*Columna publicada en Seúl.
La administración de Alberto Fernández está transitando este tramo de la negociación con el Fondo Monetario Internacional (FMI) con una estrategia bastante confrontativa que, además de intentar exponer al organismo con los posibles costos políticos de la falta de un acuerdo con Argentina (obviando los costos locales), busca alinear a la tropa propia en torno a las diferencias con el staff respecto de la propuesta de sendero de política económica, como una forma de ganar fortaleza a costa de reducir la propia capacidad de negociación.
Es una estrategia que está impactando negativamente en los precios de los activos locales en general y los precios de los bonos y las brechas cambiarias en particular, dada la confirmación de la baja predisposición del actual gobierno a encarar una corrección de la política económica, y la asignación de una mayor probabilidad de escenarios negativos, que no necesariamente implican un default pero sí un acuerdo que sólo sirve para posponer vencimientos o el recurso a otros instrumentos que permitan seguir demorándolo.
Profundicemos sobre esto último. Una estrategia confrontativa no necesariamente lleva a un default con el FMI. “De tanto tirar, la cuerda se puede cortar”, se dice, pero ése es el riesgo al que eligen exponerse más que el resultado buscado. Y claro que no es gratis.
Aún más, de no concretarse algún pago, el default formal tampoco es automático. Se abre un período de negociación formal, que podría insumir unos seis meses hasta llegar a la formalización de dicha instancia. Circunstancias y tiempos que pueden ser utilizados para negociar de forma aún más fuerte y que, obviamente, no serían inocuas en un contexto macro tan deteriorado. Esto también ocurrió en 2020 con la negociación con los tenedores privados de bonos argentinos.
Como estrategia de negociación, aun siendo dura, evidencia una intención de llegar a un acuerdo y un intento de justificación del posible entendimiento hacia adentro de la coalición gobernante. La cuestión pasa a ser justamente qué tipo de acuerdo se busca y en qué tiempos. Y las implicancias que de ahí surgen.
La situación actual en números
Repasemos un poco las cifras. Durante los próximos tres años (2022 a 2024) la Argentina enfrenta vencimientos de capital con el FMI por poco menos de 41.300 millones de dólares, de los cuales algo menos de 17.600 millones corresponden a 2022 y 18.800 millones a 2023. El presente año ya de por sí arranca cargado, con vencimientos de capital de 730 millones de dólares en enero y 2.800 millones en marzo. Además, están los vencimientos de intereses –que difícilmente se puedan posponer, aunque Argentina los pretende reducir– por 1.250 millones de dólares en 2021 y 420 millones en 2023.
La magnitud del vencimiento de marzo, la escasa liquidez en moneda extranjera con la que cuenta el gobierno de Alberto Fernández y el plazo incluido en el precario acuerdo alcanzado con el Club de París durante el año pasado transforman naturalmente a marzo como un primer deadline para el acuerdo. Es más, el fuerte deterioro experimentado por las reservas del BCRA casi que anticipa buena parte de la tensión por el pago de enero.
No es inusual que los programas Stand-by del organismo se transformen con el correr del tiempo en Programas de Facilidades Extendidas (PFE), justamente con el objeto de reformular los cronogramas de pago. Por otro lado, Argentina conoce ese cronograma de vencimientos desde que suscribió el Stand-by y la administración de Alberto desde antes de llegar a la Casa Rosada. Y ya estamos a la mitad de su mandato. Ergo, esa posibilidad ya se conocía desde hace rato.
A esta altura es un dato que Argentina no tiene acceso a los mercados internacionales de crédito, no tiene superávit y no tiene reservas suficientes para hacer frente a esos pagos. Eso está claro. Ni aun con un giro de 180 grados en el enfoque recuperaría tan rápido y en semejante magnitud el acceso. Y si lo hiciera, ya no tendría sentido recurrir, porque eso es lo mismo que se requiere para lograr un PFE con el FMI.
Por lo tanto, el retraso en la negociación (sin avances concretos durante dos años) refuerza la hipótesis de siempre: el gobierno no quiere un PFE. Dice que quiere eso, pero lo que quiere es únicamente alivio financiero. Obviamente, sin necesidad de comprometer un plan de estabilización a cambio, situación que lo obligaría a cambiar su enfoque de política económica.
En la vereda de enfrente están la economía real y sus necesidades. Una economía real que se recupera de la pandemia en línea con el resto de la región gracias a la normalización sanitaria, pero que lo hace con una importante profundización de los desequilibrios fiscales, monetarios y cambiarios e inmersa en una dinámica inflacionaria complicada y en plena aceleración. Y, muy especialmente, sin que la administración de Alberto baje una hoja de ruta más o menos consistente que indique cómo se encarará la corrección de esos desequilibrios.
Con respecto a esto último, el Sector Público Nacional no Financiero (SPNNF) cerró 2021 con un déficit primario de aproximadamente 2,15% del Producto Interior Bruto (PIB), contabilizando el giro de Derechos Especiales de Giro (DEG) y la diferencia entre el valor efectivo de colocación y el valor nominal de colocación de los títulos CER como ingreso corriente. Sin esos dos conceptos, hablamos de un rojo primario de 3,35% del PIB, que se va a casi 3,9% del PIB sin extraordinarios (Aporte Extraordinario). El financiero, en tanto, dados intereses por 1,5% del PIB, sería de 5,3%.
Ahora bien, tanto en 2020 como en 2021 el mix de financiamiento para cubrir esas necesidades primarias recayó en casi su totalidad en mecanismos monetariamente expansivos. Ya sea emisión directa vía Adelantos Transitorios y Utilidades Devengadas o colocación de títulos públicos contra liquidez bancaria que estaba colocada en Pasivos Remunerados del BCRA.
En particular, la expansión monetaria acumulada por el canal fiscal en dos años superó cómodamente los 12 puntos porcentuales del PIB, presionando sobre los agregados monetarios, los pasivos remunerados, la inflación y la brecha cambiaria, todo ello en un contexto de endurecimiento constante del cepo cambiario y utilización del tipo de cambio oficial y las tarifas como contrapesos inflacionarios. En dicho estado de cosas, la tasa de interés sostenidamente negativa en pesos apalanca fuertemente la absorción de transables y profundiza la dinámica inflacionaria.
De hecho, las expectativas de inflación para 2022 están cómodamente arriba de 50% anual y corrigiendo sistemáticamente al alza. Lo que pone en evidencia la falta de anclaje por ese lado. La dinámica de la brecha cambiaria, por encima de 100% y subiendo, apunta en el mismo sentido. Dicho de otra manera: la economía real evidencia expectativas desancladas frente a un frente fiscal significativamente desequilibrado y sin financiamiento voluntario, que obliga a recurrir en forma excesiva al financiamiento monetario y termina desequilibrando lo monetario y lo cambiario. Como nadie sabe cómo se va a corregir esa situación de forma ordenada y el Gobierno tampoco se ocupa de presentar un plan en tal sentido, la búsqueda de cobertura constante acelera el proceso.
Acá vale una aclaración. Una hoja de ruta o plan no es enunciar un objetivo de rojo primario para el año que viene o una serie de objetivos para los próximos cinco años, por ejemplo, cualesquiera que fueran. Es explicar qué es lo que se va a hacer para que eso sea así, cuantificando riesgos y posibles desvíos, de forma consistente y creíble. Eso es algo que hasta acá la actual administración nunca hizo y evidentemente sigue decidida a no hacer.
El costo de la falta de credibilidad
El gran problema que tendría el Gobierno, si quisiera avanzar en dicho sentido, es su falta de credibilidad de cara a los agentes económicos. Esa falta de credibilidad es tan fuerte que requería un nivel de sobreactuación demasiado oneroso. No sólo para las propias pretensiones políticas de Alberto Fernández, sino también para toda la economía, lo que vuelve poco sustentable el intento de estabilización.
El acuerdo con el FMI entendido como oportunidad es una forma de intentar minimizar el efecto de esa falta de credibilidad y, por lo tanto, de hacer posible, si hubiera voluntad, el intento de estabilización. Acordar un programa de estabilización dentro de un PFE con el FMI debería ser una forma de intentar utilizar el acuerdo para anclar expectativas y estabilizar, no sólo para no pagar.
A eso se reduce la cuestión. Lo que el Gobierno busca (patear vencimientos) no es lo que la economía local necesita (estabilizar). Obviamente, no pagar ahora sirve para ganar tiempo, pero no soluciona los desequilibrios ni el desanclaje de expectativas. Algo parecido ocurrió en 2020 con la negociación con los tenedores privados.
Hay un viejo adagio que afirma que los sabios aprenden de los errores ajenos, los inteligentes de los propios y que los necios no aprenden y los repiten. Lamentablemente, ya hace bastante que estamos repitiendo errores. Errores relativamente recientes, lo cual es aún más preocupante. Deberíamos aspirar a cortar esa dinámica, para lo cual hay que cambiar el enfoque de política económica.
El acuerdo con el FMI es una oportunidad en ese sentido. Pero, por ahora, no parece que la vamos a aprovechar.
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