La cobertura internacional de la invasión de Rusia a Ucrania creó una nueva modalidad de micromachismo: el man-warsplaining, derivado bélico de mansplaining, acrónimo inglés de man (hombre) y explain (explicar). Algo así como “machoexplicar”, en este caso la guerra.
El autor del neologismo es Diego Laje, Licenciado en Ciencia Política, Máster en Periodismo y corresponsal internacional económico en Asia para CNN y otras cadenas importantes durante 14 años. La harta del caso no es una militante feminista, pero es mujer: Elisabetta Piqué, Licenciada en Ciencia Política y corresponsal del diario La Nación en Italia y el Vaticano desde 1999. También cubre guerras: estuvo en Irak, Afganistán, Libia y Egipto, entre otros conflictos, y en 2003 publicó un libro sobre sus experiencias. Ganó premios y becas y es integrante de la Academia Nacional de Periodismo.
Piqué intenta despedirse de una transmisión en vivo desde Kiev porque empiezan a sonar las sirenas antiaéreas. “Creo que los voy a dejar”, dice visiblemente preocupada mientras se escucha el anuncio inconfundible de la invasión. Con la cara de ella en primer plano, la cámara que se mueve y las alarmas a pleno, se escucha la voz de Laje desde el confortable piso del canal de noticias, que le explica: “Y lo segundo que tenés que hacer es alejarte de las ventanas, así que entrá al menos al lobby del hotel”.
Ella se toma un segundo, mira hacia atrás y contesta: “Sí, sí, por supuesto”. A esa altura ya está pensando “¿quién es este pelotudo?”. Lo sabemos todas las que pasamos una y mil veces por la misma situación. Pero se lo fuma. Lo que quiere es irse, un deseo que, en su caso, se agrava porque ¡está en el medio de una guerra!
Él, impávido, empoderado por sus genitales masculinos, su identidad de género autopercibida y su orientación sexual, presume como una verdad evidente que su opinión es mucho muy importante y continúa. “Entrá al lobby del hotel, alejate de las ventanas y preguntá si tenés un estacionamiento subterráneo para entrar inmediatamente. Eso es lo más conveniente que podés hacer en este momento. Después, mientras tanto…”. Ella, seria, compuesta, profesional, lo corta en seco: “Bueno, los saludo, gracias, hasta luego”. Y entonces, creyendo que ya está fuera del aire, dice: “¿Quién es este pelotudo?”.
Nos ponemos de pie. ¿Cuánta pelotudez se puede aguantar para mantener un espacio colectivo dentro de las reglas de lo esperable? Una reunión de trabajo, un evento social, un vivo en televisión. ¿Y por qué deberíamos hacer ese esfuerzo las mujeres? ¿Por qué, de hecho, lo hacemos, como Elisabetta Piqué durante todo el tiempo en que, para ella, duró la transmisión? La respuesta la tiene el conductor del programa, Fernando Carnota, que ante el implícito grito de ¡harta! remata: “Elisabetta, tranquila, vamos a hacer una cosa…”. Tranquila, Elisabetta, no te pongas loca. No te desubiques, Elisabetta.
Por eso sostenemos. Nos preguntamos, ¿quién es este pelotudo que me explica cosas, que me da su opinión cuando no se la pedí, que me interrumpe cuando intento exponer sobre lo que conozco porque puede, porque es varón y ese es su título habilitante para explicar todas las cosas del mundo? Pero sostenemos. Muchas veces. Porque cuando nos sacamos el grito de ¡harta! de la cabeza y lo apoyamos arriba de la mesa, el planeta (varones y mujeres) nos mira en plan “tranquila, Elisabetta, no te pongas loca”.
Algunos creen que lo de Laje no fue machismo, sino la arrogancia propia del que cree que se las sabe todas. Pero, ¿le habría dicho lo mismo a un experimentado corresponsal de guerra varón? Claro que no.
La palabra mansplaining y sus similares manterruption, acrónimo de man e interruption (interrumpir) o manologue, mezcla de man y monologue (monólogo) ilustran una práctica sociocultural que las mujeres conocemos bien. Como relata en forma magistral Rebecca Solnit en su ensayo de 2008 “Los hombres me explican cosas”, los varones nos explican cosas que no preguntamos, nos dan opiniones que no pedimos y lo hacen aunque no sepan de qué están hablando.
Al revés de lo que señala el estereotipo de que las mujeres hablamos hasta por los codos, los estudios empíricos demuestran que la distribución de voz y participación en situaciones colectivas favorece a los varones. Los varones hablan más que las mujeres, en especial en grupos numerosos, salvo en situaciones sociales o si hay más mujeres que varones. Las mujeres hablamos menos, excepto que haya pocas personas (o muchas, pero en su mayoría mujeres). Las mujeres somos más interrumpidas que los varones, y en especial por varones.
En los escenarios profesionales esto es aún más evidente. Los varones nos explican cosas aunque sean más jóvenes, tengan menos experiencia, títulos profesionales o incluso jerarquía dentro de la organización. Los estudios empíricos sobre locuacidad, poder y género indican que el poder tiene un efecto positivo sobre la locuacidad de los varones, pero no de las mujeres. O sea, las mujeres hablamos menos aunque tengamos más poder. ¿Por qué? Porque tememos que se nos vuelva en contra: que piensen que hablamos demasiado, que nos desubicamos, que asumimos posiciones de liderazgo ajenas a lo que se espera de nosotras. Y, en efecto, los mismos estudios muestran que eso es lo que perciben tanto varones como mujeres cuando las mujeres hablan más, aun si tienen roles de poder.
El mansplaining y otras formas similares de monopolización de la palabra invalidan o silencian la voz de las mujeres y de otras personas que no cumplen con los mandatos del modelo patriarcal. Es una de las múltiples prácticas que componen lo que el psicólogo argentino Luis Bonino Méndez denominó en 1991 “micromachismos”, también conocidos como violencia blanda o invisible. Son formas sutiles de la violencia de género: prácticas y actos cotidianos tan pequeños que casi pasan desapercibidos.
¿Ejemplos? Apropiarte de sus ideas, hacerle pensar que está loca cuando tiene razón, invadir su espacio en el transporte público (manspreading), disponer de tu tiempo libre a costa del de ella, negar el valor económico del trabajo doméstico, decir que la ayudás en la casa como si la obligación fuera de ella, tratarla en forma aniñada, anteponer siempre tu placer sexual, no reaccionar ante los comentarios machistas de tus amigos y un laaargo etcétera.
Como dice Bonino Méndez, son “las ‘armas’ masculinas más utilizadas con las que se intenta imponer sin consensuar. Su objetivo es anular a la mujer como sujeto, imponiéndole una identidad ‘al servicio del varón’, con modos que se alejan mucho de la violencia tradicional, pero que tienen a la larga sus mismos objetivos y efectos: perpetuar la distribución injusta para las mujeres de los derechos y oportunidades”.
Por cierto, que sean difíciles de percibir no quiere decir que sean irrelevantes. Son formas de violencia que, como ilustra Amnistía Internacional con su famoso iceberg, están más invisibilizadas, pero forman parte de un mismo sistema. Las agresiones simbólicas, los estereotipos de género, el humor sexista y los micromachismos están en la base que subyace bajo el agua. En el medio, todavía fuera de la vista, pero más explícitas, están el chantaje emocional, la ignorancia, las humillaciones. Fuera del agua vemos los gritos, las amenazas, los insultos, el abuso sexual, la violencia física y, en la cúspide, el femicidio.
Lo interesante de los micromachismos es que no siempre son conscientes. Los varones bienintencionados, incluso los que no se perciben dominantes, también caen en estos gestos sutiles. Nadie dice que sean malos pibes. Simplemente no se dan cuenta. Su socialización de género les ha hecho creer que las mujeres debemos subordinarnos a sus deseos. Las reglas socioculturales les dan la razón. Muchas mujeres les damos la razón. Por ejemplo, cuando percibimos como una desubicada a la mujer que habla mucho en una conversación profesional con varones, o como loca a la que se harta. Tranquila, Elizabetta, le decimos. ¡Y ay del varón igualitario que ose señalar un micromachismo! Ese será estigmatizado como un traidor a su especie.
Por eso no alcanza con la descontada buena intención de Laje, pues paternalizar mujeres adultas es una forma sutil de violencia. Y Elisabetta no solo es una mujer adulta. ¡Es una corresponsal de guerra premiada, con más de 20 años de experiencia! En una situación así, como diría Moria Casán, el decorado se calla, señores.
SEGUIR LEYENDO: