El cambio de las políticas energéticas en la República Argentina, que se habían mantenido estables desde el descubrimiento del petróleo (1908) por más de 80 años durante los períodos democráticos y autoritarios, comenzó en 1989 durante el Gobierno del doctor Carlos Saúl Menem.
Me cupo a mí, como Secretario de Energía de la Nación llevar adelante esa tarea, ese cambio “disruptivo” pero necesario para incorporar a nuestro país a la política internacional y al manejo económico de la energía, a la luz de los paradigmas mundiales de esa época.
Visto a la distancia, este hecho fundamental de política económica debería considerarse e interpretarse a través de las premisas que entonces tuvimos en cuenta y que hoy, por el transcurso del tiempo, pueden valorarse con mejor perspectiva.
El momento político y social y el papel del Estado en 1989
El 8 de julio de 1989 se produjo un relevo gubernamental de singulares características en la historia argentina. Por primera vez en seis décadas, un presidente constitucional le transfería el mando a otro elegido democráticamente de un partido político diferente. Esa circunstancia, que naturalmente debería haber movido al júbilo ciudadano por lo que implicaba en términos de consolidación la democracia, fue acompañada por una tensión inédita: la trasmisión del mando se producía seis meses antes de lo previsto en el calendario electoral, en un contexto socioeconómico crítico que había precipitado la llegada del triunfador de las elecciones del 14 de mayo de 1989 a la primera magistratura.
La Argentina era un país sometido a violentas convulsiones sociales que eran fruto de largos años de inaceptables rezagos económicos, pero que una serie de acontecimientos sucesivos habían agravado hasta límites insospechados poco tiempo antes. Desde fines de 1988 hasta marzo de 1989 los argentinos habían sufrido restricciones forzadas en el abastecimiento eléctrico, debido al efecto combinado de falta de mantenimiento en el parque de generación térmica y la consecuencias de un año hidrológico marcadamente seco.
A comienzos de febrero se generó una crisis financiera que puso fin al llamado Plan Primavera, qué el gobierno había puesto en práctica unos meses antes con la fallida esperanza de contener las variables de la economía en el periodo electoral. Por el contrario, a la crisis financiera siguió el desborde de aquellas, y pronto el país conoció los rigores de la hiperinflación.
La eclosión de la crisis –manifestada en disturbios y saqueos– había acortado el periodo de transición. El país estaba virtualmente ingobernable, y esperar hasta el 10 de diciembre resultaba imposible.
En ese contexto –signado por la hiperinflación, la especulación financiera, la desinversión, la recesión, el hambre, el analfabetismo, la marginalidad social, el desempleo y el aislamiento internacional– se inició el gobierno de Carlos Menem.
La energía tuvo que liderar y librar una batalla en pos del crecimiento económico y la incorporación de tecnología para mejorar la calidad de vida
Lo que había fracasado en la Argentina no era una política, ni un partido político, ni un grupo de dirigentes políticos, sino una manera de concebir y practicar la política, excesivamente contaminada por la ideología y desviada irremediablemente hacia el dogmatismo.
En el centro mismo de esa idea para transformar se encontraba el Estado, cuyo rol urgía definir a la luz de las nuevas realidades mundiales. Es obvio que el Estado, otrora ocupante de un papel central en los procesos de acumulación de capital y asignación de recursos, se encontraba exhausto, imposibilitado de movilizar las inversiones mínimas necesarias para asegurar el cumplimiento de sus funciones esenciales.
La debilidad del Estado, por otra parte, había posibilitado que la actividad privada se desarrollara en forma parasitaria a favor de los privilegios antes que la eficiencia y productividad empresarias, y había extendido la sospecha de prácticas corruptas sobre todo el aparato administrativo público.
Perón ya había revisado su modelo en 1952, cuando dijo que antes “el Estado había tenido que proyectar su presencia a ámbitos que naturalmente correspondían al sector privado. Cumplidos los objetivos fijados en su primera gestión, era menester devolver esas actividades empresarias al área de la economía privada”
Era menester reemplazar un modelo perimido por otro nuevo, en el cual el Estado se concentra en sus responsabilidades primarias, resignando sus funciones empresariales a favor de la actividad privada. Este objetivo podía ser abordado desde varias perspectivas teóricas. La única válida a mi juicio, es la que se apoya en el pragmatismo antes que en las interpretaciones dogmáticas. No se trata de una oposición maniquea entre lo público (ineficiente) y lo privado (eficiente), por que en la Argentina la coexistencia simbiótica del Estado y el capital privado había desviado a este del espíritu emprendedor como medio para llegar a la ganancia legitimada. En nuestro país resultaba más rentable influenciar las decisiones burocráticas de los funcionarios de turno que concentrar los esfuerzos en el desarrollo de la capacidad empresaria.
El doctor Menem se fijó una meta de construir un sistema socioeconómico abierto, competitivo, desregulado, con creciente participación del capital privado, insertado en los flujos del comercio internacional y sin perder como objetivo principal la justicia social. Comprendió que la energía tendría que liderar y librar una batalla en pos del crecimiento económico y la incorporación de tecnología para alcanzar la calidad de vida que la Argentina se merecía.
El peronismo ante el cambio
Muchos se han sorprendido por el hecho que un gobierno peronista impulsara una estrategia aparentemente opuesta a lo que constituye el núcleo de la doctrina del justicialismo. Erróneamente suele identificarse al peronismo con los lineamientos generales del modelo puesto en práctica por el general Perón en 1946. Esa posición revela un ejercicio de burdo reduccionismo intelectual.
En primer lugar se confunde lo contingente con lo esencial. El modelo de 1946, de claro contenido estatista, respondía a una situación histórica determinada (la emergente de la posguerra) y recogía las ideas vigentes por entonces. Pero el general Perón ya había revisado los supuestos del modelo en 1952, cuando la crisis comenzó a ponerle límites infranqueables. Perón decía en esa época “que el Estado había tenido que proyectar su presencia a ámbitos que naturalmente correspondían al sector privado. Cumplidos los objetivos fijados en su primera gestión, era menester devolver esas actividades empresarias al área de la economía privada.”
En el ámbito energético en los años 50 la producción petrolera nacional no cubría las necesidades de la economía y Perón decidió convocar al capital privado para aumentar la producción. En abril de 1955 firmó un contrato con la Standard Oil de California.
El contrato fue aprovechado para que sus detractores se unieran en su contra y esta actitud, junto con la del Dr. Frondizi en 1958, que aplicó una política similar para incrementar la producción de petróleo para el crecimiento industrial –autorizando a YPF a firmar contratos con empresas nacionales y extranjeras que trajeran capital privado para incrementar la producción– fueron las únicas iniciativas en la historia argentina de incorporación de capital privado con fines productivos en materia energética.
Cambio de políticas energéticas
La tercera etapa, la de mayor éxito hasta nuestro días, fue impulsada por el presidente Menem que logró por primera vez el “autoabastecimiento energético” y la “exportación de salados exportables”.
En 1989 en plena crisis socioeconómica, los rasgos centrales del esquema consolidado a lo largo de 8 décadas permanecían intactos. En plena crisis energética total y con una situación de suma gravedad por que las reservas como la producción venían decayendo en forma sostenida, y los ingresos de YPF no alcanzaban a cubrir el costo marginal de lo que producía, decidimos con la anuencia del espectro gremial, empresario y político (gobernadores y algunos partidos políticos con representación parlamentaria) objetivos sencillos, pero representativos de un cambio de paradigma en la historia energética de la Argentina.
Decidimos políticas que nos permitieran un rápido aumento de la producción petrolera, un importante incremento del nivel de reservas y la generación de saldos exportables, es decir, un mercado petrolero abierto, desregulado, competitivo, desmonopolizado e integrado al comercio mundial de crudo y productos.
En menos de seis meses se reformuló el marco normativo que regía la actividad energética mediante tres decretos que reflejan con total claridad la voluntad política de transformar el sector, para poner toda la potencialidad al servicio del crecimiento socioeconómico y, por ende, de la justicia social.
A los seis meses levantamos la declaración de “emergencia energética y las restricciones eléctricas” que tanto atribulaban al anterior gobierno. Además realizamos un “un Pacto Federal Energético” y creamos el Consejo Federal de la Energía que tenía la misión de asesorar al secretario del área, conformado por todos los secretarios de las provincias argentinas, en donde se ordenaba la crisis, se proponían soluciones y se fijaba la estrategia. Con ellos firmamos el “Pacto Federal Eléctrico” con el que ordenamos el sistema eléctrico argentino hasta nuestros días.
En esa época, nos dimos cuenta de un agotamiento irreversible del régimen regulatorio que existía en el mercado de gas y petróleo. Una profunda crisis de reservas y de producción, la creciente pérdida de energía de los yacimientos por exploración deficiente, un rígido sistema de precios administrados para el downstream y una cultura política notablemente inconsistente con la necesidades del sector contribuían a dibujar un panorama dramático.
La Argentina tenía un régimen de regulaciones burocráticas y el monopolio exclusivo de la empresa estatal, que creaban condiciones cada vez más alejadas de la evolución de los mercados mundiales, inhibiendo mayor productividad y consagrando prácticas ineficientes
Se había convertido en un sector incapaz de generar los fondos necesarios para incentivar las actividades que le son inherentes en especial la de exploración, producción y refinación.
Tenía un régimen de regulaciones burocráticas y el monopolio exclusivo de la empresa estatal, que creaban condiciones cada vez más alejadas de la evolución de los mercados mundiales, inhibiendo mayor productividad y consagrando prácticas ineficientes que atentaban con el abastecimiento recurriendo a importaciones crecientes.
Entonces decidimos llevar adelante los siguientes objetivos, los cuales se cumplieron y con pequeñas variantes se mantienen hasta nuestros días:
1 – Generación de mayor riqueza mediante la correcta explotación de nuestros recursos de hidrocarburos
2 – Estímulo de conductas en el sector que se inspiren en la competencia y en los mecanismos de mercado
3 – Permitir que la comunidad se beneficie de la renta petrolera actualizada (impuestos, regalías etc.)
4 – Federalización de la propiedad de los recursos naturales (Constitución Nacional de 1994)
5 – Aumento de la producción y de las reservas y exportación de saldos exportables (a los cuatro años la producción aumentó el 80 por ciento y logramos el autoabastecimiento energético).
6 – Desregulación de todo el sistema e incorporación de tecnología y capital de empresas nacionales y extranjeras
7 – Reorganización de todo el sistema mediante privatización y concesión de empresas del Estado (YPF–Gas del Estado–Agua y Energía–YCF etc.) todo por ley.
8 – Toda decisión debía tener rigor parlamentario y acuerdo político con gobernadores y partidos.
En menos de 100 días de gestión se elaboraron y sancionaron los decretos 1055/89 y 1212/89 que consagraron, respectivamente, la apertura del upstream (que define el ciclo de exploración y producción de petróleo y gas) y la desregulación del downstream (que corresponde a la refinación, distribución y comercialización de los derivados del petróleo).
En 60 días se firmaron treinta contratos del Plan Houston del gobierno anterior (Alfonsín) con demoras de dos años. Posteriormente el presidente dictó el decreto 1589/89 que completó el inicio de la nueva política petrolera fijando los alcances de la libre disponibilidad del crudo y la extensión a los contratos del plan Houston.
Antes de cumplirse un año de gestión del presidente Menem se llevaron a cabo las licitaciones de las “áreas de interés secundario” (baja productividad o abandonadas) y se definieron los parámetros de la asociación de YPF con firmas privadas en las “áreas centrales”. También se realizó por primera vez y en forma internacional y por concurso, un monitoreo de reservas de todas la aéreas
En enero de 1991 la desregulación petrolera era una realidad. El Gobierno había anunciado esa fecha y el Presidente se lo comunicó al pueblo de la nación con la grata noticia que se había terminado la “emergencia energética”, especialmente, los cortes no programados que duraron hasta 2007, año que se pierde el autoabastecimiento y recomienzan los cortes masivos.
Cambios en el upstream petrolero
La exploración, desarrollo y producción de los yacimientos en esta etapa requirió altas inversiones de capital de riesgo, del cual el Estado carecía en su situación de penuria fiscal. El Decreto 1055/89 fijó una política de cambio en el negocio petrolero local poniendo fin al carácter de “concentrador excluyente” de todo el crudo de producción nacional a YPF, creándose un “mercado de libre disponibilidad” que permitía una vez cubierto el mercado interno, poder exportar.
Recordemos que tomamos como valor del barril el precio internacional y prohibimos el precio diferencial que por vía subsidio nos acentuara el déficit que padecíamos hasta ese momento. Sólo se subsidiaban tarifas sociales a los más desprotegidos. Todo “subsidio específico” debía ser aprobado por ley, es decir, con anuencia parlamentaria.
Debemos orientar nuestra política energética tomando en cuenta las tendencias dominantes, como lo hicimos en los ‘90, con la ventaja de que nuestro país exhibe una matriz energética de mayor calidad que el promedio internacional
Se privatizaron 38 aéreas con 128 yacimientos de interés secundario: es decir abandonados o con escasa producción, menor a 200 metros cúbicos /día. La adjudicación se realizaba a quien pagara más en efectivo y asociado con una empresa nacional (cash bonus bidding) teniéndose en cuenta las reservas remanentes a precio internacional y las instalaciones para que el precio no sea vil.
En las áreas centrales de YPF (85% de la producción nacional) se revirtieron los “contratos de producción” que existían, siendo reemplazados por “contratos de concesión y/o asociación” de modo de convertirlos en genuinas operaciones de riesgo en la que, como contrapartida, sus titulares pudieran disponer libremente del hidrocarburo que extrajeran (35% de la producción) y de conformidad con la Ley 17.319 de hidrocarburos. Autorizamos estos contratos siempre que se abonara en efectivo el derecho de asociación y se distribuyera a las provincias petroleras como adelanto de regalías (12%).
Desregulación del downstream
Era un régimen de complejas regulaciones. El estado tenía mediante “una mesa de crudo” la decisión de otorgar los cupos a los refinadores privados y fijaba todos los pecios de la cadena productiva y de comercialización, tornando imposible operar en relación con los estímulos y señales del mercado. Por el decreto 1212/89 se declaró el crudo de “libre disponibilidad” y se puso fin al carácter de “concentrador excluyente” a YPF, se eliminaron los cupos determinados por el Estado y se desreguló la construcción, y ampliación de bocas de expendio de combustibles, salvo las limitaciones basadas en las normas técnicas de seguridad vigente.
Recordemos que las estaciones de servicio debían construirse lejos, una de otras, que se encontraban en estado lamentable (servicio, baños, higiene, surtidores, etc.). Dimos seis meses para su total reacondicionamiento, bajo pena de clausura, pero con la libertad de ubicar las nuevas estaciones donde se creyera más conveniente. Son las estaciones de servicio que hoy tenemos.
Como expresan los propios considerandos del decreto 1212/89 el régimen liberalizador “no significó renunciar al planeamiento y control del sector energético, herramientas necesarias para promover la utilización óptima de todos los recursos que dispone el país al servicio de la Revolución Productiva y en concordancia con la adecuadas señales económicas que promueven las reformas fijadas”.
Nos dimos, además, a la tarea de cambiar “líquido” por “gas” y así gasificar nuestra economía (redes de gas, automotores, centrales eléctricas etc.) gracias al descubrimiento del reservorio Loma de la Lata.
La reforma del Estado empresario
Con la aprobación de la Ley 23.696 de reforma del Estado y los decretos de Desregulación Petrolera mencionados antes, comenzaron una serie de reformas de la empresas del Estado, inaugurando otra etapa en la transformación, pero sin perder de vista el cambio aludido, cuyos principios y efectos llegan hasta el presente. Comenzó el cambio estructural en YPF, YCF, Gas Del Estado, Agua y Energía, y se desreguló todo el sistema energético argentino.
Cambio de paradigmas, cambio climático, nuevas energías
La estrategia que abordamos en los 90 se incorporó a los cambios de los paradigmas de su época, en donde “el autoabastecimiento” y posteriormente “la exportación”, fuera realizada totalmente por el Estado o por los privados, o con concurrencia de ambos. Con las realidades del siglo XX sólo se discutía la forma de obtención del recurso y como repercutía en la economía nacional su utilización, proviniera de producción interna o de importación.
Pero hoy los paradigmas cambiaron y será ineficaz traer a colación estos recuerdos que rememoro, sin una clara comprensión de los cambios ocurridos en los últimos años en el paradigma energético mundial. Asimismo, sin esta comprensión será imposible elaborar una estrategia energética argentina de largo plazo. Pero también quiero hacer notar que, pese a algunos desajustes propios de la acción humana, no estuvimos errados con las medidas que tomamos en aquel entonces.
La matriz de la “energía primaria” del mundo sigue dependiendo de los combustibles fósiles en un 85% (34% petróleo, 28% carbón, 23% gas natural). En cuanto a la “matriz energética de generación de electricidad”, que representa el 20% de la energía, el 38% corresponde al carbón, 23% al gas natural, 4% al petróleo, y 35% a energías alternativas (hidroeléctricas 16%, nuclear 10% y renovables 10%) empezando esta última a aumentar su participación con respecto al gas y a los combustibles fósiles.
En enero de 1991 la desregulación petrolera era una realidad y el Gobierno anunció el fin de la “emergencia energética” y de los cortes no programados que duraron hasta 2007, año que se pierde el autoabastecimiento y recomienzan los cortes masivos
El mundo comienza un cambio de paradigma de su modelo económico y energético a partir de la cumbre de Copenhague del 2009, se debe ir hacia una “economía de bajo carbono y más baja intensidad energética” como forma de controlar el cambio climático. Este es uno de los mayores desafíos que afronta la humanidad, en donde la combustión del carbón es el principal problema y el gas natural la principal solución en la transición hasta que las energías renovables (u otra forma disruptiva sin emisiones) tomen el rol preponderante para cumplir con los objetivos de la mitigación.
Ahora debemos orientar nuestra política energética tomando en cuenta las tendencias dominantes, como lo hicimos en los ‘90, con la ventaja de que nuestro país exhibe una matriz energética de mayor calidad que el promedio internacional.
En la Argentina el gas natural, combustible más limpio y de menor emisión de CO2 por unidad de energía producida, tiene una participación total del 59% en la matriz energética y el carbón –el mayor emisor– solo 1%, y análogamente ocurre en la generación de electricidad, donde el carbón en el mundo, es el principal combustible para la generación eléctrica y en nuestro país es sólo marginal.
Nosotros debemos sustituir como política energética moderna, y a la luz de los cambios y requerimientos mundiales el carbón y el petróleo por el gas –cambio intrafósil– que el Gobierno del presidente Menem ya había comenzado con el desarrollo de Loma de la Lata, descubierta durante el gobierno de Raúl Alfonsín.
Ahora sabemos que tenemos, además, potencialmente el segundo “recurso de gas en el mundo” o sea el gas no convencional o shale gas (Vaca Muerta, Los Molles, etc.). Sabemos, debemos y tenemos que incorporar las energías alternativas, especialmente las renovables (sol, viento, mareas, etc.) a la futura matriz energética de nuestro país. Es decir, los fósiles deberían ser sustituidos por estas energías no contaminantes.
Todo esto debería ser discutido con y por todos los argentinos, como política de Estado, como lo hicimos en los albores del cambio energético y a la luz de los paradigmas mundiales de aquella época.
El autor es ex Secretario de Energía de la Nación
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