Hace unos días nos sorprendimos con la nota a Bernard Tomic donde decía: “Todavía le tengo miedo a mi papá”. El deportista sorprendió al mundo tras contar su calvario en medio del Abierto de Australia, acerca de las exigencias de su padre. Y si bien manifiesta que no supieron criarlo de otra manera, reconoce que él no repetiría eso modo de educar a su propio hijo.
Quizás, sin conocer demasiado el caso, su padre vio en él aptitudes y quiso fomentarlas; sin embargo, a la vez, y sin darse cuenta, fue generando mucha frustración. Lo peor del caso es que Tomic remarca que nunca nadie pudo ver sus emociones.
Comúnmente forjamos expectativas sobre nuestros hijos e hijas -nuestras propias expectativas- o proyectamos en ellos lo que nosotros mismos hubiéramos querido ser o hacer; pero, quizás, están muy lejos de los deseos de los más chicos. Es por eso que hay que mostrarles un abanico de disciplinas para que ellos vaya eligiendo qué es lo que les gusta o disfrutan.
El deporte es fundamental en la infancia; no sólo los divierte, sino que, a la vez, les permite iniciarse deportivamente, socializarse, crecer física y mentalmente; y desarrollar capacidades como la percepción espacial, la coordinación, la agilidad y el equilibrio para el desarrollo de su motricidad.
La función del adulto referente es ser espectador de sus mejoras y acompañarlos en sus progresos cuando salen a la cancha -semana a semana- a mostrar los aprendizajes que van teniendo. Y, lejos de agobiarlos por querer convertirlos en Ginóbili, Messi o Meolans, la pregunta obligada es si ese niño o niña es feliz con lo que hace. Por eso, no puede ser un objetivo que nuestro hijo sea una estrella o salvarnos económicamente con su práctica, tan común en estos días.
Padres, madres, tías y abuelos deben ser parte de un público que acompaña cada partido. Su función es corear sus tantos o goles o sostenerlos ante la frustración. Para corregir, está el entrenador, quién tomará los errores para la mejora de la de los aprendizajes.
Los adultos podemos acompañar con la enseñanza de los valores sociales, tales como tolerancia, respeto y responsabilidad: llegar a horario, cumplir las reglas, ser “limpio” al jugar o respetar al adversario, a sabiendas que es sólo un juego y el niño seguramente dará lo mejor de sí.
Pero, de ninguna manera, un papá o una mamá podrá insultar al árbitro o al equipo contrario. Los gritos y las amenazas deben ser desterradas de la práctica deportiva de los niños o niñas, porque, así como aprendemos a jugar, aprendemos a comportarnos en la vida. Y la vida es mucho más que un partido de 90 minutos.
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