Una reciente declaración del presidente argentino, cara a cara con Vladimir Putin, manifestándose “empecinado” en que “Argentina tiene que dejar de tener esa dependencia tan grande con el Fondo y EEUU” y luego la propuesta de que nuestro país “se convierta en una puerta de entrada para que Rusia ingrese a América Latina de un modo más decidido”, seguramente engrosará el poblado museo de los patinazos internacionales del kirchnerismo.
Semejante a la Guerra Fría, las grandes potencia evitan los choques directos para confrontar a través de estados menores y/o apoyando a un bando dentro de un conflicto interno de un país determinado, como pasó en Corea, Vietnam, Kuwait, Siria, Afganistán, etc, todos los demás pasamos a funcionar como piezas de un ajedrez planetario y prudencia es la palabra clave. En el momento de la declaración de Fernández, la más grande potencia se encuentra desafiada por China en Taiwán y Rusia en Ucrania. En términos estratégicos, luego del papelón de los misiles en Cuba, Rusia nunca exhibió una voluntad demasiado ansiosa por penetrar en América Latina, pero ahora que la OTAN tantea sus fronteras resulta enteramente esperable que reaccione con maniobras de ocasión para molestar a Estados Unidos en su patio trasero. Y allí se zambulló Fernández.
Si la declaración hubiera sido “tenemos que fortalecer aún más nuestros vínculos cooperativos con Rusia y con Estados Unidos como protagonistas altamente responsables del nuevo orden internacional en desarrollo” el desbarre hubiera resultado hasta aplaudible. Mariano Caucino, experto en Rusia, acaba de comparar acertadamente a Fernández con Zelig, el inolvidable personaje de Woody Allen que decía a cada uno lo que estaba esperando escuchar. Pero al denunciar –encima en público- que le parece demasiado negativa nuestra relación con uno e invitar al otro a aumentar su presencia en nuestro continente, inesperadamente propinó una auténtica sorpresa no solo a Washington sino también al propio Putin, seguramente nada interesado en abrir un frente de tormenta de semejante envergadura con Estados Unidos, en una región de baja prioridad para ambos pero muchísimo menor para Rusia, que conoce muy bien a la doctrina Monroe y su “América para los americanos”.
Porque ejercer el control de un país en un continente donde Estados Unidos siempre ha pesado muchísimo y Rusia prácticamente nada y, de buenas a primeras, manifestar (¡en público!) que ese algoritmo debiera cambiar -solo Castro y Chaves lo intentaron antes- requiere una musculatura y una visión de muy largo plazo, directamente copernicana, hasta ahora inédita en una política exterior argentina que no viene sino tropezando con sus propios pies. Nadie está libre de decir alguna vez un disparate, pero hay que evitar hacerlo con énfasis.
Se sabe que el doctor Fernández se encuentra forzado a usar uno de dos sombreros, según cuadre la ocasión. Quizá el matiz antiimperialista de su declaración apuntara a los oídos de La Cámpora profunda y, por el otro lado, endulzara los del tierno Putin (“es un honor conocerlo, mirarlo a los ojos”, Fernández dixit) para que, pirueta improbable, Rusia nos ceda sus derechos especiales de giro en el Fondo Monetario. Tócala otra vez, Sam.
La ingenua arrogancia de candidatearnos como “puerta de entrada” para la expansión moscovita en América Latina no debe haber caído –hasta en La Habana- demasiado bien en las otras treinta y tres cancillerías de la región: cada una aspira a gestionar sus intereses nacionales –con Rusia incluida- de manera soberana, sin necesidad de que un pintoresco porteño se arrogue la facultad de abrir o cerrar el flujo de ninguna potencia en la región. Fallido repetido y previsible: desde la desaparición de Fidel Castro, febriles númenes kirchneristas sueñan con ponerse a la vanguardia de la Patria Grande y su Sarrasani de Tres Pistas.
Existiendo una obvia relación proporcional que conecta a las tensiones en Ucrania con el hipotético interés ruso en aumentar su penetración en estos lares, el Palacio San Martín - donde otrora se diseñaba la política exterior argentina- debió advertir a su Presidente que una muy previsible disminución en aquel conflicto necesariamente enfriaría el eventual interés de Putin en semejante cruzada Brancaleone, dejándonos colgados del pincel. Pero ya se sabe, tiende a crecer la sospecha de que, hasta 2023, por ahí nos convendría cerrar la Cancillería y alquilar el edificio.
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