contradicción flagrante entre ambos.

El presidente ruso Vladimir Putin
El presidente ruso Vladimir Putin visita un sitio de la Agencia Naiconal Espacial en construcción, en Moscú (Sputnik/Sergey Guneev/Kremlin via REUTERS)

Desde que estalló la guerra Ucrania-Rusia, gran parte de la comunidad internacional pareció converger hacia la sanción moral del accionar de Rusia y de su líder Vladimir Putin. En tal sentido, pudo asistirse a muchos análisis enfocados a parangonar la supuesta irracionalidad de Putin con la de Hitler para, de paso, advertir que acaso la historia humana vuelve a ser la misma encarnada en diferentes personajes. No obstante, aún con menor intensidad, algunos defensores pro-rusos ensayaron un argumento utilitario que, escuetamente, podría sintetizarse así: Rusia hace lo que hace porque debe defender sus intereses como país, que estarían amenazados por el alineamiento ucraniano —actual o potencial— con la OTAN.

Parafraseando la sentencia del General Perón, el tema de los intereses de las naciones es entonces la quintaesencia de la política. Sopesar cuánto de esos intereses pueden estar o no por encima de las dimensiones éticas quizás representa uno de los enigmas fundamentales de la política.

La filósofa inglesa Elizabeth Anscombe acuñó el término “consecuencialismo” para referirse a las teorías éticas que sostienen que el valor moral de las acciones depende de sus consecuencias. Lo inverso del consecuencialismo sería el “principismo”, que prescribiría el valor absoluto indeclinable de cualquier acto humano, más allá de sus posibles consecuencias. Si el principismo refiere al orden del deber ser, el consecuencialismo remite a la lógica de la conveniencia.

Muchos dilemas de la vida, incluida la política, son expresiones de la tensión entre principismo y consecuencialismo. La célebre sentencia “Que se rompa, pero que no se doble”, que precedió el suicidio heroico o el sacrificio inútil de Leandro Alem, representa paradigmáticamente al principismo. En cambio, la concepción de la política como “el arte de lo posible”, ilustra elocuentemente al consecuencialismo.

Sin embargo, principismo y consecuencialismo no son necesariamente antitéticos: a veces, lo virtuoso se funde con la inteligencia.

Varios analistas calificaron como tibia la primera reacción del Gobierno argentino ante el inicio de hostilidades de Rusia. Varios analistas entendieron también que la segunda declaración, aunque más enfática, resulto aún insuficiente. Acaso porque no terminaba de adjetivar debidamente una condena explícita de la invasión rusa.

Alberto Fernández y Santiago Cafiero
Alberto Fernández y Santiago Cafiero

En el Frente de Todos, una coalición de gobierno que declama aquello de la “unidad tolerante de la diversidad”, no todas las voces presentan la misma sintonía. La posición oficial del Gobierno parece reflejar una transacción entre dos cosmovisiones disímiles al interior del Frente. Por un lado, la de quienes realizaron una condena enérgica y sin medias tintas de la invasión rusa. Por otro, la de quienes eligieron un pronunciamiento mesurado, relativizaron los hechos poniéndolos en un contexto mayor o, simplemente, optaron por el silencio.

Las declaraciones de Sergio Massa condenando con firmeza la invasión rusa como “una agresión unilateral del presidente Putin y uno de los hechos más graves de las últimas décadas que desestabiliza al resto del mundo”, resultan un claro ejemplo de lo primero.

Como alternativa intermedia, aparece la posición oficial del Gobierno que, al principio, insta a la negociación del conflicto sin terminar de condenar el hecho para, finalmente, aumentar los decibeles hacia la condena. Ese accionar zigzagueante invita a reflexionar sobre el delgado límite que separa la neutralidad de la ambigüedad.

En el otro extremo, aparecen expresiones de la agrupación Soberanxs, que nuclea a dirigentes como Alicia Castro y Amado Boudou que, más allá de la referencia a la invasión, enfatizan que en el conflicto Rusia- Ucrania no es posible soslayar la existencia de los intereses aviesos de la OTAN. Posición acorde con la pretensión de ese espacio político encaminada a afianzar lazos con el Kremlin.

Por último, pero no menos importante, aparece nuevamente el silencio de la Vicepresidente Cristina Kirchner ante un hecho político de tal magnitud que, en tanto líder y artífice electoral del actual gobierno, ameritaría su palabra. Como suele ocurrir, ese silencio obliga a una interpretación que, en este caso, parece simple: Cristina Kirchner y Vladimir Putin supieron tejer importantes lazos de afinidad política. Nobleza obliga.

Cristina Kirchner con Vladimir Putin,
Cristina Kirchner con Vladimir Putin, en la Casa Rosada (imagen de archivo NA)

Pero sería impropio reducir el silencio de Cristina a una mera posición entre tantas otras. Cuando a una figura política se le atribuye poder, su silencio puede transformarse en una sombra capaz de moldear las decisiones. Ante lo cual surge el repetido interrogante: ¿cuánto del zigzagueo en los pronunciamientos del Gobierno sobre el conflicto Rusia – Ucrania expresa un estilo oscilante propio y cuánto constituye el reflejo omnipresente de Cristina Kirchner?

La historia vuelve a repetirse de modos disímiles. Las invocaciones a paralelismos con la Segunda Guerra Mundial remedan sorprendentemente que los actores pueden ser diferentes pero las estructuras similares. Recordemos la neutralidad argentina en aquel conflicto y la tardía declaración de guerra a las potencias del Eje. Queda para el ejercicio de los historiadores analizar los alcances y límites de esos paralelismos, así como los beneficios y perjuicios para los intereses argentinos de aquella y de esta época.

Próximamente, Argentina debe afrontar un arduo acuerdo con el FMI. Partiendo de la premisa (discutible o no) de que es mejor un acuerdo aceptable con el Fondo antes que el fantasma del default, resulta claro qué posición respecto del conflicto Rusia-Ucrania resulta, en tal caso, más afín a los intereses del país.

Condenas firmes y enfáticas a la invasión rusa, al estilo de las realizadas por Sergio Massa, aparecen expresadas en nombre de principios humanitarios y democráticos básicos. Pero eso no quita que tales posiciones también se alineen mejor con los intereses nacionales del presente. Es razonable conjeturar que una condena enérgica coloca al país en una posición más favorable de cara a la negociación con el FMI, que las posiciones ambiguas o los minués diplomáticos con el Kremlin. En síntesis: principismo y consecuencialismo pueden ir de la mano.

Por el contrario, quienes optan por el silencio o amortiguan el tono de sus declaraciones acaso prefieren ensayar la mirada ideológica estructural antes que condenar enfáticamente el horror irracional de la guerra. Suele ocurrir que las razones conjeturales de la ideología obturen visualizar las sinrazones fácticas de los conflictos bélicos. A veces, los principios y las consecuencias suelen enmarañarse en laberintos discursivos tortuosos.

Lo cierto es que el horror de la guerra sigue su cauce. Mientras que el Gobierno no termina de encontrar su mejor síntesis entre las disímiles voces que lo habitan. En la medida en que tal síntesis no se produzca, la política internacional se torna confusa y, por ende, no termina de alcanzar los atributos básicos de la racionalidad coherente.

Quizás la frase del General Perón nos recuerda algo tan obvio que no terminamos de comprender: “La política, es la política internacional”

Algo tan importante debería trascender las grietas coyunturales.

[Fuente: Federico González & Asociados - Consultoría política]

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