¿Qué sucede en Ucrania?
Una valiosa enseñanza de Henry Kissinger prescribe que la Historia representa para los estados el equivalente a lo que el carácter significa para las personas. Por ello, recorrer el reciente devenir del desencuentro entre las dos mayores potencias nucleares contribuye a desentrañar las claves del interminable drama ucraniano. Un conflicto aparentemente condenado a subsistir eternamente y frente al cual Washington y Moscú no parecen encontrar puntos en común.
Atrapada entre Europa y Rusia, Ucrania vuelve una y otra vez a la portada de los periódicos y los sitios de noticias. Pero al igual que todos los estados, Ucrania es cautiva de su geografía y de su historia. Una realidad que la une inexorablemente a la de su vecino mayor, con quien comparte una misma historia y un lazo indisoluble. Al punto que muchos interpretan que rusos y ucranianos pertenecen a un mismo y único pueblo y recuerdan que los orígenes mismos de la civilización rusa tienen raíces en el Kievan Rus.
Razones que llevan a la convicción rusa -correcta o no- que Ucrania no es enteramente un país extranjero. Tal como lo expuso magistralmente el legendario embajador George F. Kennan en su Long Telegram de 1946. Cuando simple pero gráficamente explicó que Ucrania es para Rusia lo que Pensilvania es para los Estados Unidos.
Pero un hito fundamental tuvo lugar hace tres décadas, dando inicio al tiempo histórico en que vivimos. En diciembre de 1991, junto a los líderes de Rusia y Bielorrusia, Ucrania decidió declarar su independencia de Moscú. Convirtiendo, de la noche a la mañana, a la Unión Soviética en una cáscara vacía. Y determinando que Mikhail Gorbachov pasara a presidir una entelequia, obligándolo a decretar el cese de la URSS como realidad geopolítica y sujeto de derecho internacional.
Marcando un punto de inflexión que inauguró el orden global que se extiende hasta nuestros días. Una vez más, las fuerzas inexorables de la Historia demostraron que ni siquiera los hombres más poderosos pueden controlar ni detener sus designios. Tal como lo comprobaría el presidente George H. W. Bush, quien meses antes había advertido contra las aspiraciones independentistas ucranianas al alertar sobre las consecuencias de las “suicidas tendencias nacionalistas”, en un mensaje que pasaría a la historia como el “Chicken Kiev Speech”.
Pero Ucrania no es una más de las ex repúblicas soviéticas. Con aproximadamente cuarenta y cinco millones de habitantes, dotada de las praderas más fértiles del mundo y con acceso a los puertos de aguas templadas, Ucrania fue siempre la perla más preciada del imperio ruso. Al punto que como explicó el ex asesor de Seguridad Nacional Zbigniew Brzezinski, Rusia adquiere las características de un imperio cuando controla Ucrania y cesa en esa condición cuando la pierde.
A partir de los tempranos años noventa, Ucrania inició una difícil transición hacia la consolidación de su independencia como estado soberano. Una verdadera novedad en términos históricos dado que Ucrania ha vivido como nación independiente tan sólo durante pocos años en los últimos siglos. Al tiempo que profundizaría en su interior la tensión eterna entre dos vocaciones nacionales diferentes. El sector occidental del país -incluyendo Kiev- desea incorporarse a la Unión Europea mientras en el Sur y el Este la población es rusa o pro-rusa.
En tanto, en 1994, tuvo lugar un hito fundamental cuando a través del llamado Memorando de Budapest, las potencias reconocieron las garantías de seguridad ucranianas a cambio de que ésta renunciara a la posesión de armas nucleares, que fueron transferidas a la Federación Rusa después de la disolución del imperio soviético.
En los años que siguieron tendría lugar la decisión más controvertida del orden global de la post-Guerra Fría. Una circunstancia cuyas consecuencias en ese momento no fueron enteramente comprendidas. La OTAN se expandiría hacia el Este, una iniciativa que no pudo realizarse sino a expensas de los intereses de seguridad de Moscú.
A través de una medida que los rusos interpretaron como la ruptura de las promesas de 1990. Más precisamente las formuladas por el secretario de Estado James Baker III a Mikhail Gorbachov en febrero de aquel año, cuando el entonces jefe de la diplomacia norteamericana aseguró al secretario general de la URSS que la unificación alemana no supondría la expansión de la OTAN hacia el Este (“Not one inch eastward”).
Pero una ola sucesiva de ampliaciones de la Alianza Atlántica llevaron a que los países que hasta pocos años antes habían pertenecido al Pacto de Varsovia se convirtieran en miembros plenos de la OTAN.
Por entonces los Estados Unidos habían adquirido la categoría de única superpotencia emergente del final de la Guerra Fría. China aún no había completado su ascenso económico que la llevó a convertirse en el segundo país más poderoso del mundo y Rusia atravesaba un periodo de extrema debilidad. Llevando a los amos del Kremlin a experimentar un síndrome de potencia disminuida del que recién se recuperarían años más tarde, cuando se elevó el precio del petróleo. En esas circunstancias el presidente Boris Yeltsin tuvo que aceptar la expansión de la OTAN a cambio de la incorporación de Rusia al G-7. Una concesión menor que fue vista como un premio consuelo para Moscú.
La ampliación de la OTAN se convertiría en el punto angular del conflicto global de la post-guerra fría. Los EEUU actuaron en un ejercicio de puro poder. Acaso propio de las circunstancias excepcionales del momento unipolar. Otros observaron que, simplemente, la OTAN se terminó expandiendo como consecuencia de un “exceso de distracción”, tal como alguien dijera en su momento sobre el Imperio Británico.
En cualquier caso, Washington había olvidado algunas advertencias. Como las formuladas por el propio Kennan. El legendario autor de la doctrina de la contención había advertido muchos años antes que los ojos del Kremlin sólo veían en la frontera “vasallos o enemigos”. Y ya el 5 de febrero de 1997 había asegurado a través de una columna en el New York Times que la expansión de la OTAN era “un error catastrófico” que dañaría el interés nacional de los Estados Unidos al comprometer su vínculo con Rusia.
Al comenzar el nuevo siglo, algunas esperanzas parecieron renacer. La llegada al poder de Vladimir Putin, el 31 de diciembre de 1999, inauguró un tiempo en el que el Kremlin buscó restaurar las relaciones con los EEUU. Llegando a ofrecer dos pruebas de amistad como fueron el cierre de las bases en Cuba y Vietnam, dos reliquias de la Guerra Fría. Asimismo, el 11 de septiembre de 2001, Putin se convirtió en el primer mandatario en ofrecer su solidaridad a Bush. Y en permitir que la operación sobre Afganistán se realizara a través del espacio de las ex repúblicas soviéticas de Asia Central sobre las que Moscú conserva una gran influencia.
Pero la segunda guerra de Irak (2003) alejó a Moscú de Washington. Los rusos sostuvieron -igual que los franceses y los alemanes- que la operación virtualmente unilateral para desalojar a Saddam Hussein del poder tendría costos más elevados que los beneficios que eventualmente pudieran producirse. Y advirtieron que si a una nación, por más poderosa que fuera, se le habilitaba la posibilidad de realizar “ataques preventivos”, toda la estructura del orden de estados soberanos pasaría a estar en entredicho.
Un año más tarde la virulenta política ucraniana volvió a atrapar la atención en las violentas y controvertidas elecciones entre un candidato pro-occidental y otro pro-ruso (Viktor Yuschenko y Viktor Yanukovich) en las que no estuvieron ausentes acusaciones de fraude, manipulación y el caso del envenenamiento de uno de los contendientes.
Pero la “Revolución Naranja” en Ucrania no fue un hecho aislado. O al menos así lo interpretaron los ojos del Kremlin que pronto vieron cómo su periferia corría riesgo de ser penetrada a través de revoluciones de colores detrás de las cuales parecía esconderse la mano de Occidente.
El malestar en la relación terminaría de quedar expuesto el 24 de abril de 2005 cuando durante su discurso sobre el Estado de la Nación Putin pronunció la que probablemente sea la frase más importante y controvertida de su vida al sostener que “la caída de la Unión Soviética fue la peor catástrofe geopolítica del siglo XX”.
Un concepto que Putin complementaría ante la Munich Security Conference, en febrero de 2007, cuando se preguntó cuál era el sentido de la subsistencia de la OTAN toda vez que se suponía que Rusia ya no era un enemigo sino un socio de las potencias occidentales.
En abril de 2008 la persistente cuestión ucraniana volvió a irrumpir en la cumbre de la alianza en Bucarest, cuando Kiev y Tbilisi pretendieron ser admitidas como miembros plenos de la OTAN, extremo que motivó a que Putin no solo rechazara esa posibilidad sino a que llegara a confesar ante Bush sus íntimas convicciones sobre que “Ucrania ni siquiera es un estado nacional”.
La guerra en Georgia, en el verano de ese año, presentó un escenario que algunos señalan podría servir como ejemplo en las actuales circunstancias. Los hechos tuvieron lugar cuando en una acción irresponsable, el entonces presidente georgiano se lanzó a una operación contra Rusia, suponiendo que las potencias occidentales acudirían en su auxilio.
En los años que siguieron, las relaciones ruso-americanas volvieron a deteriorarse a pesar de las declaradas intenciones de la Administración Obama de “resetear” el vínculo con Moscú. En 2011, la llamada “Primavera Árabe” separó más aún al Kremlin de la Casa Blanca. Acaso rusos y norteamericanos tuvieron una interpretación opuesta sobre los mismos sucesos. Dado que mientras en buena parte del Establishment creyó ver un florecimiento repentino de la democracia en Medio Oriente, los rusos advirtieron que la sustitución de regímenes laicos podía derivar en el surgimiento del islamismo extremo o en guerras civiles interminables.
En tanto, los sucesos del invierno de 2013/14 provocaron un colapso en las relaciones ruso-americanas. A partir de una reaparición de la recurrente crisis en Ucrania. Específicamente al estallar una extendida y violenta protesta (Euromaidan) como consecuencia del malestar emergente de la población pro-occidental del país al conocerse la decisión del presidente Yanukovich de cancelar las negociaciones con la Unión Europea y volcarse abiertamente a una alianza con el Kremlin.
Para arribar al punto en que Moscú anexionó -o recuperó- la estratégica península de Crimea, hecho que luego fue ratificado en un referéndum en el que el 97 por ciento de la población manifestó su deseo de pertenecer a la Federación Rusa. Circunstancia que no impidió que el entonces secretario de Estado John Kerry afirmara que era “inaceptable” que Rusia se condujera con reglas de comportamiento internacional propias del siglo XIX.
Hasta llegar a nuestros días, cuando el mundo parece estar expectante ante una incursión rusa sobre el territorio ucraniano. Con el agravante de eventualmente provocar una profecía autocumplida.
El dramatismo de estas horas volvió a dotar de actualidad las palabras de Robert Gates, ex secretario de Defensa de Bush y Obama, quien en su día sostuvo que una Guerra Fría había sido suficiente. Advirtiendo que el mundo no podía darse el lujo de que las dos principales potencias nucleares no encontraran algún punto de entendimiento común.
La ausencia de un entendimiento mínimo entre EEUU y Rusia implica riesgos para la paz y la seguridad internacional. Al tiempo que significa un menoscabo a los intereses de largo plazo de Occidente, toda vez que el deterioro en las relaciones ruso-americanas ha provocado una profundización del acercamiento entre Moscú y Beijing.
Acaso ese sea el corolario de un conflicto en el que hay culpas compartidas entre Washington y Moscú y en el que los mayores beneficiarios son los poderosos miembros del Politburó de la República Popular.
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