En estos días llamó la atención un estudio que muestra la desigualdad en el sector universitario. En la población de jóvenes que hoy llega a la universidad la representación de los sectores más acomodados es extremadamente mayor a la de los vulnerables. El caso extremo es el de los jóvenes del decil de menores ingresos familiares, del que tan solo uno de cada diez llega a la universidad, mientras que del decil de mayores ingresos lo hace la mitad de los jóvenes. Y esta brecha se ensancha aún más a lo largo de la cursada, llegando al quinto año de una carrera universitaria apenas un 1% de los jóvenes del estrato más pobre.
Estas inequidades se dan en uno de los sistemas universitarios más accesibles del mundo en términos de ingreso y gratuidad. Estas inequidades son similares a las de hace unas décadas atrás, cuando el sistema universitario público tenía la mitad de universidades de las hoy existentes y se mostraba muy excluyente. Algo no se ha estado viendo en términos de política universitaria, y este estudio sólo ratifica lo que en diversas investigaciones se viene observando desde hace años: la universidad argentina es un camino de darwinismo social.
Cada tanto vuelven al tapete las ideas de restringir el acceso o imponer aranceles, bajo el argumento de que los que acceden son los jóvenes más acomodados. O se propone diversificar la oferta, con otras opciones de educación superior que en general constituyen caminos estancos y a veces de dudosa calidad. Desde estas posturas, la eficiencia del sistema se pone por encima de un valor tan o más importante, que es el de asegurar de manera real el derecho a la educación superior, hoy una condición casi excluyente para el desarrollo social y la ciudadanía.
Son múltiples las razones que explican la desigualdad en la universidad, las que se pueden sintetizar en dos principales preguntas: ¿Por qué llegan tan pocos jóvenes de sectores desfavorecidos a la universidad? ¿Por qué la universidad no puede sostenerlos hasta el final de sus carreras?
La primera de las preguntas apunta a la razón más evidente y determinante, que es la falla de la escuela secundaria en asegurar a los sectores más vulnerables una formación básica tanto para la salida al mundo del trabajo como para la prosecución de estudios superiores. La política educativa de las últimas décadas no ha sabido cómo enfrentar este problema y la solución de patearlo hacia adelante ha sido la que primó, y sigue primando, en la mayoría de los casos.
Pero poco se habla de la segunda pregunta, es decir, de la capacidad de las universidades para atender a una población socialmente más diversa que tiene expectativas de formarse en ella. Los sistemas de becas y de tutorías en los que se invierten muchos recursos al parecer no alcanzan, como tampoco las propuestas de las nuevas instituciones universitarias que nacieron desde hace una década para atender a esta diversidad poblacional. Los incrementos en el presupuesto universitario, cuando existieron, no se han reflejado en mayor inclusión.
Hoy la universidad es el camino de primera opción para quien quiere seguir estudios superiores. Hay una historia que así lo explica y que hay que asumir como tal. Pero esa universidad, tan valorada socialmente, no cambia en tres aspectos clave: sus tipos de carrera, sus planes de estudio y sus modos de enseñar. Pareciera que la universidad argentina se ha quedado en el tiempo, en ese tiempo que le dio gloria. Carreras con cargas horarias que demandan más de 40 horas por semana durante siete o más años para cursarlas bajo los requisitos exigidos, apretadas en planes de estudio escritos y aprobados para irreales cinco años. Materias superpuestas, ordenadas de una forma acumulativa que recién se acercan muy avanzada la cursada al perfil profesional en el que pretenden formar. Opciones de carreras cortas poco actualizadas, que no permiten seguir estudiando. Clases magistrales de muchas horas, que suponen una atención permanente del estudiantado.
Este modelo funcionó durante décadas cuando la universidad se pensaba para unos pocos estudiantes con todo el tiempo disponible y las condiciones materiales para formarse. Hoy el mundo desarrollado llama a formar de manera más flexible, con foco en los intereses de los estudiantes -que son cada vez más diversos social, etaria y culturalmente-, con posibilidades de entradas y salidas, así como de diferentes recorridos. La universidad argentina aún no se dispone a repensar cómo está formando, ni a asumir que las carreras pueden ser momentos de caminos no continuos de formación, que piden por más articulación y flexibilidad, más relación con el mundo del trabajo y más preocupación por entusiasmar y motivar a jóvenes cada vez más diversos en sus intereses y necesidades.
Quizá esta sea otra de las razones que explican por qué hoy sobrevive el más fuerte en una carrera universitaria en la Argentina. En esa carrera, el pobre pierde.
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