La muerte de al menos 20 personas por el consumo masivo de una sustancia que podría ser cocaína adulterada es una tragedia cuya causa -más allá del veneno en sí- es la prohibición. Argentina tiene una ley de drogas vetusta, promulgada hace más de 30 años, cuando la cicatriz de la dictadura militar todavía estaba abierta y la tendencia geopolítica en la llamada “guerra a las drogas” aún hacía foco en el usuario.
Desde 1989, esta ley penaliza en el país no sólo la comercialización de drogas (excepto tabaco, alcohol y fármacos de prescripción médica, drogas legales) sino también castiga a los usuarios. Aunque el consumo no está penado en la letra impresa de la legislación, existe una figura que criminaliza a los consumidores: la tenencia. Alguien que camina por la calle con marihuana o cocaína o éxtasis en su poder puede terminar preso. Aunque sea para consumo personal.
La penalización a los consumidores descalibra la mira de quienes deberían investigar el narcotráfico, sus crímenes y sus economías. Agarrar consumidores y meterlos presos, o atrapar a los que venden el producto (ya muchas veces estirado y adulterado en cada eslabón de la cadena de distribución) en los barrios, los soldados del narcomenudeo, las mulas, los camioneros, solamente sirve como anabólico para las estadísticas con la que algunos gobiernos hacen publicidad, marketing y consignas electoralistas.
Derribar un búnker en una esquina está muy bien. Pero vuelve a crecer en la otra esquina porque lo que se ataca, así, es la superficie y no el fondo. Cabe preguntarse cuántos verdaderos narcos caen en estas redadas contra camiones, cocinas de corte o lugares de acopio y venta en barrios populares. La respuesta es cercana a cero. E inversamente proporcional a la cantidad de presos pobres por el mismo delito.
La guerra contra las drogas es una derrota permanente desde que Richard Nixon la declaró en junio de 1971. El modelo de persecución a los usuarios comenzó ese mismísimo día y mucho más que medio siglo de evidencias anteriores (como la ley seca de los años 20) y posteriores indican que jamás dio resultado. La prohibición es el camino más corto y menos eficiente para combatir el negocio y también los consumos problemáticos.
Si el fin último de una ley de drogas es cuidar la salud pública, estamos ante un fracaso estrepitoso desde siempre: alrededor de 275 millones de personas consumieron drogas ilícitas durante 2021 a nivel global. Representa un incremento del 22% respecto de 2010, según informó la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito (UNODC).
El consumo nunca dejó de aumentar. Los territorios de cultivo de estas drogas, tampoco. Según la ONU en Perú y en Bolivia se mantienen estables o aumentaron. Y en Colombia disminuyeron las tierras de cultivo en los últimos seis años pero la producción siguió creciendo.
De acuerdo con las estadísticas del Oficina de Política Nacional de Control de Drogas de la Casa Blanca, en cambio, el cultivo de coca creció en todos los países productores de la región que le venden a Estados Unidos, el principal consumidor del mundo. En el caso de Colombia, dicen, llegaron a los niveles más altos de la última década. Tuvieron un aumento cercano al 15% en 2020 respecto del año anterior.
Este tristísimo episodio de los muertos por cocaína adulterada en el conurbano bonaerense es otra muestra más de la derrota de la guerra a las drogas y el prohibicionismo: la consecuencia de dejarle el negocio al mercado negro en lugar de que el Estado regule con el fin real de cuidar la salud pública.
Hace unos años Bill Clinton pidió disculpas a México porque en su intento de cortar el flujo de cocaína ilegal desde aire y mar con Colombia la sangre se derramó por tierra. La lucha de clanes por la distribución y por el territorio dejó más muertos que el consumo en todo el centro y el norte de América hasta la frontera con Estados Unidos.
Una de las hipótesis más firmes en el caso bonaerense es que la cocaína haya sido adulterada por un clan para sacar del juego a otro. A ningún grupo narco le interesa estafar a sus clientes con una sustancia falsa, envenenada o mal cortada porque usuario que se muere es un comprador que se pierde, y mala publicidad para los que quedan vivos. Los que se mueren caen por desconocer la calidad o el grado de pureza de lo que consumen: pueden ser envenenados o morir de sobredosis, muchas veces porque no saben y nadie les dice qué están tomando.
El pie moral de la ley de drogas vigente aplasta la cabeza de los ciudadanos, que tienen el derecho de hacer lo que quieran con sus cuerpos siempre y cuando no afecten la vida de los demás (artículo 19 de la Constitución Nacional). La moral está cargada de prejuicios. Nadie que consume quiere morir. Como ninguno de los que sufren una adicción la disfruta. Los que deberían protegerlos, en cambio los persiguen o los estigmatizan (porque usar drogas es una falta moral) o los dejan a merced del narco.
El Estado argentino tiene una deuda con la sociedad libre que habita el país. Prohibir y perseguir al usuario es desentenderse del problema real: las muertes que ocasiona no solo el negocio de una economía sin control sino también la calidad de lo que llega a las bocas y narices de quienes las usan. No es un problema de cantidad, tampoco: en el mundo, los usuarios de drogas representan cerca del 5% de la población mundial y los que tienen algún problema, menos del 1 por ciento.
“Desde principios del Siglo XX la prohibición de la cocaína trajo consigo el desconocimiento de los efectos reales que la sustancia puede causar en las personas que consumen, entre ellos, afectaciones graves a la salud o la muerte. Ello se debe a las sucesivas adulteraciones que padece la sustancia en una cadena de valor regulada por el mercado ilegal, el cual prioriza las ganancias por sobre los daños a la salud de sus clientes”, explica a este medio Mariano Fusero, referente de la organización de políticas de drogas Reset.
El propio Sergio Berni, en plena conmoción pública por las muertes, admitió, como ya lo había hecho tantas veces, que este sistema de “guerra contra las drogas” no encuentra solución a la problemática. “Hay que buscar nuevos modelos”, le dijo el miércoles a Radio 10. Un rato antes había emitido una alerta a los consumidores para que eviten usar cocaína. Eso que hizo se llama “reducción de daños” y podría ser una política de Estado pero por ahora no lo es. En este caso, fue correr atrás del problema.
Regular y controlar no es igual a liberar y “dejar hacer”. Un Estado debería regular el mercado, poner pautas y cuidar a las personas que eligen drogarse con información sobre lo que consumen, con controles de calidad, con contextos de higiene, en lugar de perseguirlas o estigmatizarlas. Proponer el consumo responsable de la misma forma que lo hace con el alcohol (que se lleva muchas muertes por ejemplo en accidentes de tránsito) o el tabaco, cuyo consumo excesivo deja 40 mil muertes por año en Argentina.
“El Estado argentino incumple la regulación de la Ley Nacional de Salud Mental y la Ley de Abordaje de Consumos Problemáticos, las cuales demandan establecer abordajes de reducción de daños, mediante los cuales se podrían evitar algunas de las muertes causadas por adulteración de drogas”, agrega Fusero.
En España hace por lo menos 25 años que la sociedad civil junto a diversas instituciones públicas desarrollan programas de testeo de sustancias, con la idea de informar a las personas que consumen y a la población en general la calidad de las drogas que circulan y los riesgos de su consumo. México, Colombia y Uruguay tienen experiencias similares.
Nueva Zelanda se convirtió en diciembre del año pasado en el primer país del mundo en legalizar permanentemente los servicios de control de drogas, lo que permite a las personas probar la seguridad de las sustancias ilícitas en festivales y otros lugares sin temor a ir al calabozo. Esto evita daños y salva vidas.
Un análisis de la Universidad de Wellington sobre los ensayos de reducción de daños en Nueva Zelanda, publicado en febrero de 2021, encontró que el 68% de las personas encuestadas informaron haber cambiado su comportamiento después de usar el servicio. De ellos, el 87% afirmó además que su conocimiento sobre la reducción de daños había mejorado.
Muy cerca, en Australia, también se debate qué hacer. Un informe de la Universidad Nacional Australiana sobre una prueba de pastillas en un festival de música de ese país encontró que de 170 sustancias probadas de más de 230 participantes, siete píldoras de “MDMA” contenían la droga potencialmente mortal N-etilpentilona. Todas las personas a las que se les dijo que sus pastillas contenían esa sustancia tomaron la decisión de descartarlas.
¿Qué hubiera pasado en la fiesta Time Warp, en Buenos Aires, si el Estado hubiera testeado las pastillas o le hubiera permitido hacer el control a organizaciones locales como PAF! o ARDA que militan esta causa desde hace años?
Gustavo Zbuczynski, presidente de la Asociación de Reducción de Daños (ARDA), sostiene que si existiera una regulación estatal del mercado de drogas lo que ocurrió en el conurbano no hubiera pasado. “Es muy difícil de poder manejar en la ilegalidad reinante en Argentina. Tenemos una ley de drogas más prohibicionista de la región. Es necesario incluir como política pública el trabajo en territorio para reducir daños”, propone el especialista, que considera que la creación de redes informales entre usuarios ante la falta del Estado en el lugar son lo que puede lograr evitar episodios con el de este martes. “Es la única forma de lograr alertas tempranas para evitar que otra gente consuma una sustancia adulterada”, agrega.
“Nuestro país se encuentra muy atrasado en la materia y sus instituciones públicas sostienen un discurso perimido, anacrónico y poco realista respecto de la abstención en los consumos, indicando mediante campañas inútiles que la solución básicamente es ‘no consumir’, cuando en la práctica su población consume cada vez más, el mercado de sustancias es cada vez más diversificado y tales discursos morales no han tenido ningún impacto ni resultados positivo”, remarca Fusero.
De momento, el Estado deja la concesión del consumo de drogas y las posibles consecuencias de la salud al narcotraficante, que amplía sus territorios de poder y sus negocios.
¿A quién le conviene la prohibición de las drogas? Una pista puede darnos la declaración de John Ehrlichman, uno de los principales asesores de Nixon, quien en una entrevista de 1994 que se publicó en 2016 reveló que la guerra contra las drogas en sí misma fue diseñada para apuntar a los negros y los “hippies”: “La campaña de Nixon en 1968, y la Casa Blanca de Nixon después de eso, tenían dos enemigos: la izquierda antibelicista y los negros. ¿Entendés lo que estoy diciendo? Sabíamos que no podíamos hacer ilegal estar en contra de la guerra o ser negro, pero haciendo que el público asociara a los hippies con la marihuana y a los negros con la heroína, y luego criminalizando a ambos severamente, podríamos perturbar esas comunidades. Podríamos arrestar a sus líderes, asaltar sus casas, disolver sus reuniones y vilipendiarlos noche tras noche en las noticias de la noche. ¿Sabíamos que estábamos mintiendo sobre las drogas? Por supuesto”.
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