Cerca de 800.000 hectáreas han sido arrasadas por el fuego en la provincia de Corrientes, que representan alrededor del 9% de su superficie. La situación es dramática en términos ambientales y se suma a una serie de episodios similares registrados en los últimos tiempos en nuestro país. En este tipo de coyunturas resulta complejo motivar una reflexión con pretensiones agudas y enfocada en el futuro, pero, aún con las llamas encendidas, vale la pena el intento.
Desde la modernidad hasta esta parte el mundo occidental se ha visto atravesado por lo que se denomina el paradigma “antropocéntrico”. Supone la ubicación del hombre en una posición de centralidad excluyente, que lo coloca como el primer y auténtico sujeto, como alguna vez dijo Heidegger, lo convierte en “aquel ente sobre el que se fundamenta todo ente en lo tocante a su modo de ser y verdad”. En pocas palabras, de conformidad con esta mirada el ser humano constituye una excepción entre los seres que pueblan la Tierra, es árbitro y soberano.
El antropocentrismo domina todas las disciplinas y es el modo a través del cual se explica la relación entre el hombre y la naturaleza: un vínculo de dominación que habilita cualquier tipo de actitud en virtud, precisamente, de la supuesta ruptura ontológica que significa la especie humana y que la jerarquiza por sobre todas las demás. En este marco se inscriben las prácticas extractivistas que conciben a la naturaleza como un objeto susceptible de apropiación y explotación ilimitada.
El discurso jurídico ha recogido y coadyuvado a consolidar estas conductas, desde la propia legislación –y, sobre todo, desde la ausencia de normativa referida a determinadas problemáticas ambientales- hasta decisiones judiciales que han privilegiado el derecho de propiedad y la libertad de empresa por sobre la tutela de la naturaleza, sin perjuicio de algunas manifestaciones disidentes que con notoria valentía se gestaron en los últimos tiempos.
En el ámbito de la protección de los derechos humanos, el derrotero ha sido ostensiblemente extenso y aún permanece inconcluso. Comenzó en la segunda mitad del siglo pasado con una serie de Conferencias y Declaraciones en las que los Estados asumieron compromisos que, en general, acabaron replegados al rincón de las simples promesas. Este primer paso en el orden de lo que solemos llamar “soft- law”, encontró luego una desembocadura en instrumentos internacionales vinculantes que, poco a poco, introdujeron la idea de que existe un “derecho humano a gozar de un ambiente sano”, como condición para una vida digna. Sin embargo, no significó la sepultura de la mirada antropocéntrica -ni mucho menos-, puesto que no fue definitivamente abandonada la relación sujeto- objeto entre las personas humanas y la naturaleza, más bien se procuró trazar ciertas fronteras a los comportamientos abusivos.
La lucha ambiental en la arena de los derechos humanos, fundamentalmente de las obligaciones internacionales que pesan sobre los Estados, reconoce como escollos el desmesurado poder de ciertos grupos económicos –en casos, más influyentes que los propios gobiernos- y las dificultades económicas y políticas con las que se topan los países para cumplir con los acuerdos. Estas circunstancias han dilatado –y continúan haciéndolo- la verificación de un progreso más contundente en la escena internacional. De hecho, la justiciabilidad de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales (DESCA) ha merecido calurosos debates, que afortunadamente forman parte del pasado –o, al menos, eso creemos-.
El Sistema Interamericano ha sido protagonista de consistentes progresos en este asunto, sobre todo a partir de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos reconoció la posibilidad de declarar la violación autónoma del artículo 26 de la Convención Americana, referido a derechos económicos, sociales y culturales. Además, en su Opinión Consultiva N° 23/2017 abordó específicamente los alcances de las obligaciones ambientales de los Estados, diseñando de esa manera un auténtico horizonte interpretativo.
No obstante, en relación con los derechos ambientales, como así también con los demás, la indiscutiblemente necesaria intervención de los Estados debe acompañarse de una revisión más profunda que traiga a la escena a otros actores relevantes. Aquí merece introducirse, de una vez por todas, la responsabilidad del sector privado y la trascendencia de avanzar hacia un tratado vinculante sobre empresas y derechos humanos.
El telón de fondo de las transformaciones jurídica a las que, legítimamente, aspiramos, está dado por la discusión de una nueva ética ambiental, que nos habilite a revisar las formas en que nos conectamos con la naturaleza. Inicialmente, es preciso derrotar la noción de protección ambiental en clave antropocéntrica, puesto que se basa en servir al hombre y en comprender a la naturaleza desde un punto de vista puramente instrumental. Ésta merece concebirse como un fin en sí mismo y, a su vez, es necesario promover el respeto entre todos los seres vivos, superando la hegemónica idea de la excepción humana y pensando en términos de continuidad.
Desde luego que focalizar la controversia en estos ejes es una tarea política y, paulatinamente, los movimientos sociales están motorizando una narrativa en este sentido.
En definitiva, la angustia de Corrientes, como tantas otras, nos ponen, recuperando el título de la obra de Bruno Latour, “cara a cara con el planeta”. Y son dos caras que sufren.
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