Educar es un acto político

Nos permite pensar nuestras prácticas y nuestros objetivos en función de los niños y jóvenes a quienes enseñamos cada año. Y, a su vez, los docentes ayudamos a los estudiantes a ser sujetos críticos y analizar su realidad para cambiarla

La educación es un derecho, pero también un deber de los gobiernos de turno (EFE/Carlos Cermele)

En las últimas semanas, se escuchó a algunos líderes políticos y periodistas refiriéndose a la educación, desde un lugar de mera opinión, desconociendo los fundamentos de la misma y reseñando a los niños y niñas como “usuarios” del sistema educativo, como si fueran ajenos al entramado escolar. Sin embargo, estos relatos no son sólo actuales, sino que desde hace mucho tiempo quienes son representantes del Estado o de la sociedad civil, lejos de hacerse cargo del problema en cuyas propias manos tiene solución, culpan a quienes no asisten a la escuela por pura desidia o desinterés personal y/o familiar.

Un reconocido intelectual periodista, días pasados, en su columna de opinión de una radio, criticaba a Gramcsi (teórico político italiano de principios del S XX), nombrado por el gobierno nacional, porque “el filósofo refiere al sistema escolar, al igual que otras organizaciones culturales, como uno de los factores de hegemonía de una clase social y al maestro como un especialista político que trabaja en el campo de la educación difundiendo la ideología del bloque histórico dominante”. Y lejos de indagar en una respuesta fundada, cerró su editorial. A mi criterio, desconoce los fundamentos pedagógicos y se quedó con una interpretación lineal y político- partidaria que luego es reproducida por la gente sin reflexión.

Para Gramcsi (1891-1937), la sociedad civil está integrada por la iglesia, los medios de comunicación e, inclusive, por la escuela. Y estos “aparatos de hegemonía” son centros de poder ideológicos y, como dice Tamarit, son campos de lucha ideológicas. Por ende, los saberes que se enseñan en la escuela, presentes en el diseño curricular, son hegemónicos, propio de la weltanschaung o de la cosmovisión del mundo del grupo social dominante.

Y, sin lugar a dudas, el docente es (o debe ser) un profesional que toma lineamientos del diseño escrito por el Estado y debe adaptarlos, transformarlos en función de la institución en la que trabaja y de los sujetos que encuentra en su aula. Y, claramente, su función es política en el sentido amplio del término. Muchas veces en las escuelas se legitiman saberes hegemónicos y no se tienen en cuenta costumbres, valores o saberes propios de barrios o familias o, por el contrario, se retoman y el aprendizaje se torna más significativo.

La educación es un acto político porque nos permite pensar nuestras prácticas y nuestros objetivos en función de los niños y jóvenes a quienes enseñamos cada año. Y, a su vez, los docentes ayudamos a los estudiantes a ser sujetos críticos y analizar su realidad para cambiarla. Y la función contrahegemónica de los profesores es plantear otros aprendizajes, otras formas de estar en la escuela, más actuales, que rompan con la educación memorística, sin sentido, de otros tiempos.

Y lejos de quedarnos con las discusiones vacías de sentido de los políticos de turno (muchas de ellas dejan mucho que desear), retomemos los documentos que fundamentan nuestra función. La Resolución del Consejo Federal de Educación 103/10 dice: “Sostener altas expectativas respecto de los aprendizajes de todos los adolescentes y jóvenes y ofrecer formas de escolarización, adecuadas a contextos y necesidades específicas de los adolescentes y jóvenes que están en situaciones de exclusión social y educativa”.

Los niños, niñas y adolescentes deben estar en la escuela, siempre; no por deseo de unos pocos, sino porque es una institución que les da posibilidades de vida, les permite pensar otras maneras de vivir su propia vida y la de los suyos. Y si no vienen solos, el Estado debe traerlos. La educación es un derecho, pero también un deber de los gobiernos de turno.

Deleuze propone líneas de fuga, aquellas que permiten salir de un territorio saturado de sentido, opaco y cerrado. Y, a diferencia del movimiento de la huida que no arma nada, excepto el ya no estar, la fuga será en pos de un nuevo territorio que seguramente en algún momento también se saturará, pero mientras tanto funcionará como refugio o como amparo.

La escuela debe ser ese espacio de protección y abrigo, si ayudamos a que los jóvenes ingresen, permanezcan y egresen del sistema para que puedan ser la semilla de un cambio social que mejore la convivencia y las condiciones de vida de ellos y de todos.

Mientras tanto algunos líderes políticos y formadores de opinión debaten, pero no llegan a plantear una forma de construcción concreta, una formulación de propuestas o estrategias para cambiar de raíz el problema que discuten. ¡Allá ellos!

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