En los últimos días, fallecieron 24 jóvenes de sectores vulnerados por el consumo de cocaína envenenada. Rápidamente actuó la Justicia y detuvieron al supuesto jefe narco, imposible de encontrar en los últimos tiempos, acusado por otras causas. Este caso permitió desenfocar el tema de la ciudad de Rosario y mostró su federalismo, ya que abarca a la mayoría de las ciudades y comunas, en todas las provincias.
Narcotráfico, con connivencia policial, judicial y política, es un tema acabado de tanto análisis. Sin embargo, los grandes jefes no aparecen, sólo caen a veces algunos “perejiles” y los jóvenes se mueren o viven consumidos por las drogas. Basta con escuchar el relato de las madres, quienes narran situaciones cotidianas de pedidos de ayuda, con estados de salud y mental fragmentados, cansadas de esperar alguna respuesta para recuperar los lazos familiares rotos y con la desesperación o depresión que todo esto conlleva.
Pero el tema comienza mucho antes de la adolescencia. Niños “soldaditos” que encuentran en el narcomenudeo una posibilidad, quienes desde muy pequeños, con 9 o 10 años, hallan una salida laboral y desechan la escuela como lugar de encuentro con otros niños. Según un informe de 2019, elaborado por el Programa de Violencia Urbana y Seguridad Ciudadana del Instituto de Cooperación Latinoamericana de la Universidad Nacional de Rosario sobre el consumo de drogas y el negocio del narcotráfico, un “soldadito” gana entre 800 y 1.000 dólares mensuales como “coeficiente técnico de producción”.
Además, seguimos creyendo que es un problema de sectores pobres. Como dice Alberto Sarlo: “Todos los detenidos son villeros, marginados, negros, marrones, ´nadies´. Ningún detenido es un hombre blanco, ningún detenido es un financista, ningún detenido es un empresario inmobiliario lavador el dinero, ningún detenido es comisario, ningún detenido es gerente de un banco, ninguno vive en Puerto Madero ni en Nordelta”.
Ante este panorama la sociedad permanece anestesiada, miramos los noticieros en la televisión mientras cenamos y hablamos de ese otro, del que consume, de las familias rotas, como si nos fueran ajenas. Nos tranquilizamos cuando encarcelan al cabecilla narco o cuando el político de turno narra la realidad estilo Rambo, pero nada pareciera conmovernos.
¿Qué puede la escuela?
El Estado tiene a la escuela como la gran puerta de entrada al barrio. Es allí donde puede acompañar a los chicos, desde muy pequeños, a encontrar un proyecto de vida. Esto será posible si el niño llega a la escuela con necesidades básicas satisfechas; esto es, alimentación, vestido, vivienda y lazos afectivos fuertes. Para ello, se deberá trabajar con las mamás -o quien cumpla la función maternante- en espacios de juego, como ludotecas o centros de convivencia barrial, donde los niños y niñas puedan crecer sanos física y mentalmente. El acompañamiento a las familias con hijos se torna fundamental para llegar a la institución escolar con la necesidad y la avidez de seguir aprendiendo, con ganas de vivir.
También es función del Estado acompañar a los docentes nóveles, a los recién recibidos, quienes, generalmente, llegan a las escuelas de los barrios con más problemáticas y carecen de herramientas para acompañar a sus estudiantes. En otros países, hay asistentes de docentes para ayudar en clase con esas otras cuestiones que afectan a las infancias y adolescencias de hoy, tales como abuso, violencia, consumo o embarazo adolescentes, entre otras.
“¿Cómo hacer para que el ‘soldadito’ no elija esa forma de vida y prefiera otras opciones?”, me preguntaba el periodista Roberto Caferra, días atrás, en su programa de radio. Y es aquí donde todos y cada uno somos responsables del entramado social. Si en nuestra vida cotidiana valoramos más el tener que el ser, si juzgamos a alguien por la marca de ropa que usa o el auto que tiene, si el consumo pasa a ser el eje de la vida social, es allí donde fallamos como sociedad.
Seguramente la educación no volverá a ser el escalón para el ascenso social, pero necesitamos recomponer el tejido social. Y la escuela, ese espacio donde se aprenden conocimientos, pero también habilidades sociales y donde se aprende a convivir, tendrá que ser revalorizada – de una vez por todas- por la clase dirigente y acompañar a quienes la caminan a diario a encontrar soluciones a los problemas del barrio. Es un desafío urgente porque los niños y las niñas no son los ciudadanos del mañana, como se dice comúnmente, son ciudadanos hoy, y, si no los fortalecemos, no sólo ellos estarán rotos, sino todo el entramado social.
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