El gobierno anunció para el mes de febrero encuentros del Presidente Alberto Fernández con el primer mandatario ruso Vladimir Putin y a continuación en China con el presidente Xi Jinping. Los argumentos para estas conversaciones son los usuales: “colaboración, inversiones y temas de interés común”. En particular, en el caso del gigante de Oriente, Fernández firmará también su adhesión a la llamada nueva ruta de la seda, el mega-proyecto estratégico de infraestructura global que apunta a expandir la industria, el comercio y el poder chino en todo del mundo.
Por más que se quiera presentar como una “astuta” diversificación, el momento político de estos viajes da un evidente mensaje de alineamiento estratégico que aparta a Argentina de su lógica inserción en Occidente y no ayuda para llevar a buen puerto la negociación con el FMI.
El éxito del acuerdo con el Fondo depende totalmente del apoyo de las potencias de Occidente y sus aliados que, por suma de votos son los de mayor peso en las decisiones del organismo. Si la intención es recostarse en Rusia y China para compensar un posible resultado adverso de la negociación, cabe señalar que alianzas con estos países no sustituyen los beneficios integrales de acuerdo con el organismo multilateral, en términos de desarrollo del país y consecuente mejora en la calidad de vida de los argentinos, basta mirar para comprender el punto la precaria situación de naciones que sí las tienen, como Cuba y Venezuela.
Una mirada al contexto internacional en estos meses tan importantes para Argentina muestra que se ha vuelto singularmente problemático. Además de las ambiciones expansionistas chinas y sus crónicas tensiones con Estados Unidos, hoy el mundo vive un peligroso momento geopolítico por la confrontación Rusia-Occidente en el escenario europeo, que podría llevar a un conflicto armado en Ucrania.
Las varias rondas de negociación de la semana pasada en Ginebra, Bruselas y Viena, con Estados Unidos, la OTAN y las naciones miembros del OSCE (Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa), respectivamente, han llevado a un rotundo rechazo a las pretensiones rusas de detener los avances de la OTAN hacia Europa del Este y de vetar en forma permanente a la incorporación de Ucrania a dicha organización, entre otros puntos audaces.
La frustración por el fracaso de las negociaciones con Estados Unidos y aliados llevó al vicecanciller Sergei Ryabkov a dejar abierta la posibilidad de instalar bases rusas en Cuba y Venezuela. Lo notable del caso es que las declaraciones del funcionario fueron hechas con la naturalidad de quien considera a esos países como parte de su territorio extendido. Esa percepción se corresponde con los hechos, ya que con los años Cuba y Venezuela se han convertido en piezas del esquema de dominación antes soviético y luego ruso que continúa hasta hoy a través ayuda económica, relación comercial privilegiada, presencia de tropas, materiales, misiones técnicas, de inteligencia y tanto más, aunque nada de esto sirvió para mejorar el bienestar de sus castigadas poblaciones.
América Latina refleja esa divisoria de aguas global, con el quiebre entre las naciones que estrechan lazos de amistad con las dictaduras de la región y sus aliados Rusia, China e Irán y aquellas que visualizan un mejor futuro a partir de su inserción plena en el Occidente capitalista y democrático.
Las decisiones de política exterior del actual gobierno, al igual que las de las previas gestiones kirchneristas tienden a ubicar al país dentro del primer grupo. Las señales han sido muchas, pero en épocas recientes se destacan el retiro de Argentina del Grupo de Lima, los comentarios presidenciales anti-OEA en la Cumbre por la Democracia de Biden y la reticencia de condenar en los foros internacionales las constantes violaciones a los derechos humanos de tales dictaduras.
En igual dirección va el esfuerzo del gobierno argentino para ponerse a la cabeza de los ímpetus anti-Estados Unidos a través la presidencia pro tempore de la CELAC, organismo creado por el castrochavismo para restar poder a la OEA y reducir la influencia del país del norte en la región. También, la presencia del embajador argentino en Managua para acompañar el inicio de la quinta presidencia fraudulenta de Ortega y la tardía reacción del gobierno argentino para reclamar la detención del funcionario de Irán Mohse Rezai, invitado al acto, sobre quien pesa orden de captura internacional por el atentado terrorista de la AMIA.
Ante estas evidencias, es preciso alertar sobre la necesidad de evaluar el costo-beneficio de estos alineamientos internacionales fallidos. También de los riesgos de encarar negociaciones por proyectos de largo plazo en los que se prioriza el sesgo ideológico, a partir de una Argentina en estado de gran debilidad económica e institucional.
Ya ha sucedido en el pasado. Basta recordar la cesión de soberanía por 50 años en Neuquén para instalar una base satelital china, sin control del propósito de su utilización, o aún más reciente y dolorosa, la desacertada decisión del gobierno de adquirir la vacuna rusa Sputnik, en desmedro de las provenientes de Estados Unidos (Pfizer, Moderna y Janssen), que sólo fue “enmendada” de hecho por el arbitrario corte de suministro por parte del proveedor ruso.
Lo expresado no implica que nuestro país se debe abstener de mantener relaciones comerciales con países de diferente perfil ideológico en tanto y en cuanto esas relaciones se establezcan en un plano de igualdad, y se privilegien en ellas los intereses nacionales, es decir, la soberanía, la integridad territorial, la capacidad de autodeterminación y el bienestar de la población en su conjunto.
La derrota del oficialismo en las elecciones de medio tiempo y la apreciación de que la ciudadanía no acompañará una renovación de mandato en 2023 parece haber acelerado peligrosamente el apetito oficial de establecer alianzas de largo plazo con el mundo anti-Occidental.
Ante esta realidad es esencial que la oposición desde un Congreso, hoy en saludable balance, así como desde otros ámbitos de comunicación y participación ciudadana, ejerza el control sobre los alineamientos estratégicos que propone el gobierno y en particular sobre los objetivos y resultados de las negociaciones que se lleven a cabo, para así velar por que en modo alguno se vulnere la soberanía o se comprometa el futuro de la Nación.
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