Una noticia irrumpió ayer en nuestra mañana argentina que nos llenó de inmensa alegría. Un paso más en el camino del reconocimiento oficial de su santidad: la Iglesia, en la firma del Papa Francisco, reconoce las virtudes heroicas del querido padre Cardenal Eduardo Francisco Pironio.
El padre Eduardo fue cardenal obispo de la Iglesia católica, sexto argentino agregado al Colegio cardenalicio y el primer latinoamericano que desempeñó un cargo en la Curia Romana al momento de su creación como cardenal.
Fue prefecto de Vida Consagrada (1974-1984) y presidente del Pontificio Consejo para los Laicos (1985 -1996). Asistió al Concilio Vaticano II y a los dos cónclaves de 1978. Secretario del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) —responsabilidad que actualmente también asume un obispo argentino, Jorge Eduardo Lozano— en tiempos de Medellín (1968) donde con otros “santos” (san Óscar Romero entre ellos) se dieron cita y compartieron sueños de justicia para la América latina herida y postergada.
Reseñar por su servicio al padre Eduardo Pironio dice bastante, pero no lo dice todo, aunque estas líneas no podrán adentrarse mucho en ello. Este hombre de Dios fue el hijo número veintidós de Giuseppe Pironio y Enrica Rosa Buttazzoni, emigrados a la Argentina ya como matrimonio desde la región de Friuli, Italia, en 1898.
Nació el 3 de diciembre de 1920, en la ciudad de Nueve de Julio, y solía comentar que su vida era un milagro concedido a su madre por la Virgen de Luján, por quien él sentía una devoción filial de hijo a Madre, a cuyos pies hoy descansa en la tumba que guarda sus restos en la Basílica de Luján (provincia de Buenos Aires, Argentina) y donde hilvanó los hitos de su vida personal.
Su fe se cimentó en la familia y la parroquia. Y a los 11 años, como era costumbre en aquellas épocas, ingresó al Seminario San José de La Plata, arquidiócesis a la que volvería muchos años después como Obispo auxiliar en 1964. Cumplidos los 12 años de su proceso de formación es ordenado sacerdote el 5 de diciembre de 1943, claro está que la ceremonia fue en la Basílica de Nuestra Señora de Luján.
El joven padre Eduardo inicia su camino como profesor de Literatura, latín, Filosofía y Teología sucesivamente en el Seminario Pío XII de Mercedes donde se dedica a la formación de los futuros sacerdotes durante 15 años. Junto a ello, va creciendo su reflexión teológica muchas veces expresadas en la Revista de Teología del Seminario de La Plata o en Notas de Pastoral Jocista, órgano de la Juventud Obrera de Acción Católica (JOC) en la Argentina donde se relaciona con el padre Manuel Moledo.
Entre 1953-1955 estudia en Roma, donde obtiene la licenciatura en Teología por la Pontificia Universidad Santo Tomás de Aquino (Angelicum).
Su pensamiento abierto, doctrinal, profundo y a la vez sencillo parece adelantar el “aire fresco” del Concilio Vaticano II donde, algunos años después participaría como perito para su segunda sesión junto a los obispos argentinos asistentes a aquellas jornadas históricas.
A su regreso de Europa siguió como formador en los seminarios de Mercedes y La Plata hasta su nombramiento como vicario general de la diócesis mercedina (1958) y se incorporó como profesor de Teología en la recientemente fundada Universidad Católica Argentina, de la cual llegó a ser rector. También será designado, años más tarde (1963), Visitador Apostólico de las universidades católicas argentinas y rector del Seminario Metropolitano de Villa Devoto (1960), siendo así el primer rector del clero diocesano después de la dirección de los padres jesuitas.
No tardó en llegar su ordenación episcopal el 31 de mayo de 1964. La celebración se realizó en su “casa”, la Basílica de Luján, y fue asignado como Obispo Auxiliar de La Plata. Su lema episcopal define de algún modo su propia vida: “Cristo entre ustedes, la esperanza de la gloria”, una frase de la epístola a los Colosenses (1:27) que testimonia su fe inquebrantable en Jesús, en la experiencia de la cruz y la esperanza en Cristo Resucitado que marcó su vida y su generosa entrega.
La vida del Cardenal Pironio fue fecunda y estuvo signada por el acompañamiento al laicado: hombres y mujeres que vivimos nuestra fe en la vida social, familiar, profesional, y en el servicio pastoral en las diócesis; luego desde Roma en la conducción del Consejo Pontificio para los Laicos y como asesor general de la Acción Católica Argentina donde su palabra oportuna formó la conciencia laical para una presencia decidida en el mundo y en su cotidianidad para irradiar la Buena Noticia en los compromisos propios del creyente en la vida diaria. Un cimiento fuerte donde aquilatar el llamado presente a ser Iglesia en salida, fraterna, cuidadora de los pobres y la casa común que el Papa Francisco nos propone para nuestro tiempo.
En la Iglesia latinoamericana fue elegido en 1967 secretario general del CELAM y reelegido en 1970, luego fue presidente del organismo eclesial continental por dos veces, en 1972 y en 1974. Su paso fue providencial y sus reflexiones desde la experiencia evangélica siguen vigentes para esta hora de nuestras patrias atravesadas por tantas desigualdades, injusticias y conflictos. No se cansaba de predicar sobre la necesidad de una Iglesia pobre, liberadora, una Iglesia de la esperanza.
El 27 abril de 1972 Pablo VI lo nombró obispo de Mar del Plata (función que desempeñó hasta el 20 de septiembre de 1975), tierra a la que llamaba “la muy galana costa del sur” y a la que llegó anunciando “paz, alegría y esperanza”. Le gustaba mucho caminar por la orilla del mar en su querida Mar del Plata donde sembró una fuerza que perdura. Es también Pablo VI quien lo invita en 1974 para que predicara los ejercicios espirituales de Cuaresma en la Curia Romana y con quien establece una relación filial profunda, una amistad en la fe y en la disponibilidad al servicio de la Iglesia.
En medio de los días turbulentos de nuestro país en los 70, el padre Eduardo atravesó la cruz y el sufrimiento sin dejar por un instante su ministerio pastoral en medio de su pueblo. Esa presencia lo hizo voz autorizada en diversos ámbitos mientras que en otros, claro está, fue una voz molesta. Conoció la persecución, la amenaza y sufrió con dolor la desaparición de personas en su entorno cercano. La incomprensión ante su postura fue de adentro y de afuera acusándolo injustamente. Su vida entonces, otra vez, la confió a Dios llamando a la reconciliación. Inolvidable aquella Semana Santa de 1975 celebrada en la Catedral de Mar del Plata.
En septiembre de ese año, casi repentinamente, Pablo VI lo convocó a Roma y lo designó pro prefecto de la Sagrada Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares durante nueve años: “Vengo ante ustedes como pro prefecto, vengo junto a ustedes como novicio”, les dijo, señalando su disponibilidad a aprender como un principiante sobre las Congregaciones Religiosas ya que él provenía el clero diocesano.
No fue fácil su partida que aceptó por fidelidad al Papa. Su despedida no podía ser en otro lugar que en Luján. De ahí en más, el padre Eduardo siguió su servicio, ya no en su diócesis o en América, sino en la Iglesia a nivel universal siendo nombrado cardenal. Ante ello, señaló: “Me nombraron cardenal no soy digno de esta confianza del Papa y de esta bondad de Dios”. Pironio era esencialmente un hombre humilde.
Posteriormente fue designado presidente del Consejo Pontificio para los Laicos (1985-1996), junto al Papa San Juan Pablo II y, sin duda alguna, bajo su intuición personal de la necesidad de acercar a los Jóvenes la propuesta de Jesús y de la Iglesia conciliar, organizó la primera Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) en Roma (1985) y las que le siguieron en Buenos Aires (1987), Santiago de Compostela (1989), Czestochowa (1991), Denver (1993) y Manila (1995). Todo este tiempo fecundo a su vez fue el tiempo en que la enfermedad irrumpió en su vida y se hizo ofrenda.
El Venerable Cardenal Eduardo Francisco Pironio murió en Roma el 5 de febrero de 1998, rodeado de sus afectos cercanos y del cariño extendido por el mundo de quienes descubrieron en él al pastor servicial, al hombre de comunión, al cristiano de oración y de contemplación, al hermano del diálogo sincero, respetuoso, abierto, al obispo que asume el lugar de presidir la comunidad desde la oración, la vive con humildad y la hace servicio desde el gobierno.
Si debiéramos reseñar todas sus fructíferas enseñanzas compartidas como reflexión de par a par —”a mis amigos” como muchas veces se dirigía a quienes lo escuchaban o leían, y las miles y miles de cartas intercambiadas con sacerdotes, religiosas y religiosos, laicos, con quienes supo tejer una amistad en la fe, en tiempos que no existía ni el e-mail, ni las redes y menos WhatsApp— sería una auténtica epopeya.
Como aquel hombre de Mercedes que escribió un testimonio para la Causa, puedo decir que “tengo la seguridad de que el Señor me concedió la gracia de poner un santo en mi camino y al fin de mis días tendré que rendir cuentas del don recibido”.
En el día que ha sido declarado Venerable, digamos con él ¡Magnificat!
*Lic. Claudia Carbajal. Vicepresidenta 1ª Consejo Nacional de Acción Católica Argentina. Consultora del Dicasterio para los Laicos, para la Vida y la Familia. Santa Sede
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