¿Qué espera el Presidente para ir a Corrientes?

¿Alguien puede explicar la cobardía de no ir al lugar del desastre? ¿Es indolencia o es temor a dar la cara? ¿Es cinismo o impiedad? Aunque no quiera asumirlo, también le corresponde asumir el liderazgo en la desgracia

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Alberto Fernández (REUTERS)
Alberto Fernández (REUTERS)

Con el país movilizado y consternado, con los reclamos correspondientes para que apareciera, con el telón de fondo de una tragedia creciente y de una respuesta lastimosa del estado, puesto contra las cuerdas por la realidad y por qué no, hasta por la eficiencia de un chico, al romper un silencio incomprensible el Presidente dijo: “En Corrientes hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance”. Mejor casi que no hubiera hablado.

“Hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance”. O sea, como ya sabemos, no estuvo a su alcance apagar el fuego. No estuvo a su alcance llegar a tiempo. Como la mayoría de los problemas que aquejan al país y su magnitud: el Presidente podría responder lo mismo ante todos, porque definitivamente parecen no estar a su alcance. Inflación, inseguridad, una mínima noción de certeza.

Lo peor es que no fue una declaración de impotencia o un pedido de disculpas o un reconocimiento de la incapacidad evidente del área y del estado. El Presidente era el que estaba enojado por ser cuestionado. Nadie le pedía un tuit. El hecho de que suponga que aparecer era escribir un tuit y hacer publicidad, habla por sí sólo de otras carencias. Como Presidente tiene el deber de informar sobre los actos de gobierno. Claramente el primer mandatario piensa que la información es propaganda, cosa que preocupa, pero al fin y al cabo ya no extraña. El relato suele ser una especie de aviso publicitario de lo que luego no viene, cuando se compra el producto.

Lo increíble es que con el país contemplando su frivolidad al elegir hacer papelones en la playa en vez de apersonarse en la tragedia, el Presidente sólo atinó a confirmar en la cara de los argentinos que no está a la altura. Que tuvo tiempo de ir a Mar de Ajó a atajar penales pero no de conmoverse siquiera por el drama de Corrientes. En los últimos días, las imágenes desoladoras de los incendios que carbonizan los esteros del Iberá, hacen llorar a medio país. ¿En qué estado interior, esa catástrofe no conmociona? Porque no se trata de tener tiempo, ni de escribir un tuit, se trata de que en principio se le ablande a uno el corazón y al menos envíe un mensaje de consuelo. Se trata ante todo, de lo que se espera de un Presidente en las horas más difíciles.

No es una ocurrencia de los periodistas, es lo que se escucha en la voz de bomberos, lugareños y productores: los correntinos se sienten abandonados. Los han hecho sentir descastados de la patria, echados a su suerte, de no ser por los esfuerzos solidarios. Lamentablemente, y no hay dudas, lo que estaba al alcance del Presidente era tan insignificante, que el fuego sigue como reguero de pólvora quemando bosques y poniendo en fuga a especies que desde antes ya estaban en peligro y ahora como todos los habitantes de una tierra convertida en cenizas, huyen a toda prisa hacia la orfandad. 

¿Alguien puede explicar la cobardía de no ir al lugar del desastre? ¿Es indolencia o es temor a dar la cara? ¿Es cinismo o impiedad? ¿Qué espera el Presidente para ir a Corrientes? No sólo debía informar qué estaban haciendo en vez de esconderse. Aunque no quiera asumirlo, también le corresponde asumir el liderazgo en la desgracia. Aunque no sea una tradición política en el espacio al que pertenece donde el estilo prevaleciente es borrarse cuando las papas queman.

Hoy mismo se cumplen 10 años de la tragedia de Once, esa misma que demostró que la corrupción mata. Porque en chatarra ferroviaria viajaban los pasajeros cuando el tren se incrustó como si fuera de papel en el andén. Habían existido las advertencias de la Sigen, y no era que no las habían escuchado. Eso era simplemente parte del negocio. Las anomalías y los peligros de viajar en el Sarmiento ya eran tan evidentes como desatendidos. Y esa mañana a las 8.33, la negligencia fue descubierta por la tragedia.

Cuando el segundo coche se incrustó dentro del primero, todo fue más allá de cualquier desastre conocido. Los vagones se comprimieron unos con otros como si estuvieran hechos de hojalata. La inercia hizo el resto y para los pasajeros todo fue un infierno. Quedaron apilados unos sobre otros, los sobrevivientes, los fallecidos, los agonizantes, los que habían sufrido fracturas. Todos, intentando respirar. Los bomberos aún recuerdan nunca haber visto lo que atestiguaban sus ojos ni tener la respuesta para rescatarlos en ningún manual. Simplemente, no había precedentes. Hicieron un agujero en el techo del tren, con una grúa intentaron salvarlos de a uno. Desgarra detenerse en la descripción pormenorizada de lo que no fue una fatalidad. Unas horas después, cuando las familias lloraban a sus seres queridos o los buscaban desesperados, el ministro de transporte culpó a las víctimas: el problema es que viajaban en los vagones de adelante, dijo. Si esto hubiera ocurrido un sábado a la mañana no teníamos que contar muertos, agregó.

Once no fue la crónica de una tragedia anunciada. Fue un crimen en cámara lenta. Cada vez que el tren rodaba inocente y frágil en las vías y el dinero para su mantenimiento era devorado por la corrupción.

Entonces, tampoco tuvieron nada a su alcance. Y además, eran responsables

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