Calumnias, ambición de poder y codicia: las oscuras acciones de los enemigos de San Martín

Durante años, la no valoración de su figura golpeó el corazón de San Martín, sin embargo, no lo sorprendió. Su talla de estadista le permitió prever que el drama revolucionario agitaría los ánimos y provocaría enemigos aun dentro de las filas patriotas

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José de San Martín
José de San Martín

La valoración y el reconocimiento a la magnitud de la figura y la acción sanmartiniana fue un proceso que en modo alguno fue instantáneo, y que en rigor de verdad demoró más de lo debido, tanto que llegó a acicatear el espíritu del gran Capitán, que forjó su vocación militar en la Península, y que un 9 de Marzo de 1812 retornó a su Patria con los galones de Teniente Coronel de Caballería, ganados a expensas de lucidos y lúcidos veintidós años en los campos de batalla, con una misión a la que subordinó su misma existencia: la Independencia de la América del Sud.

Misión que cumplió, con la particularidad de haberla transcurrido y alcanzado dejando un legado cubierto de valores y la lección moral de una conducta, que con suma justicia lo hizo acreedor a ser considerado como el Padre de la Patria.

La injusta demora en cuanto a la valoración de su figura golpeó el corazón de San Martín, sin embargo, no lo sorprendió. Su talla de estadista le permitió prever, y así lo hizo, que el drama revolucionario agitaría los ánimos, provocaría enemigos aun dentro de las filas patriotas, más nunca dejó de confiar en que el paso del tiempo correría el velo de la discordia para darle paso a la razón y a la justicia. Prueba de ello es una de sus célebres sentencias, una de las más bellas, su última declaración pública en tierra incaica, profundamente meditada, pronunciada hace casi dos siglos, como despedida al pueblo peruano, del que fue Fundador de su Libertad.

Aquél 20 de septiembre de 1822, fecha en la que se despojó de su cargo de Protector sentenció: “En cuanto a mi conducta pública mis compatriotas, como en lo general de las cosas, dividirán sus opiniones, los hijos de estos darán el verdadero fallo”.

En efecto, en el derrotero de la guerra de la independencia San Martín debió sortear enemigos implacables comprendidos no solo por las fuerzas del absolutismo monárquico peninsular, ya que el Libertador debió lidiar con el encono del poderoso y ambicioso Carlos María de Alvear, con la conjura de los hermanos Carrera, chilenos que derrotados en Rancagua y exiliados en Mendoza pretendieron detentar allí su poder desconociendo el del flamante Gobernador Intendente de Cuyo. Cabe agregar a la lista al Almirante inglés Lord Thomas Cochrane, Comandante en Jefe de la Armada Chilena, como también a Bernardino Rivadavia entre los más importantes.

Los citados adversarios, en las distintas etapas dentro de los diez años en los que San Martín fue hombre público, e incluso después, operaron para coadyuvar a generar un ambiente de discordia en torno a la figura del Libertador, algunos escudados por la calumnia, otros alimentados por una ambición de poder desmedida y uno en particular, Thomas Cochrane, movilizado por la codicia.

Bernardino Rivadavia
Bernardino Rivadavia

La calumnia y el encono eran contrarrestados por San Martín con altura, prueba de ello son los conceptos vertidos en una carta dirigida a Tomás Godoy Cruz fechada el 29 de noviembre de 1815 en la que refiriéndose a las injurias de las que era objeto sentenció: “…Ud. dirá que me habré incomodado: sí mi amigo, un poco; pero después llamé la reflexión en mi ayuda, hice lo de Diógenes: zambullirme en una tinaja de filosofía y decir: todo es necesario que sufra el hombre público para que esta nave llegue a puerto”.

A no dudarlo, San Martín debió luchar contra la incomprensión de muchos de sus pares que no entendían la singular personalidad del Gran Capitán que nunca recurrió a su espada para derramar sangre entre hermanos, puede afirmarse que jamás desenvainó su sable sin razón, ni lo envainó sin honor.

Este proceder y su concepción excepcional respecto del poder, siempre mirado como un medio y nunca como un fin en sí mismo, le granjeó la ingratitud e incomprensión de propios y extraños, que tenían una mirada localista del drama revolucionario, mientras que San Martin discurría en americano.

Esa ingratitud comenzó por gestarse cuando el ya vencedor de San Lorenzo, Chacabuco y Maipú estaba en plena preparación de lo que a la postre seria la estocada final al poder realista, la operación anfibia destinada a liberar el Perú. Empresa plagada de dificultades generadas por la falta de recursos de las Provincias Unidas, como también de Chile, siendo insoslayable además las dificultades derivadas de las luchas intestinas entre Buenos Aires y el Interior.

San Martin luchó, aunque infructuosamente, contra ese flagelo que fue un común denominador en la historia argentina, que tanto afectó la empresa emancipadora como la ansiada organización nacional. Sirva como ejemplo las dos cartas que envió, una dirigida al caudillo santafesino Estanislao López y otra al oriental José Gervasio Artigas (aunque ninguna llegó a manos de sus destinatarios), al primero le dijo: “…la sangre americana que se vierte es muy preciosa y debía emplearse contra los enemigos que quieren subyugarnos (…) Mi sable jamás saldrá de la vaina por opiniones políticas: usted es un patriota y yo espero que hará en beneficio de nuestra independencia todo género de sacrificios sin perjuicios de las pretensiones que usted tenga que reclamar”.

San Martín debió lidiar con el encono del poderoso y ambicioso Carlos María de Alvear
San Martín debió lidiar con el encono del poderoso y ambicioso Carlos María de Alvear

Por su parte, al Jefe Oriental le señaló: “…creo que debemos cortar toda diferencia y dedicarnos a la destrucción de nuestros crueles enemigos los españoles, quedándonos tiempo para transar nuestras desavenencias como nos acomode, sin que haya un tercero en discordia que pueda aprovecharse de estas críticas circunstancias”.

San Martín finalizó esa carta manifestando su pretensión, su misión, y el germen de su renunciamiento, actitud de la que muchos iban a desconfiar: “No tengo más pretensiones que la felicidad de la patria: en el momento que esta se vea libre, renunciaré el empleo que tengo para retirarme, teniendo el consuelo de ver a mis conciudadanos libres e independientes”.

El punto culmine del recelo a su figura se configuró cuando desobedeció la orden directa del Director Supremo José Rondeau, que acuciado por los caudillos del litoral, lo conminó a repasar los Andes con su ejército para luchar contra aquellos que se creían capaces de derrotar al gobierno central. San Martín supo que si acataba esa orden quedaba desbaratado su plan emancipador y por ende todo el tremendo esfuerzo realizado.

Comprendió también la gravedad del paso que iba a tomar, prueba de ello es la carta que le envió a Bernardo O´ Higgins, Director Supremo de Chile, con fecha 9 de noviembre de 1819 en la que con carácter reservado le expuso: “Se va a descargar sobre mí una responsabilidad terrible, pero si no se emprende la expedición al Perú todo se lo lleva el diablo”.

A la postre, la elite porteña encumbrada detrás de la figura de Rivadavia, no le perdonaría esa decisión, máxime teniendo en cuenta que, al año siguiente, más precisamente el 1 de febrero de 1820, las fuerzas del litoral triunfarían en Cepeda sobre el poder Central que quedaría disuelto.

La autoridad de San Martín, que emanaba del gobierno que acababa de fenecer lo dejó en una delicada situación de derecho y de hecho. La primera fue zanjada con el acta de Rancagua, instrumento mediante el cual los oficiales del Ejército de los Andes, por unanimidad, ratificaron la continuidad del Libertador al frente de aquel.

Sin apoyo de Buenos Aires, a San Martín no le quedó otra alternativa que recurrir a Simón Bolívar, que estaba en el esplendor de su poder
Sin apoyo de Buenos Aires, a San Martín no le quedó otra alternativa que recurrir a Simón Bolívar, que estaba en el esplendor de su poder

El otro aspecto, quizás el más delicado y de graves consecuencias , fue que con la caída del Directorio no contaría con los recursos económicos de Buenos Aires para emprender la campaña al Perú, esfuerzo que en adelante debió ser soportado por Chile, extremo que desgastó aún más la figura de Bernardo O´Higgins, que debió sortear el desafío económico y político, con evidente oposición de una parte de sus conciudadanos, que no tenían interés en comprometer recursos para emprender aquella campaña.

Ese contexto, aunque harto difícil, no lo amedrentó y como en Mendoza para cruzar los Andes, trabajó para conformar la escuadra y concretar la expedición al Perú. Desde Valparaíso y a poco de emprender la campaña escribió una proclama a los habitantes de la Provincias Unidas del Río de la Plata dispuesto a probar, como si aun hiciera falta, que “…desde que volví a mi Patria, su independencia ha sido el único pensamiento que me ha ocupado y que no he tenido más ambición que la de merecer el odio de los ingratos y el aprecio de los hombres virtuosos”.

No obstante la inclaudicable fortaleza sanmartiniana para enfrentar y superar las adversidades, resulta decisivo apreciar objetivamente la gravedad del contexto para comprender lo que vendría. Con maestría San Martín logró rendir la Capital y declarar de Independencia del Perú el 28 de Julio de 1821, más no logró afianzar el dominio patriota en el extenso territorio incaico, en el que las fuerzas realistas duplicaban en número al Ejército libertador.

Sin apoyo de Buenos Aires, con O´Higgins cada vez más cuestionado y al borde de la renuncia, y sin el apoyo necesario de parte de la elite peruana, no le quedó otra alternativa que recurrir a la figura de Simón Bolívar, que estaba en el esplendor de su poder.

Resulta evidente cuál de estos celebres patriotas estaba en mejor situación cuando se encontraron en Guayaquil el 26 de Julio de 1822, y como ese contexto determinó la salida de San Martín del drama emancipador al no encontrar en el Libertador del Norte el apoyo esperado, incluso habiéndose ofrecido a ser su segundo.

Esta falta de entendimiento, conjuntamente con la delicada atmósfera política que imperaba en el Perú, convenció a San Martín de la drástica decisión de renunciar a su cargo de Protector del Perú y terminar así su actividad como hombre público luego de diez años de guerra y revolución sobre sus espaldas.

Como bien lo señaló el historiador Enrique de Gandía: “San Martín sostuvo a lo largo de su vida americana el principio de renunciar al poder si la política amenazaba convertirse en guerra civil o no tenía por fin la independencia y la libertad”. Ese histórico renunciamiento fue mirado por sus adversarios como una huida y aprovecharon la ocasión para difamarlo, llegando al punto de acusarlo de haberse marchado del Perú con cuantiosos caudales sustraídos de dicho país. El autor intelectual y material de esta diatriba no fue otro más que Thomas Cochrane.

El castigo en Buenos Aires, el odio de los ingratos referido por San Martín en su proclama, no tardaría en llegar. Al respecto, luego de su despedida del Perú, el Libertador se hallaba en Mendoza imposibilitado de marchar hacia Buenos Aires, en parte porque quería seguir de cerca la marcha de la Guerra en el Perú, y también a causa de la animosidad del gobierno de Rivadavia, que llegó al punto de cercarlo de espías, secuestrar su correspondencia, e incluso con la amenaza latente de ser pasible una detención por parte del gobierno central, circunstancia que le impidió despedirse de su moribunda “esposa y amiga” Remedios de Escalada.

El saludo de O'Higgins a San Martín en el campo de batalla
El saludo de O'Higgins a San Martín en el campo de batalla

Aun del otro lado del Atlántico, mientras transitaba su ostracismo voluntario, la diatriba y la calumnia seguirían persiguiéndolo, a punto tal que durante su estadía en Londres colaboró con otros americanos para gestionar la compra de dos buques de guerra para el Perú, noticia que fue tergiversada en Lima, donde se dijo que San Martín pretendía trasladarse en aquellos hacia el Perú para retomar el poder. Esta nueva intriga terminó de colmar la paciencia del Gran Capitán que decidió residir en Bélgica, y hastiado escribió que era su anhelo vivir “separado de todo lo que sea cargo público y si es posible de la sociedad de los hombres”.

Como si fuera poco, tiempo después Rivadavia iba a dirigir otro golpe al legado sanmartiniano, cuando en 1826 decidió disolver el Regimiento de Granaderos a Caballo, ese cuerpo de elite que con la diestra mano de San Martín regó de gloria la América del Sur dando la libertad a medio continente, desde San Lorenzo a Ayacucho ganándose el respeto y la admiración de propios y extraños.

Por aquellos aciagos días San Martín encontraba consuelo en sus amigos, a uno de ellos, “su lancero amado”, don Tomas Guido le escribió: “Lo general de los hombres juzgan de lo pasado según su verdadera justicia y de lo presente según sus propios intereses (…) los honrados me harán justicia de la que yo me creo muy acreedor”.

El anhelo de San Martín de vivir en paz en su patria, un poco en su “ínsula cuyana” y otro poco en la costa del Paraná, como alguna vez manifestó, no podría cumplirse. Ni siquiera pudo volver a pisar el suelo argentino cuando intentó retornar en 1829, ya que al enterarse del fusilamiento de Manuel Dorrego a instancias de Juan Lavalle, que supo ser uno de sus bravos granaderos, decidió no desembarcar para evitar así ser utilizado en la lucha partidaria que se estaba empeñando. En esos términos le escribió al ministro Díaz Vélez: “No perteneciendo ni debiendo pertenecer a ninguno de los dos partidos en cuestión, he resuelto para conseguir este objeto pasar a Montevideo”.

La coherencia de su actitud, como antaño, no iba a alcanzar para ponerlo a cubierto de la crítica. Fue blanco de la prensa de Buenos Aires, específicamente del periódico unitario El Tiempo, que criticó en dos oportunidades su proceder por no desembarcar, pretendiendo manchar el honor de San Martin al acusarlo de haber regresado una vez terminada la guerra con el imperio del Brasil, conflicto en el que, en rigor de verdad, San Martín no ofreció sus servicios para no verse desagraviado por el entonces poderoso Rivadavia, efectuándolo luego de la caída de este.

Parecía cumplirse aquella reflexión del Libertador cuando expresó “que el nombre del general San Martín ha sido más considerado por los enemigos de la independencia que por los muchos americanos a quienes he arrancado las viles cadenas que arrastraban”.

En adelante la calumnia se camufló en la ingratitud del olvido, que sobrellevó gracias a la compañía y atención de su familia, en especial de sus amadas nietas que llenaron de felicidad los días del viejo guerrero hasta el aciago 17 de agosto de 1850.

Tocó a su yerno, albacea testamentario y oficial de la Legación Argentina en París, Mariano Balcarce, encargarse de comunicar a su gobierno la triste noticia. Para tal fin, tomó el 30 de agosto de 1850 la pluma para redactar dos cartas, una de ellas dirigida al Dr. Felipe Arana, Ministro de Relaciones Exteriores y otra a Juan Manuel de Rosas, Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, al que además de anoticiarlo de la infausta noticia, lo notificó del contenido de la cláusula testamentaria mediante la cual designó a Rosas como legatario del glorioso y redentor sable corvo.

El sable corvo de San Martín (Adrián Escandar)
El sable corvo de San Martín (Adrián Escandar)

El legado del sable retempló las críticas hacia San Martín por parte de los unitarios, que seguían sin comprender el genio sanmartiniano. La cláusula tercera del testamento es clara y contundente, San Martín no premió a Rosas por su desempeño en la política interna, lo hizo “como una prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”.

Sin embargo, la mirada localista de algunos empañaba el juicio sobre el Libertador y su disposición, haciéndolo blanco de duras críticas, como la realizada desde Montevideo por parte de Valentín Alsina que en carta a Félix Frías dirá: “Como militar fue intachable, un héroe; pero en lo demás era muy mal mirado de los enemigos de Rosas. Ha hecho un gran daño a nuestra causa con sus prevenciones, casi agrestes y serviles, contra el extranjero, (…) Nos ha dañado mucho fortificando allá y aquí la causa de Rosas, con sus opiniones y con su nombre; y todavía lega a Rosas, tan luego su espada. Esto aturde, humilla e indigna”.

San Martín volvía a ser objeto de discordia, y su legado condenado a un injusto olvido. Como bien lo señaló el historiador Isidoro Ruiz Moreno, en adelante: “En las festividades patrióticas de entonces es frecuente comprobar que el nombre de Bolívar era reverenciado antes que el de San Martín”.

Mas allá de algunos decretos para honrar su memoria como el del Mariscal Castilla en el Perú, el de Urquiza en 1851, que no tuvieron inmediata ejecución, la gloria de San Martín parecía disiparse. Pero no, en vida supo que los honrados le harían justicia de la que él era largamente acreedor. Supo también que el paso del tiempo daría lugar a la razón, y no se equivocó.

A partir de 1856 empezaría a motorizarse la glorificación estatuaria al prócer, el bronce sería testigo del fallo de la posteridad. La iniciativa chilena a instancias del historiador Benjamín Vicuña Mackenna fue un poderoso antecedente que coadyuvó a movilizar en Argentina la concreción de una estatua para glorificar al Gran Capitán.

Será la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, esa Buenos Aires a veces hostil con el Libertador, la encargada de llevar adelante las diligencias y los gastos necesarios para materializar en el bronce el homenaje que, a lo largo del país, y por diversos factores, todavía estaba inconcluso.

El 13 de julio de 1862 fue el día elegido para la solemne inauguración en la Plaza de Marte (hoy Plaza San Martin). Alrededor de las 13 horas de aquella memorable jornada, tuvo lugar un notable discurso del General Bartolomé Mitre:

“La justicia póstuma de los pueblos ha comprendido al fin en el gran Capitán y el hábil político, al hombre superior a las ambiciones vulgares, que supo dirigir la fuerza con inteligencia y con vigor, y usó del poder con moderación y con firmeza, para hacer servir todo al triunfo de la grande y noble causa a que había consagrado su espada, su corazón y su cabeza (…) Al fin, señores, después de aquella larga y tenebrosa noche de ingratitud y de olvido, la gloria de San Martín se ha levantado como una estrella del cielo americano”.

Los restos de San Martín en la Catedral Metropolitana
Los restos de San Martín en la Catedral Metropolitana

Un año después, más precisamente el 5 de abril de 1863 al conmemorarse un nuevo aniversario de la batalla de Maipú, Chile concretó la glorificación del “salvador de Chile” emulando aquellas emotivas y sinceras palabras pronunciadas por el General Bernardo O’Higgins, mientras se estrechaba en un abrazo con el General San Martín en los llanos de Maipú.

El Perú no sería ajeno a esas muestras de reconocimiento. En 1869 a instancias de su presidente José Balta solicitó el permiso de la familia del prócer a efectos de trasladar sus restos para que sean sepultados en la ciudad de Lima, como también erigir una estatua alusiva a su otrora Protector.

Así, el Perú buscaba concretar con acciones aquella gloriosa sentencia de un ilustre escritor peruano, don Mariano Paz Soldán, que escribió: “El general San Martín conocía que la opinión respecto al juicio de su conducta pública estaría dividida, pero confiaba en que los hijos de sus contemporáneos darían el verdadero fallo. Es cierto que muchos de estos injuriaron la memoria de este héroe, pero nosotros, hijos de aquellos, y cuyo fallo es el verdadero, declaramos ante el universo que San Martín es el más grande de los héroes, el más virtuoso de los hombres públicos, el más desinteresado patriota, el más humilde en su grandeza y a quién el Perú, Chile y las Provincias Argentinas le deben su vida y su ser político”.

La apoteosis total, tan merecida, tuvo lugar el 28 de mayo de 1880, cuando la Nación Argentina saldó la deuda de gratitud que tenía con su insigne hijo. Ese día, y luego de casi treinta años, llegaron a nuestro país los restos del General José Francisco de San Martín, quien, entre las disposiciones de última voluntad redactadas en 1844, dejó establecido un deseo, “que su corazón descanse en el de Buenos Aires”.

Buenos Aires y el país todo abrieron sus corazones para que el suyo descansase en suelo argentino, recibiéndole con altos honores acompañándolo una multitud hasta su última morada. A partir de allí, como bien lo expresó el historiador Carlos A. Guzmán: “No fueron suficientes ni el mármol, ni la piedra, ni el bronce, ni el hierro, para perpetuar su figura. Los pinceles esbozaron las más vibrantes alegorías; el verbo encendido produjo magníficos discursos de alabanza. Y los poetas de toda América cantaron su epopeya en la más fina y pura lira”.

Desde entonces, los argentinos tenemos una cita de honor, rendir nuestro homenaje y nuestro respeto a Don José Francisco de San Martín en la Catedral Metropolitana, en el lugar donde descansan sus restos. Hacia allí vamos cada 25 de febrero y cada 17 de agosto. Ante el imponente mausoleo que contiene sus reliquias ratificamos el fallo de la posteridad, lo saludamos como él bien se lo ganó, allí descansa el Padre de la Patria.

Martin Francisco Blanco es abogado, investigador, coautor junto a Roberto Colimodio de “La repatriación de los restos del General San Martín. Un largo viaje de 30 años (1850-1880)”

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