El 1 de febrero, sectores afines al Gobierno marcharán contra la Corte. Se espera una convocatoria masiva. Al frente del asunto están el dirigente social y ex funcionario kirchnerista Luis D’Elía y el juez penal de la Ciudad de Buenos Aires Juan María Ramos Padilla, padre del también juez Alejo, inicialmente a cargo de la causa por espionaje y extorsión contra el fiscal Carlos Stornelli. Otro que tendrá un rol protagónico es Pablo Moyano, segundo del gremio de Camioneros e integrante del triunvirato que conduce la Confederación General del Trabajo (CGT).
Aunque propios y ajenos quisieron subirlo al ring, el Gobierno no participará en forma explícita. De todos modos, el Ministro y el Viceministro de Justicia vienen pegándole al Tribunal y al Poder Judicial desde hace tiempo. El Presidente dijo que “la Corte Suprema tiene un problema de funcionamiento muy serio”.
La convocatoria es absurda, pero no por las razones que se plantearon en estos días. Descarto primero esas críticas y luego explico las que sí habría que hacer.
¿Qué dijo la oposición? Que la marcha es un golpe institucional, una afrenta a la independencia de poderes. La Coalición Cívica incluso denunció al Gobierno ante la Organización de Estados Americanos (OEA) por “violación de elementos esenciales de la democracia representativa”. Un verdadero disparate.
Puede no gustarnos, podemos no estar de acuerdo, pero la ciudadanía tiene todo el derecho del mundo de manifestarse contra los poderes públicos. Más aún: peticionar a las autoridades y expresarse libremente es esencial para el buen funcionamiento del sistema democrático. Es saludable que se critique a los funcionarios, sean presidentes, ministras, jueces o legisladoras. Y esto no deja de ser cierto porque se sumen otros funcionarios o jueces. Que el Presidente diga que la Corte funciona mal no es un golpe institucional, como tampoco lo sería si un juez citara a indagatoria al Presidente. Lo antidemocrático es creer que hay cosas de las que no se puede hablar, o que los funcionarios del Ejecutivo tienen que comportarse con los jueces como si fueran plebeyos ante la Corte de un rey. Si no hablamos de la Justicia, ¿cómo la vamos a mejorar?
Ahora bien, ¿es razonable que funcionarios del Poder Ejecutivo pidan la renuncia de jueces de la Corte? ¿No deberían, si hay elementos, recurrir al proceso de juicio político y opinar en ese marco? La destitución es difícil, exige súper mayorías y para eso hay que convencer a otras fuerzas, pero ¡ese es el chiste! Está hecho así para que ningún partido pueda echar jueces de la Corte porque no le gusta una sentencia. Pero ello no quiere decir que el juicio político sea imposible. Pregúntenle a la Corte menemista: muchos incluso renunciaron antes de ser destituidos.
De todas maneras, en relación a esta marcha, ningún funcionario del Gobierno pidió renuncias. Fue Luis D’Elía el que dijo que había que echar a los jueces “a patadas”. No sería una novedad para el kirchnerismo. Nadie olvida cuando el entonces Vicepresidente Amado Boudou denunció en conferencia de prensa a la esposa del Procurador General de la Nación Esteban Righi y a otros dos socios de su estudio jurídico, forzando su renuncia apenas comenzó el escándalo de Ciccone. Y al actual interino, Eduardo Casal, le llovieron los pedidos de renuncia. Pero ojo con levantar el dedito, porque los guardianes de la República no se quedan atrás: el Ministro de Justicia de Mauricio Macri, Germán Garavano, se cansó de reclamar la renuncia (hasta lograrla) de la reemplazante de Righi, Alejandra Gils Carbó.
Descartadas entonces las críticas formalistas de la oposición, veamos tres razones por las que la marcha es, de todos modos, absurda.
Primero, la Corte tiene problemas de funcionamiento desde hace décadas y su legitimidad actual está en el quinto subsuelo, pero lo que se propone (que renuncien sus integrantes o ampliarla), además de imposible, no resolvería nada.
El intento de designación de dos jueces en comisión, el fallo del 2x1 a los genocidas, los trapitos al sol de Carlos Rosenkrantz y Ricardo Lorenzetti, la negativa de todos los ministros (salvo Horacio Rosatti) desde 2012 hasta mediados de 2019 a exhibir sus declaraciones juradas patrimoniales, las disputas por suceder a Rosenkrantz, las inadmisibles demoras en resolver más de 50 recursos en causas de lesa humanidad (incluyendo el caso de Carlos Blaquier, dueño del ingenio Ledesma, en el que tardó 6 años solo para revocar una falta de mérito), entre otros conflictos, menguaron la reconstrucción institucional que había logrado luego de la debacle de 2001-2002.
Ahora, encima, se tomó 3 años y 6 meses para resolver sobre la constitucionalidad de la reforma de 2006 a la integración del Consejo de la Magistratura. En total, al sistema de justicia le llevó 15 años decirnos que el órgano que elige a los jueces funciona violando la Constitución Nacional. Esto es sencillamente inaceptable. Lo alucinante es que la dirigencia política que ataca por esto a la Corte fue la principal beneficiaria de la demora.
Pero ni la renuncia de los jueces ni la ampliación garantizarán mejoras, y la Corte post-menemista demuestra que buen funcionamiento y legitimidad son cosas distintas. Hace tiempo sabemos que el tribunal recibe casi 15 mil casos por año y que ello se debe fundamentalmente a la creciente ampliación de su competencia a través de la doctrina de la arbitrariedad de sentencia. No hay nada nuevo en esto.
¿Por qué ahora? ¿Por qué así? ¿Para qué conformó Alberto Fernández una comisión de expertos que, entre otras cosas, estudió los problemas de funcionamiento de la Corte, si ahora va a callar cuando sus aliados les piden la renuncia a los jueces? ¿Qué ganaría el Gobierno con las renuncias o con una ampliación si ni siquiera tiene los votos para designar a la reemplazante de Highton o al Procurador? Y, aun si pudiera lograr renuncias y reemplazos intercambiando figuritas con la UCR, como se hizo siempre, ¿ampliar la Corte no profundizaría sus déficits al duplicar los despachos por los que tendrá que pasar cada caso (si es que no se divide en salas) o reducir la legitimidad de decisiones adoptadas con unos pocos votos (si se divide)?
Segundo, la Justicia es el poder con menor credibilidad de la Argentina, pero la convocatoria tiene poco que ver con las razones por las que ello es así. Casi el 80% de la ciudadanía desconfía del Poder Judicial. Le sobran motivos. Los procesos son lentos y engorrosos; las resoluciones están escritas en mandarín; las arbitrariedades abundan; los privilegios monárquicos sobran; la conformación de una gran familia judicial alérgica a la idoneidad es histórica; la designación y el ascenso de funcionarios judiciales que apenas saben leer y escribir o que registran prontuarios de abuso de autoridad y violencia machista es cosa de todos los días; la existencia de una justicia especial para los poderosos es innegable; el estado de los edificios tribunalicios es ilustrativo de lo que pasa en los expedientes.
Ante este panorama, sorprende que no haya marchas contra la Justicia todos los días. ¿Por qué ahora? Las consignas son un salpicón que tiene poca relación con estos problemas y mucha con las preocupaciones de la dirigencia política: lo que llaman lawfare, algunos fallos de la Corte que no gustaron, etc. De hecho, la protesta es claramente contra los integrantes del Tribunal. De allí el hashtag #1FMarchamosALaCorte, las propuestas de ampliar su composición y los reclamos explícitos de que renuncien los cuatro jueces que quedaron luego de la salida de Highton. D’Elía los calificó de “miserables” y Ramos Padilla dijo que son “cuatro cipayos con toga”.
Tercero, los problemas reales del Poder Judicial ni siquiera dependen principalmente de la Corte. No es ella quien designa y remueve a los jueces, no tiene ninguna injerencia sobre los fiscales, ni siquiera administra los recursos del Poder Judicial. El Gobierno pretende opinar sobre el mal funcionamiento de la Justicia desde afuera, como si la política no tuviera nada que ver con ello.
Como si las leyes, la designación de fiscales y jueces, los aprietes, los carpetazos, los pagos indebidos, el tráfico de influencias, el cajoneo de causas, el armado de otras, las amenazas de juicio político a los no alineados, la protección de magistrados corruptos pero amigos, las reformas penales al calor de los hechos de inseguridad, las múltiples vacantes sin completar, los concursos amainados, la connivencia política y policial con el delito, las actividades de inteligencia ilegal, los despachos monárquicos, los edificios llenos de cucarachas, el atraso tecnológico, en fin, como si el decadente funcionamiento del Poder Judicial en la Argentina fuera obra del espíritu santo.
El principal problema de la Justicia es su altísima dependencia del poder, que la usa para sostener sus negocios con la misma facilidad con la que luego la acusa (con razón) de corrupta y prebendaria. Lo han hecho unos y otros. ¿Quieren protestar? Marchen frente al espejo.
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