Los hijos de la droga

A medida que se naturaliza el consumo de estupefacientes, especialmente de la marihuana, se reduce la percepción de daños pero también, en algunos contextos, la percepción del delito

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Un joven fuma un cigarro
Un joven fuma un cigarro de marihuana. Foto de archivo

En nombre de las libertades individuales, con un tejido social desintegrado, se asiste a la banalización de los consumos problemáticos que ya tienen antecedentes legales de degradación en el alcohol y en el tabaco.

La no estrategia preventiva de concientización hace estragos en la salud pública, repercutiendo en la seguridad ciudadana.

Existe, en Argentina, un tratamiento unilateral de los temas cargados de ideología y de color político. La imparcialidad, y la objetividad, han devenido en un concepto límite.

La vida en sociedad se diluye, al tiempo que la construcción de la subjetividad se configura como una libertad más allá del daño social.

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El único capital cultural que tienen para darle a las nuevas generaciones es el de la violencia en cualquiera de sus manifestaciones.

En los últimos 5 años la degradación se propagó y la violencia se consolidó. En algunas provincias, durante la pandemia, la comercialización de estupefacientes al menudeo creció en un 200%. Es que el tráfico y la venta de drogas fue la actividad no esencial que nunca dejó de funcionar.

Un sistema de creencias quebrado al haberse disociado la familia de la escuela. La educación de la instrucción. Instituciones aniquiladas y otras en un proceso de aniquilación que sin políticas públicas, pensadas y forjadas desde el desarrollo humano integral, acabarán del mismo modo.

Las normas de urbanidad están condicionadas por el delito y por el consumo que no respeta el espacio público. Que sale, de la esfera de lo privado, volviéndose un potencial peligro para la salud y la seguridad.

Un potencial proyecto de muerte que encuentra, a su vez, asidero en un proyecto de poder como es el narcotráfico pero en esta ocasión, expresado en su versión micro: Narcomenudeo.

El panorama es desolador en el recorrido por puntos claves del narco en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, sectores del enclave Bonaerense, del enclave Córdoba Capital, y del enclave Rosario.

Por ser parte del negocio, o simplemente por habitar el mismo lugar, niños y niñas asisten a la opacidad de la vida. Se trata de los hijos de la droga. Los que nacieron al interior de un concepto de hogar distorsionado.

Las escenas se repiten una y otra vez.

Los puntos de venta de drogas se multiplicaron en pandemia y ejercitaron la movilidad golondrina para burlar la reactividad viciada.

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En los allanamientos por narcomenudeo, cuando hay menores, impacta ver como adultos se esconden tras los niños. Los exponen una y otra vez. Los arrastran. Los vuelven más miserables.

Los niños no tienen certezas, sino incertidumbre. Los invade una intranquilidad que no pueden, lógicamente, verbalizar. Observan como sus padres o tutores consumen marihuana al mismo tiempo que la comercializan. También consumen sustancias más duras que los alteran inmediatamente. Y es ahí donde podemos ver los rostros con marcas. O las espaldas lastimadas cuando sus torsos están desnudos.

Las marcas de la droga en la piel son una carga desde la temprana edad. Una etiqueta. Un estigma. Construir la historia a partir de la violencia delictiva. Forjarse como víctimas de golpes y de delitos. Los narcos les escriben la historia.

“Los beneficios de la plantita se acomodan”, dice un narcomenudista en un barrio pesado de uno de los grandes centros urbanos de la región centro. Región donde se concentra el 65% de la violencia por narcomenudeo y donde también, el ingreso a la cadena narcocriminal, bajó de los 8 a los 6 años.

“A mí la historia esa del autocultivo y el coso medicinal me importan nada. Sabemos que el negocio sigue y con más rosca porque no todos quieren figurar en la hojita del estado”, responde el sujeto ante la consulta sobre la legalización y los avances del cannabis medicinal.

Bajo esos conceptos de jactancia e impunidad, los narcomenudistas recrean un escenario delictivo al interior de sus casas. Las utilidades de la misma se modifican.

La mesa del comedor es el “escritorio” de corte de cocaína, de armado de cigarrillos de marihuana, de despliegue de pastillas. También se apoyan las armas, se contabilizan las ganancias y se apoyan los dispositivos que enlazan con los proveedores. En algún rincón, entremezclado con la droga, tal vez se divise el cuaderno de la escuela. Tal vez una mamadera.

O alguien, a estas alturas del estrago, puede pensar que el narcomenudeo es un negocio de perejiles.

“Acá no improvisamos, acá operamos y para operar tenes que tener una logística y para tener una logística tenes que tener una estrategia. Métodos y objetivos”. “Esto no es para cualquiera”. “Acá el poder es lo que te garantiza la mercadería pero lo más importante, la impunidad para laburar”.

Las camas y/o cunas son un escondite de sustancias y demás instrumentos que componen el negocio. Lo mismo que los pañales cuando hay bebés. No hay espacio de privacidad ni de sanidad para que los menores puedan proyectarse en lo lúdico. En todo aquello que les permita activar su imaginación poniendo en funcionamiento su parte creativa.

“Se entretienen mirando”. “A los que son más grandes los ponemos a cortar y cuando no, los mandamos a la calle para que nos den pitada de ratis o de bandas contrarias”. “Ellos creen que es como una película”.

La casa encarna la construcción delictiva sin límites. El hogar no es tal. Es, sin más, un punto de venta de drogas, una cocina, un expendio armado, un lugar de acopio. O todo en un uno.

“Empecé yo porque ganaba más vendiendo droga que haciendo changas. Después entró mi jermu y la historia es esta”. “¡Tengo LED!”. “Y mis pibes están contentos”.

“Somos una familia narco no tan modesta pero tampoco tan grosa”.

El barrio: El habitus desconfigurado

La junta encuentra en el colectivo poder. Se siente dueña del barrio. De hecho, en alguna medida, lo es. Porque fueron los años de desidia y de ausencia los que le dieron al narcotráfico las bases para consagrarse. Y al Narcomenudeo, la capacidad para instalarse.

Ocurre que el Narcomenudeo además de cambiar y alterar los usos y costumbres de la tradición de un barrio, también revela de manera más visible la alteración de la familia que se inicia en un aparato reproductivo de desaciertos en donde la droga como delito se sostiene en la droga como enfermedad.

Se configura un sistema en el cual, oferta y demanda, por diversas razones, ponen en riesgo a toda la barriada sin distinción alguna.

Del respeto entre bandas y de la regulación de los protones desviados de la policía depende que no haya muertos. Una situación que se da en los enclaves centrales donde no hay políticas de estado sino luchas viciadas y/o anomia.

El negocio no se detiene. Así es que quienes no son parte del mismo tienen el desafío de salvaguardar a los niños para que no sean captados. Tienen el desafío, a su vez, de mantener una cierta normalidad en un entorno barrial inquietante.

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La voracidad de la droga es ilimitada. Genera recursos de daño y evita la generación de círculos virtuosos para el desarrollo humano. Tanto es así, que los niños emergentes de contextos vulnerados por la droga inician su socialización primaria con el espectro de la muerte. Hay un choque de vida y muerte permanente que lógicamente ellos no pueden describir y entender pero que, por efecto comparativo, lo experimentan.

La socialización primaria es fundamental para el niño porque de ahí nacerán los cimientos de lo que será su socialización secundaria.

La droga afecta la socialización con indicadores asentados en el escaso valor por la vida, así como en la organización de una familia alrededor de un negocio: El Narcomenudeo.

La relación del niño con otros en la escuela tiene su complemento necesario en el hogar. Un hogar devenido en punto de venta de droga o bien, un punto de venta de droga que simula un hogar no es un espacio de visita para otros niños. De ahí, que el menor, comienza a replegarse en sí mismo y a buscar referentes de sus mismas condiciones sin intentar, por lógica limitación, un proceso de cambio. Los niños son dependientes de lo que observan y experimentan.

El barrio y la banda comienzan a ser el referente social bajo la creación de un sentimiento de pertenencia que se construye desde el poder colectivo y desde la temprana edad.

El universo de significados se deprime en la patología del poder.

La interacción es con la calle a pesar de todo y más allá de todo. Se genera una apropiación de la calle. El “hogar” a cielo abierto y la droga como medio.

No eligieron ser parte de ese potencial proyecto de muerte. No eligieron ser parte de ese proyecto de poder. No eligieron el ostracismo que los induce a una vida selectiva.

No eligieron ser los hijos de la droga pero lo son.

Hijos que se reproducen cada vez más ante el fracaso de la lucha contra el Narcotráfico que fortalece al Narcomenudeo. Una lucha que la ignorancia subestima pero que acuna, en algunos dirigentes políticos responsables, la decisión de darla.

Publicada en el blog de Laura Etcharren

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