“A veces, cuando sonreís, no es porque estás feliz, sino porque sos fuerte”, dijo Pamela Anderson hace unos años en el Festival de Cannes. Fue cuando habló por primera vez de los abusos que sufrió en la infancia, aunque mucho de ese sufrimiento se repitió infinidad de veces en su vida, de todas las formas posibles.
Entonces contó que su niñera la manoseó entre los 6 y los 10 años. Que el hermano de una amiga la violó mientras le enseñaba a jugar al Backgamon, en lo que fue su “primera experiencia heterosexual”. Ella tenía 12, él 25, pero le esperaban cosas todavía peores. Su primer novio, en 9º grado, “decidió que iba a ser gracioso” violarla en grupo con sus amigos. Pamela padeció ese ataque sin decírselo a nadie, en silencio. Y sonrió, porque era fuerte. Es lo que nos enseñan a todas las mujeres: “¿No ves que sos más linda cuando sonreís vos?”
A Pamela Anderson esa frase se la enseñó su madre, una madre que tenía dos trabajos y demasiadas preocupaciones como para que ella le llevara otra. Cuando finalmente Anderson le contó sobre los abusos, la madre le respondió: “Está en el pasado. No pienses en eso nunca más”. No porque no la quisiera, o porque fuera mala. Simplemente quería lo mejor para su hija, que saliera adelante. A ella también le habían enseñado a sonreír y aguantar.
Ahora una serie de Hulu y Star+ hace un recorte sobre otro momento abusivo en la vida de la bomba sexual de los 90, la californiana perfecta de Baywatch con sus catorce tapas de Playboy. Pero uno puede imaginar que cualquier otro recorte sobre su historia mostraría lo mismo: la vulnerabilidad de una mujer que –más allá de su voz aniñada, su pelo rubio al viento, su boca carnosa o sus tetas apretadas en un traje de baño rojo demasiado estrecho– nunca le importó a nadie. Su vida no importaba. Pamela Anderson era entonces, a la vista del público de todo el mundo, apenas un par de tetas, un pedazo de carne, una cosa.
Recuerdo ahora la vez en que vino de visita a Buenos Aires y a Punta del Este, en 1999, y tuvo que cancelar el viaje y volver volando a Los Ángeles. Una manada de adolescentes descontrolados se le tiró encima en la playa Bikini para arrancarle la ropa. Todos querían llevarse algo. A nadie le sorprendió demasiado que para esos adolescentes la ex estrella de Baywatch fuera un objeto sobre el que podían abalanzarse sin importar lo que ella quisiera. Estaba para eso. Y así como a tantas mujeres nos enseñaron a callar y sonreír, a esos chicos les habían enseñado que lo que esa mujer hermosa quisiera no tenía relevancia alguna.
En Pam & Tommy, el drama de Robert Siegel dirigido y guionado alternativamente por mujeres y varones, el foco está puesto en el vertiginoso romance de la actriz con el percusionista de Mötley Crüe –”la más grande historia de amor jamás vendida”– y en la filtración del video sexual de ambos, en 1996.
Anderson conoció a Tommy Lee en un boliche en la noche de Año Nuevo de 1994. El la siguió a Cancún –contra su voluntad, porque ni siquiera el hombre de su vida consideraba que respetar los deseos de esa rubia fuera algo necesario–, y se casaron a los cuatro días. La serie, con momentos tan bizarros como ilustrativos de la época que cuenta, lo muestra tal como sucedió. La pareja se dio cuenta de lo que había hecho en el vuelo de regreso a Estados Unidos, pero estaban enamorados, y se mudaron juntos a la casa de él en Malibú. Apenas si se conocían.
Comenzaron entonces los trabajos de remodelación en la casa en la que iban a vivir. Tommy Lee era un hombre violento y exaltado, aunque por entonces todavía no usaba su violencia contra Pamela como lo haría más tarde. Cuando echó a un contratista y lo amenazó con un arma, la situación pasó a mayores sin que se diera cuenta, porque vivía en su mundo de rock y sexo. Pero el hombre que había despedido planeó una venganza y volvió a la casa para robar su caja de seguridad, donde se encontró con el famoso video sexual que Anderson y Lee habían grabado durante su luna de miel.
El contratista quería vengarse de Tommy Lee, pero su furia recaería sobre Pamela. Cuando el video se filtra, el personaje que interpreta Lily James en la serie se lo dice al baterista: “Me siento violada… Es tan humillante… Para mí es muchísimo peor que para vos. No por mi carrera, sino porque soy una mujer. Con esto la gente va a creer que vos sos genial. Te van a chocar los cinco en la calle. A mí el mundo entero me va a ver como si fuera una puta”.
Tenía razón. En todo. La carrera de Anderson nunca se recuperó de esa filtración. El capítulo cuatro es demoledor. Pamela pierde el bebé que deseaba con el alma, pero a nadie le importa eso tampoco. Cuando sale del hospital, camuflada y devastada tras el aborto, los paparazzi la acosan sin piedad, y vuelven a violarla en su momento más duro. Como los adolescentes de la playa, a ninguno le importa la mujer que hay detrás. Anderson es sólo un pedazo de carne. El epítome de la cosificación.
En las redes circuló esta semana un video de Silvia Süller, que en la Argentina corrió una suerte parecida a la de Anderson. Durante años Süller fue la fácil, la loca, la mala madre que se enfrentó a su ex, Silvio Soldán. Una puta que aprendió a jugar el papel. El video que se viralizó en estos días, sin embargo, no es sexual. Silvia no debe tener más de 35 años y está platinada como Marilyn Monroe, su ídola.
En esa admiración hay una línea invisible pero patente: la belleza duele, ser mujer es peor, no importa lo que hagas, ni cuánto te esfuerces, porque el mundo entero te va a ver como si fueras una puta. Y “estar buena” no mejora las cosas, porque vas a ser sólo un par de tetas. Un pedazo de carne. Anderson, como Marilyn, quiso ser una actriz seria y hasta impulsó con el tiempo su propia fundación para proteger “los derechos humanos, animales y ambientales”; también como Marilyn, escribe poemas. Sabemos muy poco de la vida interior de Silvia Süller. Nunca la escuchamos.
Tal vez en ese video de los 90 en el que la vedette denuncia desigualdades de género en el programa que entonces tenía Chiche Gelblung, haya una clave. ¿La silenciamos porque decía la verdad, como sugiere el usuario de Twitter que reflotó el viejo tape? “La mujer fue siempre usada y yo me pongo en el papel que estoy diciendo –dice Süller ante un living colmado de mujeres como ella, que sin embargo la miran como si dijera una barbaridad–: usada, maltratada, ultrajada, pisoteada y tirada a la basura como un trapo viejo”.
Entre sus interlocutoras hay incluso alguna sorora reconocida en nuestros días que responde con un argumento que hoy, afortunadamente, sería repudiado: “¿Cómo le responden a los hombres después de que nos han mantenido durante milenios? Han ido a las guerras para defendernos y así les respondemos ahora...”. Así. Así interrumpe en seco a Süller una actriz seria, como Esther Goris, cuyo mensaje sí era tenido en cuenta. “Vos decís que te sentiste pisoteada y todo eso, ¿por qué te dejaste pisotear? Si un tipo te pisotea...”, dice otra de las presentes, con la misma liviandad con la que alguna vez Mirtha Legrand pronunció aquella frase histórica: “Y vos, ¿qué hiciste para que te pegara?”.
La afroamericana bel hooks (1952-2021, se escribe así, con minúsculas) decía que hay mujeres machistas cuyo rol en la reproducción del patriarcado es tan fuerte como el de muchos varones. Yo creo que no son ni fueron sólo las machistas, sino que en cierta forma todas contribuimos, aunque sea para cuidarnos, como la madre de Anderson. Por eso no creo que se trate de atacarlas a ellas; ni a Goris, ni a Mirtha, ni al resto del panel, porque todas –todos– tenemos derecho a cambiar de idea. La propia Mirtha pidió disculpas en su momento y levantó el cartel de #NiUnaMenos en un gesto que seguro abrió más conciencias que tantas declamaciones aleccionadoras que no nos enseñaron nada. Pero sí, se trata de volver a pensar para entender cuánto de ese discurso impregnó nuestra época: todos fuimos parte. Y todas también.
Los que no hicimos callar a Silvia Süller como si dijera pavadas, contribuimos con su ridiculización en los medios y compramos esa versión de la madre loca, de la risa enferma. Sin ver que a lo mejor esa risa era, como en Pamela, una demostración de fortaleza. Durante demasiado tiempo, sostiene Susan Brownmiller en un libro de los años setenta que nunca perdió vigencia –Contra nuestra voluntad–, las mujeres tuvimos la obligación de sonreír, aunque nos violaran o abusaran de nosotras de manera simbólica o real. Porque somos más lindas así, porque parecemos más buenas, menos “intensas”, inofensivas, más fáciles de dominar.
“Yo defiendo a las mujeres y no me gustaría que a ninguna de ustedes les pase lo que me pasó a mí... Por lo general el hombre te usa y te deja en la calle, te deja llena de hijos. ¡No les importa nada al momento de irse!”, se planta la vedette en el video que ahora revisamos casi con la convicción de que ahí estaba una de las primeras feministas del país.
“¿Vos fuiste educada para ser cornuda, para lavar, planchar y todo eso?”, le pregunta Gelblung sobre el final de la entrevista. Silvia dice que sí. Yo pienso que también la educaron para sonreír.
Y le pido perdón por eso a ella y a Pamela. Porque no es sólo cómo fueron cosificadas, sino cómo dejamos que lo hicieran.
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