Argentina vive días dramáticos por los inminentes vencimientos de deuda del primer trimestre a la vez que se encuentra en la cuenta regresiva de la negociación con el Fondo Monetario Internacional, un acuerdo esencial que hace rato se debió haber cerrado y sin embargo sigue empantanado.
Los motivos son claros, luego de muchos viajes y conversaciones entre funcionarios de variados rangos, Argentina no ha presentado aún un plan económico suficientemente sólido y razonable, que merezca la credibilidad del organismo.
Es de dominio público que una de las bases de la aprobación del plan es que defina los pasos de un ajuste que permita alcanzar el equilibrio fiscal, algo que el Gobierno, por lo que se ve, no está dispuesto a realizar al ritmo requerido por el Fondo.
Así lo ha hecho saber el presidente Fernández, dando por sentado en su narrativa plagada de reproches y no exenta de pensamiento mágico, que el FMI debería actuar, por poco, como una sociedad de beneficencia internacional y no como un organismo multilateral de crédito. Esta ausencia de predisposición representa una severa amenaza a la posibilidad de alcanzar un acuerdo.
Dicho esto, corresponde formular una pregunta clave: si el FMI fuera más “sensible” al reclamo del gobierno, en palabras del presidente de “tener derecho a crecer según nosotros creemos cómo debemos crecer” o sea, sin condicionamientos y a su modo, es decir, sin transparencia en los métodos, sin consenso con la expresión mayoritaria opositora de la sociedad, sin reducción del gasto público, sin emisión monetaria descontrolada, ¿sería Argentina por su pasado y su presente, con los gruesos errores gobierno tras gobierno, las crisis crónicas, la solicitud recurrente de préstamos y los defaults a repetición; y más recientemente con los alineamientos con gobiernos autoritarios y dictaduras violatorias de DDHH, con los relatos y las bravuconadas, con la corrupción enquistada, con dialéctica anti-mérito y las oportunidades perdidas, un país elegible para ese beneficio? La respuesta es bastante simple, surgirían más arriba en la lista de prioridades otros países más cumplidores, más medidos, y más coherentes.
Lo grave es que la narrativa de la utopía del mundo más justo y de la ayuda internacional sin contraprestación, esa “realidad” paralela irreal que quieren imponer desde el Ejecutivo, lejos de surgir de la ingenuidad o del idealismo parece estar relacionada con motivaciones más dudosas. Por un lado, el evidente engaño que se intenta instalar para desacreditar a la oposición, en cuanto a que todo lo horrendo de esta negociación, este mal trago que debe pasar Argentina y su gente se debe a un préstamo “sin motivo” que, solicitado durante el gobierno anterior, se dilapidó de mala manera. La realidad demuestra algo muy diferente. Lamentablemente el gobierno de Macri, con sus aciertos y errores, nunca fue hábil para hacer palpar a los argentinos el desastre de toda índole recibido al inicio de su gestión en 2015.
No menos grave es que la hilacha anti Estados Unidos (y sus aliados) que se muestra permanentemente en dichos y hechos oficiales, sumados a los inminentes e inoportunos viajes a Rusia y China con la intención de cerrar de apuro alianzas estratégicas en energía, defensa, tecnología, y otros asuntos claves, implican compromisos más duros y secuelas de largo plazo, en otras palabras, obligaciones condicionantes de futuro que representan beneficios más inciertos para el país que las que se toman con lo que es finalmente un organismo multilateral de crédito como el FMI con 190 estados miembros. Es decir se busca apagar el fuego con nafta.
Si intencionalmente con estas acciones e inacciones se busca hacer fracasar el acuerdo, apartando la propuesta de lo que la racionalidad y los tantísimos expertos prescriben, nos enfrentamos a un error estratégico de devastadoras consecuencias, que sólo podrá atribuirse a la mala praxis gubernamental. Sea ésta por negligencia, imprudencia, impericia u obnubilación ideológica. Una pala praxis que, por otra parte, siempre termina pagando el pueblo argentino en términos de mayor pobreza, menores oportunidades de toda índole, en síntesis, de disminución de la calidad de vida.
Tal como están las cosas, por su mayor representatividad a la hora de la votación, cualquier acuerdo del FMI con Argentina estará en manos de Estados Unidos y sus aliados, con lo cual, contradictoria a la narrativa de inocuidad que el Gobierno busca instalar, la intención de recostarse en las mayores potencias adversarias de Occidente, Rusia y China, en un momento de máxima tensión internacional por el conflicto en Ucrania, es, en los hechos, un entorpecimiento político al acuerdo.
Como reflexión final, sin dudas no es momento de viajar a esos países para tomar compromisos estratégicos cuyas consecuencias de largo plazo son un signo de interrogación, en vez de eso, es momento para el presidente de viajar a Washington con la propuesta de un plan económico sólido y racional, que cuente con la aprobación del Congreso Nacional y acelere el cierre del acuerdo. Sepamos que de no modificarse el rumbo, los impactos de esa negociación fallida afectarán profundamente, y por tiempo indefinido, la vida de todos los argentinos.