El oso y el dragón: cómo la crisis entre EEUU y Rusia beneficia a China

La cumbre entre Xi Jinping y Vladimir Putin en los JJOO de Invierno exhibió la solidez de una alianza de intereses, pese a la rivalidad ancestral entre ambos países

La cumbre entre el presidente ruso Vladimir Putin y su par chino, Xi Jinping, en Beijing (Crédito: Sputnik/Aleksey Druzhinin/Kremlin)

La inauguración de los Juegos Olímpicos de Invierno fue el escenario de una nueva cumbre entre Xi Jinping y Vladimir Putin. Oportunidad en que el líder del Politburó del PCCH endosó las pretensiones geopolíticas del Kremlin, en momentos en que mantiene un profundo enfrentamiento con los Estados Unidos ante el inagotable conflicto ucraniano.

Las palabras de Xi en el sentido de respaldar las “legítimas preocupaciones de seguridad” de la Federación Rusa brindaron un valioso apoyo para Putin quien logró la suscripción de un comunicado conjunto en el que “se oponen a que prosiga la ampliación de la OTAN” y en el que se plantea revisar la red institucional creada a imagen y semejanza de los EEUU que conforma los cimientos del orden global inaugurado en 1945.

Tal vez como nunca, quedó exhibida la solidez de una alianza de intereses a todas luces contrario a los intereses de Occidente. Una realidad que llevó a que la propia Jude Blanchette, directora de estudios de China en el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS), reconociera que “es incómodo para los estadounidenses admitir que son nuestras políticas las que, en muchos sentidos, están actuando como un agente cohesivo para Moscú y Pekín”.

Pero una alianza entre Rusia y China no es sino una particularidad histórica. De pronto, un desafío a las reglas de la Geografía y de la Historia. Las que durante siglos cimentaron una ancestral rivalidad entre dos gigantes adyacentes en esa bisagra de la Tierra que forman las interminables estepas de Eurasia. Aquel Heartland destinado a despertar la competencia de las grandes potencias. Oportuna y grandielocuentemente descriptas por Halford J. Mackinder, en su teoría del pivote geográfico de la Historia (1904).

Eternas suspicacias han sido una constante a lo largo de los siglos entre Rusia y China. Así, contrariamente a lo que suele creerse, los jerarcas soviéticos no promovieron en su día el triunfo de Mao Zedong en la Guerra Civil y su victoria sobre los nacionalistas del Kuomitang fue sustanciada a pesar de Stalin y no como resultado de su voluntad. Al punto que la alianza sino-soviética duraría tan sólo una década.

Ya a comienzos de los años 60 las relaciones entre Moscú y Beijing estaban plagadas de mutuas desconfianzas. Expresadas en ataques abiertos de Mao contra el “revisionismo” de la era Kruschov y en los cuestionamientos del Kremlin por los excesos de la Revolución Cultural. Los entredichos llevarían a que en 1967, durante la cumbre de Glassboro en New Jersey, el premier Alexei Kosygin le asegurara al Presidente Lyndon B. Johnson que los chinos eran impredecibles, volubles y decididamente no confiables.

Dos años más tarde, episodios potencialmente perturbadores para la paz y la seguridad internacional enfrentaron a chinos y soviéticos en las cercanías del río Ussuri. Dos potencias nucleares, al borde de la guerra que, sin embargo, brindaron una oportunidad para la política exterior más audaz, creativa e innovadora de la segunda mitad del siglo XX.

El presidente norteamericano Richard Nixon conoce al líder del Partido Comunista Chino, Mao Tse Tung (Crédito: Everett/Shutterstock)

El destino quiso que las circunstancias encontraran en la Casa Blanca a los hombres indicados frente al desafío histórico que el quiebre sino-soviético ofreció para los EEUU. Entonces, Richard Nixon y Henry Kissinger entendieron que debían mantener con Moscú y Beijing una mejor relación que la que éstas pudieran tener entre sí mediante una apertura a la nación más poblada del mundo, a partir del histórico viaje que Nixon hizo a China Popular en febrero de 1972, hace exactamente cinco décadas. Había sido invitado por Mao y el influyente premier Chou en Lai, quienes habían arribado a las mismas conclusiones, frente al temor que entonces representaba el expansionismo soviético.

Pero en los años que siguieron los acontecimientos determinaron una alteración fundamental en la relación entre las potencias. Una combinación de errores y un cambio en la economía mundial hicieron colapsar al experimento comunista soviético a fines de los ochenta, llevando finalmente a la disolución del imperio fundado por Lenin siete décadas antes. Y así, entre 1989 y 1991 el mundo vivió una aceleración fenomenal de los tiempos históricos, cuando cayeron uno a uno los regímenes socialistas de Europa Oriental y se desintegró la Unión Soviética, cesando en su existencia como realidad geopolítica y como sujeto de derecho internacional. Se dio paso al momento unipolar en el que los EEUU emergieron como única superpotencia del Nuevo Orden Mundial que siguió al fin de la Guerra Fría.

El cuadro está incompleto si no se tiene en cuenta los cambios sustanciales que tuvieron lugar al otro lado del globo. A partir de 1978, Deng Xiaoping logró desplazar a la Banda de los Cuatro y lanzó una serie de reformas económicas, al introducir las reglas del mercado, la apertura y la modernización. En sólo cuatro décadas, elevó al gigante asiático a la categoría de superpotencia económica de nuestros días, lo que clausuró el siglo y medio de declinación inaugurado con las humillaciones de las intervenciones extranjeras, las guerras del Opio y continuado por la guerra civil, las penurias del comunismo y los delirios de la Revolución Cultural.

El ascenso de China a la categoría de superpotencia económica acarrearía, acaso inevitablemente, las inquietudes propias de la potencia establecida. Despertando los fantasmas de Tucídides, quien en su Historia de la Guerra del Peloponeso expuso cómo el tránsito de poder resulta a menudo en un hecho traumático. Más pronto que tarde Washington se sentiría amenazado, a pesar de la gigantesca interdependencia económica entre las dos mayores economías del mundo que protagonizan el siglo XXI.

Para los amos de la ex Unión Soviética, quedó reservado el privilegiado tercer lugar en el espectáculo del mundo. Hasta llegar al momento actual, en el que por tercera vez -en los últimos veinte años- una administración norteamericana se encuentra frente al desafío de confrontar en forma simultánea a Beijing y Moscú.

Acaso como consecuencia de un malentendido imposible de resolver, la expansión de la OTAN a lo largo del territorio de estados que hasta hace tan sólo tres décadas integraban el Pacto de Varsovia o la propia Unión Soviética fue un desafío abierto a los intereses de seguridad de Moscú. Para unos y otros, Ucrania siempre fue la pretensión de cruzar aquella línea roja. Ucrania, atrapada para siempre entre Rusia y Europa. Como un puente o una frontera entre dos mundos.

Tal como quedó demostrado en el año crucial de 2014, las relaciones entre Washington y Moscú colapsaron como corolario del inagotable conflicto ucraniano. El entonces presidente pro-ruso de Ucrania, Viktor Yanukovich, canceló las negociaciones que estaba llevando adelante con la Unión Europea para volcarse decididamente a un acuerdo con el Kremlin, tras recibir una oferta imposible de ser rechazada. Pero la decisión estaba destinada a envenenar a los nacionalistas de Kiev, provocando el estallido del Euromaidan y la caída de su gobierno. Fue una oportunidad para que Moscú anexara, invadiera o recuperara la estratégica península de Crimea, corrigiendo -de acuerdo con la narrativa rusa- un error imperdonable de Kruschov de 1954. El entonces secretario de Estado, John Kerry, advirtió que se estaba actuando en violación de la Carta de las Naciones Unidas y en un inaceptable ejercicio de poder propio del siglo XIX.

Las duras sanciones impuestas a Rusia, convenientemente acompañadas por una caída del precio del petróleo, obligó al Kremlin a reorientar sus prioridades estratégicas hacia China. La postura rusa frente a los acontecimientos fue simple pero gráficamente sintetizada en un editorial del Global Times, que indicó que los hechos tenían las características de lo inevitable.

Los años que siguieron profundizarían este extremo. Las relaciones triangulares del presente entre Washington, Moscú y Beijing arrojan un saldo cada vez menos favorable para los intereses de Occidente. Cuando el acercamiento entre China y Rusia exhibe las limitaciones de la política de las naciones que promueven la democracia y el respeto por los Derechos Humanos, la consolidación de ese vínculo fortalece a la potencia en ascenso del siglo XXI que es China y no la ex Unión Soviética, como se verificó el primer viernes de febrero durante los fastos de Beijing. Postal de un nuevo hito en un mundo siempre dinámico, en el que la única constante es el cambio.

*Mariano A. Caucino es especialista en relaciones internacionales. Ex embajador en Israel y Costa Rica.