La primera tentación al escuchar el nombre de la Liga Argentina por los Derechos Humanos, es imaginar a sus miembros con capa. Se ocupan de temas grandes: como los personajes de DC Comics, su misión es la Justicia. Aunque sean de cabotaje, tienen que ser casi héroes, o al menos tratar de parecerlo.
Incluso después de un chequeo rápido, uno puede pensar que no está tan errado. En la web de la organización dice clarito que es una institución dedicada “a la defensa, la promoción y la educación para los Derechos Humanos”, que luchan por la dignidad de las personas y “por su derecho a ser protagonistas en la construcción de una sociedad donde la libertad y el pleno desarrollo de la democracia y el pluralismo sean realidad”.
Todo eso se borra en un segundo al ver el video en el que su presidente, vestido con su capa-remera reglamentaria, le asesta un certero golpe en la cabeza a una mujer absolutamente indefensa, sentada en su mostrador de trabajo.
¿Estaría defendiendo, promoviendo o educándonos en Derechos Humanos José Ernesto Schulman el jueves último cuando decidió fotografiar a la destinataria de su exabrupto, una empleada de la boletería de Ruta Atlántica culpable para él de la demora de un micro?
En sus declaraciones públicas de los últimos años, Schulman dijo muchas veces que estaba comprometido con la libertad de sus compañeros “injustamente presos”. Pero aún si uno estuviera de acuerdo en que el ex vicepresidente Amado Boudou o la líder social jujeña Milagro Sala –cuya conducta con mujeres y niños de su propia organización no parece haber sido menos violenta que la de este señor– son presos políticos, como sostiene este dirigente del kirchnerismo que ha sido incluso recibido por el ministro de Justicia y Derechos Humanos, Martín Soria, para discutir la agenda de su organización y cuestiones como el “lawfare” y la necesidad de una reforma judicial con paridad, inclusión y perspectiva de género; no deja de ser una paradoja en todos los sentidos que, en las imágenes que se viralizaron, el hombre amenace a los gritos con la cárcel a la trabajadora de la terminal de ómnibus de Santa Clara del Mar y a otra mujer: “¿Sabés lo que te puedo hacer? Las puedo meter en cana”.
Schulman, que ha señalado con el dedo desde su banquito moral lleno de eufemismos y juicios dogmáticos a quienes considera antidemocráticos o perversos –la última vez, cuando convocó a la marcha contra los integrantes de la Corte Suprema, hace dos semanas–, y se ha codeado con referentes de peso, como las Abuelas de Plaza de Mayo, debe tener un criterio de justicia social bastante distorsionado y, muy probablemente, la clase de contactos e impunidad que le hacen creer en esa idea recurrente de algunos personajes de la política: que los problemas particulares en sus pequeñísimas vidas –un colectivo que tarda, una multa de tránsito– son afrentas directas contra el Estado, y deben resolverse con el uso de la fuerza pública.
¿En qué momento el presidente de una organización de Derechos Humanos llega a la peregrina idea de que tiene poder de policía y que puede agredir e incluso detener a alguien?
En principio, no resulta un caso aislado: es la misma arrogancia incivilizada con la que el hoy Ministro de Ambiente y Desarrollo Sostenible, Juan Cabandié, increpó hace una década a una agente que lo sorprendió manejando sin los papeles del seguro y la hizo echar. El cargo actual demuestra que, en la Argentina, el abuso de poder no tiene ni siquiera la condena social suficiente; es la prueba de que se puede maltratar ciudadanos –trabajadoras, especialmente– a la vista de todo el país, sin que haya mayores consecuencias.
Los Derechos Humanos que promueve Schulman evidentemente no son para todos, y tampoco para todes. Esa “e” que debería ser sinónimo de inclusión, resulta apenas maquillaje en el dirigente cuando la usa en las disculpas dirigidas a sus compañeres pero no a esa “pendeja” a la que amenazó con la cárcel. Le habla sólo a su tribuna, porque es esa pertenencia la que lo hace sentir superior; cuando le dice a la empleada “¿Pelotuda, de qué te reís?”, podría decirle también: “¿Con quién te creés que estás hablando?”; con ese aire de que es un error lamentable perturbar la tranquilidad de una persona de su rango.
La referencia obvia es George Orwell y su inextinguible Rebelión en la Granja: Schulman es un cerdo caminando sobre dos patas. La Justicia y los derechos con los que se llena la boca, son sólo para sus camaradas: una casa prohibida para el resto de los animales. Y algo más: esos camaradas son varones. Lo dice también la web de la organización que dirige –donde la inclusión se escribe con “x”–, la Liga fue, desde 1937, “integrada por hombres”. Hay mujeres en su composición actual, pero es llamativo que alguien tan preocupado por las formas cuando habla en público no haya reparado en ese detalle: a las mujeres no se las menciona.
Sería algo realmente menor, si no fuera porque, aparte de pegarle a la empleada de la terminal, durante el incidente sólo intentó explicar su agresión ante la llegada de un varón a la escena. “¡Desde hace tres horas que esta pendeja se me está cagando de risa con que el colectivo viene!”, dice, y entonces no caben muchas dudas: si le grita “hija de puta” y la cachetea, es porque es mujer y joven. Porque puede. Porque él decide para quién son los derechos, y las mujeres no corren con esa suerte.
En su mensaje de disculpas, subido a Facebook, Schulman admite que su conducta es reprochable y no tiene justificación, pero en el renglón siguiente, lo justifica: “Como muches saben, soy discapacitado motriz y pasaron muchas horas de espera de un micro para regresar, que me produjeron un enorme dolor y me desencajaron. Eso fue verdaderamente lo que me ocurrió”. Es decir, él tiene la verdad, él sigue decidiendo qué está bien y qué está mal; él golpea, pero el dolor que importa, es el suyo.
Sí, la Liga de los Derechos Humanos le pidió licencia y evalúa sanciones, pero la inquietud sigue en pie: ¿Cómo llega una persona como este señor al máximo puesto de una organización de alcance internacional nacida con el noble fin de defender los derechos? ¿Cómo alguien tan abyecto puede ser la voz de esa lucha? ¿Quién financia, además del Partido Comunista o el chavismo a una ONG con este líder? ¿Recibe apoyo económico del Gobierno? ¿Por qué tiene injerencia política alguien como Schulman, al punto de reunirse con el ministro de Justicia y marcar agenda? Y, sobre todo, ¿por qué Soria no repudió sus dichos y acompañó públicamente a la empleada damnificada? ¿por qué la Ministra de las Mujeres, Géneros y Diversidad, Elisabeth Gómez Alcorta –con quien comparte el respaldo a Milagro Sala–, lo hizo tan tarde?
Quisiera tener respuestas a todas esas preguntas, por ahora sólo entiendo que, una vez más, en nuestra granja, todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros. Y con el respeto que me merece la antigua dirigencia de una organización que nació a pulmón para defender sus ideales, siento que erré por lejos al evocar a la Liga de la Justicia de los comics: se parecen mucho más a los batmans de aquel viejo sketch de Chachachá. Porque podrán ser violentos y misóginos, pero, sobre todo, son berretas.
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