Feminista en falta: El Newman, el Monserrat y Vivian Malone en Alabama del 63, el peligro de frenar la integración en la puerta

En estos días trascendió que el colegio Cardenal Newman admitirá niñas en el jardín de infantes desde 2023 y que las sumará a los demás niveles educativos desde 2024, pero en un edificio separado. Lo que se plantea como una mirada al futuro parece ignorar que vivimos en un mundo diverso y que uno de los objetivos fundamentales de la escuela, incluso por encima del académico, es la socialización

Vivian malone y James Hood (AP)

Se llamaba Vivian Juanita Malone Jones y murió en 2005, a los 63 años. Una escena de la película Forrest Gump (1994) la retrata entrando por primera vez a la Universidad de Alabama junto a James Hood y quien entonces era el procurador general de los Estados Unidos, Nicholas Katzenbach, escoltados por tres patrulleros para impedir que el resto de los alumnos y sus padres los lastimaran.

Vivian y James fueron los primeros afroamericanos en ser admitidos en esa universidad del Sur segregacionista pese a la oposición del mismísimo gobernador George Wallace, que aquel día les bloqueó el paso al campus con la policía estatal. Había prometido a sus votantes “frenar la integración en la puerta del colegio”.

Fue el 11 de junio de 1963, apenas ocho meses después de que el ingreso de James Meredith a la blanquísima Universidad de Mississippi generara graves disturbios que terminaron con la muerte de dos civiles. Meredith era un veterano de la Fuerza Aérea, pero en Mississippi a casi nadie le importaba la paradoja de que un hombre que había podido enrolarse para arriesgar su vida por su país no pudiera hacerlo en la facultad por el solo hecho de ser negro. La batalla legal previa a su admisión, por la que decidió pelear inspirado por la llegada de John F. Kennedy a la presidencia americana, en enero de 1961, había llevado dos años y no estaba resuelta.

Vivian se había enterado también en el 61 de que una agrupación no partidaria tenía un plan para desegregar el campus de Mobile, en Alabama, y fue una de las cientos de aspirantes en aplicar. Quería ser contadora. Todos los que se presentaron, con excepción de Hood y ella habían sido rechazados en razón de la supuesta falta de vacantes. En su caso, la discriminación se hacía más difícil de justificar, porque contaba con un registro académico intachable. Sin embargo, ella y su familia habían sido investigados por el Departamento de Seguridad Pública, sin que a nadie pareciera preocuparle tampoco su propia seguridad en medio de las revueltas racistas. También a ellos la batalla legal les había llevado dos años, pero ahí estaban, querían estudiar.

Vivian Malone en la Universidad de Alabama. El gobernador George Wallace, que aquel día les bloqueó el paso al campus con la policía estatal, había prometido a sus votantes “frenar la integración en la puerta del colegio”

Lo muestra también el brillante documental Bobby Kennedy for President (2018, Netflix). Malone y Hood tuvieron que esperar dentro del auto del procurador para evitar que los golpearan mientras Katzenbach y un pequeño grupo de oficiales de la policía federal se enfrentaban al escudo de Wallace para exigir que los dejaran entrar y cumplieran con el derecho que les había sido garantizado por la Corte estatal en función del célebre fallo Brown vs Board of Education, que ya había determinado que separar intencionalmente a los alumnos negros de los blancos en las escuelas era inconstitucional.

La Corte obligaba Wallace a hacer cumplir ese derecho en el caso de Malone y Hood, pero ese día el gobernador se negaba esgrimiendo una violación de la soberanía de Alabama que, decía, representaba “un alarmante ejemplo de opresión de los derechos de nuestro Estado”.

Parecía que los de Vivian y Hood no eran relevantes. Katzenbach puso entonces en autos a Kennedy, y mientras el Presidente intervenía la policía de Alabama, acompañó a Vivian al bar del campus para que comiera algo. Entonces pasó algo que la sorprendió: en el comedor, se encontró con decenas de alumnos blancos que estaban dispuestos a sentarse a su lado. Un halo de humanidad se había colado en medio de lo que parecía un conflicto sin retorno. La policía ya intervenida la acompañaría luego junto a Hood hasta el auditorio universitario, donde fueron aplaudidos por muchos de sus futuros compañeros.

John F. Kennedy pronunció su discurso inaugural el 20 de enero de 1961 (George Tames/The New York Times)

Esa noche, Kennedy dio el discurso sobre los derechos civiles para todos los americanos que pasaría a la historia, en el que anunciaba que enviaría al Congreso una ley nacional (que terminó por ser aprobada luego de su muerte y reglamentada por Lyndon Johnson): “Tiene que ser posible que todos los estudiantes de cualquier color asistan a cualquier institución pública que elijan sin tener que ser escoltados por la policía. [...] En suma, todo americano debe tener el derecho de ser tratado como le gustaría ser tratado, como a uno le gustaría que traten a sus hijos. Y eso no es lo que ocurre hoy…”, dijo.

Lo que sigue también es parte de la historia: dos años más tarde, Vivian Malone se convirtió en la primera alumna negra en graduarse en la Universidad de Alabama. Lo hizo con excelentes notas y sin que se registraran mayores disturbios por su presencia en el campus y, pese a que las tensiones raciales en los Estados Unidos permanecen hasta nuestros días, tal como se puso de manifiesto con el movimiento #BlackLivesMatter, marcó un precedente que, cinco décadas más tarde, permitiría la llegada del primer afroamericano a la presidencia de los Estados Unidos.

Colegio Monserrat de Córdoba

Treinta y cinco años después del ingreso de Vivian a la Universidad, aquella escena dantesca se replicó con variantes –ya no se discriminaba por el color de piel, sino por el género– en un colegio universitario cordobés, el Monserrat, dependiente de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC). Padres, docentes y alumnos de la institución fundada por jesuitas en 1687 se opusieron con vehemencia a la admisión de mujeres aunque el reglamento escolar no lo impedía y el rector de la UNC apoyaba el proyecto.

Era una repetición en pequeña escala de la lucha por los derechos civiles que habían protagonizado Malone, Hood y Meredith. A las aspirantes al Monse se les impedía la entrada por el sólo hecho de ser mujeres, y las razones esgrimidas eran aún más absurdas que las de Wallace: las autoridades decían, por ejemplo, que no había baños para mujeres y que tampoco podían construirse, porque el edificio en el que funcionaba el colegio era un monumento histórico; también que el himno de la institución –imposible de alterar– se refería exclusivamente a estudiantes varones.

Pero, sobre todo, decían los enfervorizados alumnos –que organizaron durante casi dos meses protestas y sentadas en oposición al cambio, que fueron cubiertas por todos los medios nacionales–, les importaba mantener intacta una tradición de tres siglos. Si durante siglos el mundo –y ese pequeño mundo que era su colegio– había sido creado por y para varones, las cosas debían seguir así. Algunos padres llegaron a decir incluso que la decisión de no discriminar a las adolescentes al darles igual acceso a una institución de excelencia que les daría mejores herramientas para su futuro académico, convertiría al establecimiento en “un burdel”. Los más flexibles proponían construir otro edificio, aparte, para no mezclar a sus hijos con las intrusas.

De aquello hace ya veinticinco años y, tal como lo contó hace años en una nota de investigación la corresponsal del diario La Nación en esa ciudad, Gabriela Origlia, hoy el cupo de mujeres del Monserrat supera al de varones. Al principio, no la tuvieron fácil: eran resistidas por sus compañeros y hasta por sus docentes. Las chicas llevaban dos años en el Monserrat cuando la Corte Suprema de Justicia –por decisión unánime– rechazó los planteos de los padres organizados de aquella época, fundados en su supuesto derecho para decidir sobre la educación (pública) de sus hijos.

Enrique Petracchi (CIJ)

El fallo tuvo un Kennedy argentino, el recordado juez de la democracia Enrique Petracchi. Formado en a la luz del liberalismo igualitario –se definía a sí mismo como un “liberal inglés” al que consideraban peronista “por aceptar la justicia social”, y se opuso sistemáticamente a la mayoría automática durante el menemismo, además de defender el derecho al divorcio y respaldar la personería jurídica de la Comunidad Homosexual Argentina–, Petracchi hizo entonces un planteo que no perdió vigencia: “Tengo la tranquila sospecha de que existen quienes añoran el pasado y rechazan la radical igualación de la mujer y el hombre en cuanto al goce de los derechos humanos y las libertades fundamentales”, planteó hace ya más de veinte años. Y concluyó: “Sorprenden los denodados esfuerzos de los apelantes para demostrar que su demanda no es discriminatoria, pero que encubren el motivo, verdaderamente discriminatorio, que podría expresarse así: no dicen nada en contra de las mujeres, pero no quieren que se integren en una educación conjunta con sus hijos”.

Finalmente, la (mala) costumbre en el Monserrat cambió con la práctica. Y lejos de los fines prostibularios que sugerían aquellos padres ofuscados, hoy las alumnas tienen en promedio mejores notas que sus compañeros.

Pero, mientras las sociedades más desarrolladas asumen cada vez más que el género ni siquiera está determinado por el nacimiento y el no binarismo se extiende en el lenguaje, las artes, la moda, la arquitectura y en la forma en la que, en general, nos relacionamos con propios y ajenos, los nichos de discriminación persisten tanto como el racismo en los Estados Unidos.

Hace sólo cuatro años, el Club Universitario de Buenos Aires (CUBA) fue escenario de una discusión bizantina cuando los socios aprobaron la reforma del estatuto que permitió a las mujeres ser consideradas socias plenas en lugar de adherentes como hasta entonces. El Jockey Club recién comenzó a aceptarlas en algunas sedes, como la de Rosario. Los argumentos en contra son siempre similares, y sorprenden, como decía Petracchi, por el esfuerzo de demostrar que no hay discriminación en ellos. El más recurrente: “Hasta las mujeres están de acuerdo”.

El colegio Newman

En todo esto pensé desde que trascendió como un hito que el Cardenal Newman, el colegio asociado por antonomasia a la elite dirigente del último gobierno –de Mauricio Macri al ex ministro de trabajo Jorge Triaca, pasando por el jefe de Asesores presidencial Jorge Torello y su hermano, el diputado Pablo Torello, famoso por afirmar en un posteo de Twitter que “las feministas son incogibles”–, admitirá mujeres a partir de 2023. Es decir, no mañana, ni en el próximo ciclo lectivo, sino en el siguiente. Y no en todo el colegio, sino en el jardín de infantes, aunque anuncian la apertura de los niveles primario y secundario para 2024. Tampoco está previsto que los alumnos cursen en las mismas clases, llegado el caso, sino que, como proponían los padres del Monserrat, las autoridades construirán un edificio exclusivo para las niñas. La iniciativa, presentada por carta a las familias como el ingreso “al Newman del futuro”, ya tiene sus detractores, igual que los hubo en Córdoba, en Alabama, en CUBA y en el Jockey.

La serie francesa Mixte (Amazon), que comencé a ver en estos días por recomendación tuitera de Julio César Morla, plantea algunas de las tensiones y los prejuicios de época a partir de la llegada de mujeres a la secundaria Voltaire, en los años sesenta, donde las pocas chicas que acceden sufren desde maltratos y micromachismos hasta la falta de preparación de los profesores para enfrentar los cursos en plena transformación, en una etapa de la vida en la que los mismos alumnos atraviesan los cambios físicos y hormonales propios del crecimiento. Pero claro, también al igual que en Alabama, la escena transcurre hace más de seis décadas, y se supone que en el camino dejamos atrás algunos de esos prejuicios. ¿O no?

Hay una razón pedagógica que seguramente no le gustaría al diputado Torello, y es el que sostuvo durante años la hoy obsoleta educación diferenciada: las chicas maduran antes, los varones las retrasan. Pero ese argumento cae frente a una función escolar de mucho más peso que el académico: la socialización de los alumnos.

Si no se relacionan con pares de todos los géneros, ¿cómo van a prepararse para vivir en un mundo diverso? La pregunta es si queremos que los varones “del futuro” sigan asociándose en clubes que marginan a las mujeres y a las disidencias de las decisiones, o crean, como Torello, que pueden determinar como iluminados quién entra y quién no en su juego hegemónico, por razones tan sesgadas como sus preferencias estéticas y sexuales.

Por mi parte, la respuesta es obvia: una escuela, aunque sea privada, no puede ser un tubo de ensayo ajeno a las transformaciones sociales, y mucho menos si su objetivo es formar dirigentes. La realidad es que seguir educando hoy bajo los principios de la manada no sólo implica marginar a sus egresados, sino que nos margina como sociedad, toda vez que muchos de ellos, en una Argentina sin movilidad, probablemente un día ocupen puestos de poder.

Quienes persisten en negarlo, no son distintos de Wallace: quieren, como el gobernador más segregacionista de Alabama, “frenar la integración en la puerta del colegio”.

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