Al correr de este teclado, el ejército ruso lucha en Chernobyl, allí donde soldados ucranianos fueron sacrificados para evitar la ocupación de Kiev –inevitable- y la instauración de un gobierno siervo del tirano.
Chernobyl fue donde en 1986 explotó el reactor nuclear número dos llamado Vladimir Illich Uliánov -Lenin-, implantado por los rusos soviéticos, cuyas consecuencias terribles recién empezarán a remitir dentro de 20.000 años. Rusia, recordemos, al mando del amigo enamorado sin correspondencia, es una potencia nuclear. “Si nos enfrentan, se verán hechos que la historia jamás habrá visto”.
Putin, el de los ojitos entrecerrados, pocas palabras y sonrisa ninguna, lo anunció. Los países occidentales y democráticos se quedaron en medio de anuncios para disuadirlo, convocar a arreglos diplomáticos, reclamar y pedir la escupidera al mismo tiempo.
Rusia -o mejor Putin, que no es del todo lo mismo- no disimuló la decisión de dar apoyo militar a las provincias prorrusas de Ucrania, Donetsk y Lugansk, y mientras el gobierno norteamericano manifestaba que habría consecuencias dramáticas y medidas decisivas, sus tropas ya estaban en marcha a la vista de cualquiera que habite la Tierra. Hasta que ya sin vueltas se produjo la invasión.
Al diablo la Carta de las Naciones Unidas, tragada con la nariz tapada sin mayor dificultad la anexión de la península de Crimea. Estuvimos allá mucho tiempo atrás en viaje desde el Mediterráneo hasta el Mar Negro: Sochi, Yalta, y Odessa con los escalinatas que los amigos del cine tendrán a la vista en El acorazado Potemkin. La suerte estaba echada.
Mejor referirse a Madeleine Albright, ex Secretaria de Estado, la primera, durante la presidencia de Clinton, sobre Vladimir Putin: “Es un hombre pequeño, distante y frío como un reptil”. Y ver cómo durante la visita de nuestro Presidente hace poco dijo a Putin -no hizo el menor gesto- que se sentía honrado al verlo a los ojos. Putin estaba ya en la preparación de la invasión y listo para romper el tratado de Minsk sobre las provincias separatistas. Lo hizo. La agresión de un país sobre otro que, para qué agregarlo, se verifica ya con muertos civiles y soldados, huida de las casas y los campos, muerte multiplicada.
La invasión precede como en el inicio de Hitler con una anschluss -la unión entonces entre Alemania y Austria-, preparación para lanzarse sobre Polonia y extenderse como el rayo, la blitzkrieg, la guerra rápida. Hitler inició el desastre con la idea central de imponerse a Europa -y al mundo- para señorearlo todo con una “raza” superior. El final significó la suma de 50 millones de muertos y el Holocausto.
El imperio soviético partió desde la idea esencial -lucha de clases y dictadura del proletariado- mientras los burócratas y regidores de la Nomenklatura llevaban una ingeniería social implacable: no menos de 7 millones murieron en Ucrania bajo Stalin por resistir que sus chacritas fueran colectivizaciones, muertos por hambre, el “holodomor”. Celebraban los desfiles de armamentos al besarse en los labios, los sombreros encajados, los abrigos negros moteados por la seborrea.
La Argentina dudaba en el ataque inminente con generalidades acerca de la paz y la posibilidad de preservarla -casi la neutralidad- hasta definirse ayer en el repudio al ataque ruso y condenarlo con claridad con una construcción breve, necesaria, no sin la mención poética del viento de guerra. Será difícil en cambio que se pliegue a la sanciones económicas que se piden contra la invasión. Muy difícil.
Habrá que preguntarse en tanto la razón por la locura amorosa del país y sus autoridades que, no es nada de último momento, limitó con lo inaudito y lo inexplicable. Nada se nos ha perdido en Rusia. La potencia, el país más grande sobre el planeta y su vida milenaria con cuya presencia nutre todo el devenir humano digno en entenderse un poco, alcanza una economía no mayor que Brasil.
¿Por qué ha suspirado -quién sabe si no sigue entre suspiro y suspiro- por la Rusia de Putin? No tenemos ni un rastro cultural, ni una vida de intercambio fructífero mayúsculo, nada de nada. ¿Qué ha pasado con Putin? ¿Ideología, los rústicos pasos de cierto aire multilateral? ¿Qué? ¿El pragmatismo que solo aproximó a los rusos soviéticos durante el trigo argentino enviado y la visita de Castro a los militares durante las Malvinas? Porque fuera de eso no se encuentra razón. O tal vez no hace falta, en categorías fantasmagóricas las nociones de izquierda y derecha surgidas de disparates y mentiras camaleónicas. No se entiende.
Se entiende bien que otras naciones se movilizan con pasos algo más estirados que la sanción a Putin: armas desde Polonia, las bálticas. Pero si se trata de guerra por aire y tierra es desparejo y Putin tiene ventaja. Hizo lo que quiso sin que los ojos de Occidente vieran poco o miraran para otro lado. Subestimaron la situación.
Los apretones de zaguán entre la Argentina y Federación Rusa ha de encontrarse en algún lugar de la confusión incesante. Los viajes a Moscú con visita al instituto Gamaleya, aviones carísimos para vacunas con prelatura ordenada, y la segunda dosis que le vaya a cantar a Gardel.
Putin no se detendrá. No deja de mantener que en Ucrania hay nazis redomados, para hacer fruta –que no faltan, aunque el presidente Zelenski es judío-, pero esa no es la cuestión sino que el invadido no pueda plegarse a la OTAN, restaurar el poder y la gran Rusia, eslava por donde se la mire.
El recurso a la desnazificación agitada recuerda casi los mismos motivos que se emplearon entonces cuando la Unión Soviética aplastó las rebeliones por la libertad en Hungría y Checoslovaquia. Los húngaros le pusieron el pecho a 1.536 tanques soviéticos y fueron aplastados. En 1968, los checos fueron castigados por fuerzas del Pacto de Varsovia con 170.000 soldados y no menos de 3.000 tanques durante aquella Primavera de Praga que pareció respirar bajo la bota rusa algún tiempo, poco: el castigo fue de una eficacia cruel, metódica, y la primavera fue noche fría.
Tal en estas horas al mando de Vladimir Vladímirovich Putin. No convendría, sin embargo, ignorar que se producen protestas ahogadas con violencia en Moscú contra la guerra. Protestas impensadas y reprimidas una por una. Algo nos dice. Hitler con el impulso destructivo y perverso para la imposición mundial de una erupción arrojada sobre el planeta por una argumentación racial. El imperio soviético con la dictadura del proletariado regida por un partido y el partido con un secretario general de dominio absoluto. El abogado y espía que aspira a regir Rusia hasta el fin de sus días lo hace con la embriaguez del patriotismo emocional, un arma peligrosa, sin saber -se conoce de fuente muy valiosa- que los soldados revientan de vodka, compran su comida, pelean sin la altura moral que siempre se aseguró como necesaria en una guerra. Cuidado con el punto.
¿Qué hará, dónde se pondrá la Argentina, ahora con una posición oficial de rechazo al invasor? Las horas lo dirán en la medida en que los rusos arrollen y puedan seguir. No puede saberse. El aproximamiento con Rusia, tan extraño, tan complicado por dónde entrarle, subsiste.
Es un enigma. O un secreto.
SEGUIR LEYENDO: