“Hicieron una fiesta mientras la gente se moría. ¿De qué mujer me hablan? A ustedes cuando les conviene sacan la bandera del feminismo, y cuando no se cagan en eso. No me vengas con banderas”. La frase es de Eduardo Prestofilippo, uno de esos adolescentes tardíos que pululan por las redes en todas partes del mundo como cosecuencia de la crisis de representación generalizada y las imposiciones de discurso cada vez más insólitas de la corrección política. La pronunció en la puerta de los tribunales en donde este miércoles fue condenado en un juicio oral express a 30 días de prisión efectiva por hostigar y discriminar en sus redes sociales a la primera dama, Fabiola Yáñez.
El Presto, como se hace llamar el influencer –que tiene un portal de noticias de línea libertaria, 339 mil seguidores en Instagram, 346 mil en Youtube, 769 mil en Facebook y una cuenta de Twitter suspendida hace un año por ironizar sobre el femicidio de Úrsula Bahillo–, no necesita demasiado para atraer seguidores: le basta con hablar de lo prohibido en una era en la que muchos suponen que los cambios culturales se instalan sólo mediante el uso de eufemismos. Nadie le pide lógica ni correlación a lo que dice, para sus seguidores –en general, varones de veintipico como él, que arrastran las frustraciones de un ingreso en la adultez que coincidió con la puesta en cuestionamiento de sus privilegios de género– es un héroe sólo por decirlo. Y claro, una sentencia en su contra sólo exalta ese perfil; que sus comentarios le valgan la cárcel, lo afirma en un lugar de mártir de la libertad.
Es triste, ya que hablamos de banderas, que el abanderado de los libres se haya ganado ese espacio a fuerza de exabruptos, que le alcance con eso. Hasta esta semana, apenas si había escuchado hablar del El Presto, y después de estudiar un poco al personaje puedo afirmar que su único mérito es ser un provocador en tiempos en que se pretende uniformar el pensamiento, y ese mérito habla más de nuestras fallas como sociedad que de lo destacable en él.
¿Qué es lo que hacemos tan mal para que un montón de post adolescentes que deberían estar en edad de cuestionar los privilegios establecidos sólo se comprometan con conservarlos? Tal vez sea hacerles sentir que no pueden decir lo que piensan, porque entonces todo lo que dicen toma la forma de un grito exaltado y cargado de bronca, de una reivindicación.
El Presto se manifestó en contra del aborto legal, de las mujeres y los feminismos –a los que pretende unir bajo un mismo tag–, y también de “la casta” en general; critica a Fabiola, pero también a Larreta, como un Milei a escala más chica y marginal. De hecho, en su momento fue candidato a ocupar un cargo legislativo en Córdoba por el partido de José Luis Espert. No tuvo esa suerte, ni tampoco nosotros: pasar al juego político lo hubiera obligado a moderarse aunque sea un poco; desde donde juega ahora, no tiene nada que perder.
Dicho lo anterior, no tengo dudas de que condenarlo fue un error. Treinta días en su casa para alguien que vive encerrado frente a la computadora ni siquiera parece una pena demasiado dura; tampoco la obligación de hacer un taller de “respeto a las mujeres” en el INADI, que de seguro le aportará a sus posteos más contenidos misóginos que lecciones. Pero lo simbólico de que se prive de la libertad a alguien por expresarse –con un discurso que ni siquiera es más odiante que el de miles de usuarios de las redes– permanece. Y sienta un pésimo precedente.
El Presto fue denunciado por una serie de videos publicados en 2020 en su canal de Youtube y en Facebook. En uno, en particular, se dirige al presidente: “Si yo el día de mañana en Twitter publico una foto de tu mujer en pelotas, porque las tiene, porque es el pasado de tu mujer, yo termino en cana (...). De última, flaco, bancate la mina con la que te acostás, hay que tener pelotas, no te buscaste una mina de su casa, te buscaste una mina que en los grandes canales de televisión no la conocen precisamente por ser primera dama, la conocen por otros prontuarios, déjate de joder Alberto, déjate de joder”.
Todo está mal en esa declaración y también cada vez que “Fiambrola” es tendencia en las redes sólo porque se presume que no es “una mina de su casa”, el lugar que los varones como El Presto pretenden para las mujeres. No es en verdad tan distinto del que proponía hace unos años Alberto Fernández en su cuenta de Twitter, cuando le sugirió a una mujer que aprendiera “a cocinar”, porque pensar no era su fuerte.
En algo tiene razón el influencer: la causa por el festejo del cumpleaños de Yáñez en Olivos en plena cuarentena todavía está abierta. Sigo pensando que es un recurso bajo culpar a alguien sin responsabilidad institucional por una falta grave cometida por el presidente. Pero será difícil encontrar Justicia en un fallo que le asigne una probation, después de que alguien fue castigado con la privación de su libertad sólo por manifestarse contra ella. Al final, ese es también el problema de que su pareja haya hecho de ella un chivo expiatorio: la convirtió en el blanco de la ley y de la sociedad.
Fabiola Yáñez me puede resultar más o menos simpática, pueden darme más o menos bronca los privilegios políticos que naturalizó por ser la primera dama, pero estoy convencida de que los ataques cotidianos que sufre –que también son reales, sólo basta con ver a diario las tendencias de Twitter– ocurren por el solo hecho de que es mujer.
Me sorprendió en estos días, de hecho, la reacción en Twitter tras la lectura del documento contra la Corte Suprema. No me hace falta en absoluto estar de acuerdo con la marcha ni con la avanzada ante un poder de un Estado de por sí desbalanceado, para alarmarme con la facilidad con la que cientos llamaron a “cachetear” a Luisa Kuliok –una de las figuras en el escenario– evocando una de sus telenovelas más conocidas, Amo y Señor (1984), en la que Arnaldo André la maltrataba en todos los capítulos como parte de lo que entonces se consideraba pasión. Me sorprendió porque en el registro cotidiano dejamos de hablar hace rato de crímenes pasionales y tenemos más claro –en apariencia– en qué lugares habitan la violencia y la toxicidad. Pero bastó con que una mujer no pensara lo mismo, para volver a naturalizar que había que pegarle. Si era golpista, estaba bien golpearla. Si Fabiola hizo su fiestita, está bien acosarla.
La falta no tiene género en ninguno de los casos, pero la condena social sí: se las ataca por su condición de mujeres. “¿De qué mujer me hablan?”, grita El Presto; pero sus ataques contra Fabiola son por eso, por su supuesto pasado de fotos “en pelotas”. Todo tiene que ver con todo: lo grave es que en vez de plantear el disenso, o exponer la paradoja, la Justicia se ocupe de silenciar marmotas y con eso les de motivos para persistir en su idea.
Una vez más: no me gusta El Presto ni lo que representa, nunca sé de qué habla ni me interesa, pero no quiero que nadie le impida hacerlo, no mientras no haya tocado un límite verdadero. Y no parece que esto lo sea: si todo es discurso de odio, nada lo es, está claro. Tal vez este muchacho sí mereció ser condenado por sus posteos por el femicidio de Úrsula o, incluso, por sus amenazas –mucho más concretas– contra Cristina Kirchner –”Vos no vas a salir viva de este estallido social. Vas a ser la primera, junto con tus crías políticas, en pagar todo el daño que causaron. Te queda poco tiempo”, escribió en 2020–; pero la Justicia no es retroactiva.
Algo parecido siento frente al caso del podcast de Joe Rogan y la reacción de Neil Young y Jony Mitchell. Los adoro a ambos y son libres de retirar su catálogo de la plataforma Spotify, pero prefiero que gente como Rogan siga teniendo espacio para decir lo que piensa, incluso si su pensamiento me resulta ramplón o desubicado. De todos modos, no estoy obligada a escucharlo. Creo que las vacunas salvan vidas y que es una cuestión de egoísmo supino negarse a recibir las dosis indicadas en plena pandemia, cuando el contagio para algunos puede ser fatal. Pero no entiendo la fiebre contra Rogan o un músico como Javier Calamaro por cometer el error de decir lo que piensa una parte importante de la sociedad. ¿Vamos a seguir negando que la discusión de las vacunas es la nueva grieta en las casas, como lo fueron en nuestro país la política o la legalización del aborto?
No estoy segura de que no darle espacio a esa conversación pública contribuya a convencer a alguien de vacunarse o del poder de la Ciencia. No estoy segura de que decir que Calamaro ni siquiera necesita ser cancelado sea saludable, ni que encerrar a El Presto vaya a convertirlo en alguien menos misógino.
No hay nada más peligroso que la asignación del adjetivo “peligroso” a cualquier contenido que se oponga a nuestro sistema de creencias. No hay nada más peligroso que la vocación por silenciar.
La condena contra El Presto por hablar no hace más que poner en jaque el derecho de todos a la libre expresión y, a la vez, darle argumentos a quien se siente un paladín de la libertad, con todo lo grande que le queda esa palabra.
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