Debió ser el festivo año del primer recambio de gobierno en democracia y, a pesar de todo, se logró. Sin embargo, en la memoria colectiva terminó siendo un año signado por la frustración: cortes de luz generalizados, el levantamiento guerrillero de La Tablada, hiperinflación, saqueos, el desembarco de Bunge & Born en el Palacio de Hacienda y el indulto.
Al igual que este, aquel verano estuvo signado por la falta de suministro eléctrico, aunque pautada previamente. Una pesadilla que empeoró el humor social de un país que ya contaba con más de 32 millones de habitantes y se encaminaba a su primera elección presidencial en democracia después de dieciséis años.
Si bien los analistas del sector coinciden en afirmar que afrontar un corte de servicio entra en el marco de lo previsible en la gestión de un sistema eléctrico público o privado, esos cuatro meses le hicieron daño a la marcha con obstáculos del final de gobierno del presidente Raúl Alfonsín.
El noroeste de Estados Unidos en 1965, las cuatro semanas de la huelga minera de 1974 que dejaron sin energía y sin gobierno conservador a los británicos, el trágico apagón neoyorquino de julio de 1977, los 89 días sin luz en la Suecia de Olof Palme en 1984. Cada cual a su modo, ya habían evidenciado que en las naciones desarrolladas también se padecían problemas energéticos y que no siempre eran de rápida resolución.
Aquí, el sistema colapsó producto de una adversidad extrema. A las tradicionalmente altas temperaturas de verano se le sumaron los tres años consecutivos más secos que recuerde la historia de nuestras cuencas hidrológicas. Un regalo envenenado de la naturaleza que cayó sobre una nación atravesada por una crisis económica sin precedentes que estaba en virtual default desde el invierno de 1988.
La respuesta llegó con el texto del Decreto n.° 5/1989 del presidente Alfonsín, que se conoció como Emergencia Energética. Allí, se estipularon los programas de cortes de suministro y una sumatoria de restricciones de toda índole. Una medida impopular de compleja comunicación para un gobierno que ya había visto mermar su crédito ciudadano en la derrota de septiembre de 1987, y que tenía su apuesta de continuidad en Eduardo Angeloz, un candidato que predicaba las bondades del ajuste fiscal agitando un lápiz rojo en su mano.
Los domicilios particulares sufrieron cortes en el suministro de cinco horas en un primer momento, luego debieron extenderse a seis horas diarias, primero de lunes a viernes, y posteriormente, sábados incluidos. Los locales comerciales fueron instados a dejar sin luces sus marquesinas y vidrieras durante las noches. El Estado dispuso asuetos administrativos para el personal. Se redujo el servicio de alumbrado público y se prohibieron los espectáculos deportivos nocturnos. La actividad bancaria acotó su horario entre las 10 y las 14, para luego cambiarlo a la franja de 8 a 12. Mientras que los hospitales y sanatorios quedaron exceptuados.
Por su parte, los canales de televisión de aire transmitían solo cuatro horas, de lunes a sábados de 19 a 23; en tiempos en que la TV por cable aún era un servicio con pocos canales y escasos abonados. A pesar de ello, según la consultora IPSA, fue el año en que el encendido general marcó un récord histórico: 46 puntos. Agradecida, la radiofonía resistió a fuerza de pilas de todos los tamaños y marcas.
Además, entre el 1° de diciembre de 1988 y el 15 de marzo de 1989 se adelantó el reloj en una hora. Otra medida dispuesta por el Ejecutivo para el racionamiento del consumo. En el final de su gestión, la intentona alfonsinista apeló centralmente a una política de cortes rotativos sobre la demanda doméstica. En esas doce semanas, el porcentaje de corte sobre la demanda total fue de 7,4. Mientras tanto, se evitó que el ajuste recayera sobre los sectores de la producción y se privilegió la continuidad de la tarea en la demanda industrial.
Hasta el popularísimo PRODE (juego de apuestas con pronósticos futbolísticos que administró Lotería Nacional desde 1972), debió anular una jugada en la primera semana de enero y devolver el valor de las tarjetas a decenas de miles de apostadores.
La escasez de potencia de las usinas hidroeléctricas, producto del excepcionalmente bajo aporte hídrico tanto de embalses como de ríos, agudizó la crisis que terminó de colapsar con la salida de servicio en agosto de 1988 de la central nuclear Atucha I, ubicada sobre el margen derecho del río Paraná de las Palmas, en las afueras de la localidad bonaerense de Lima. Todo partió de la necesidad de llevar adelante un mantenimiento correctivo por avería que recién comenzó a subsanarse parcialmente en enero de 1990.
Se sumó a ello que, a fines de diciembre de 1988, quedaron fuera de servicio dos bombas de la central nuclear del embalse de Río Tercero, en Córdoba.
Otro hecho, totalmente imprevisto, fue el vaciado parcial del embalse de la central hidroeléctrica El Chocón (ubicada sobre el río Limay, entre Neuquén y Río Negro) hasta su cota mínima de funcionamiento, producto de la reparación de la margen izquierda de la presa que había sufrido una filtración. Mientras que la propia cuenca del río Limay por su baja hidraulicidad afectó también la generación de las centrales de Alicurá y Arroyito.
Finalmente, la sequía de la cuenca del río Uruguay hizo mermar la generación energética en el complejo binacional de Salto Grande, ubicado aguas arriba de la ciudad entrerriana de Concordia, y su vecina, Salto, en la costa uruguaya.
En los pasillos de la Casa de Gobierno podía verse al propio Alfonsín y los integrantes de su gabinete caminar a paso rápido con las mangas de las camisas arremangadas, sin sacos a la vista, botones de los cuellos desabrochados, corbatas levemente desanudadas y perpetuos e impiadosos signos de sudor en las frentes y las axilas.
La prohibición del uso de los aparatos de aire acondicionado dejó ventanales y postigos abiertos a toda hora, a la vez que sembró la Rosada de ventiladores de todos los tamaños y cautelosos pisapapeles. Sin controles remotos ni temperaturas preprogramadas, con un ruido ensordecedor y ubicaciones completamente anárquicas aquellos pesados mamotretos que brindaban su fresco reparador descansaron ese verano bajo la tutela de una estricta orden presidencial. Solo las máquinas de escribir eléctricas y las fotocopiadoras sobrevivieron en la prestación de sus habituales funciones.
Paradojas de la historia, según narró el exsecretario de Energía (1986-1988) Jorge Lapeña en su libro “La energía en tiempos de Alfonsín”, técnicamente fue en 1989 que Argentina alcanzó por primera vez la condición de “país autoabastecido en materia energética”.
La situación crítica del suministro eléctrico comenzó a subsanarse meses más tarde con las mejoras hídricas progresivas, la vuelta de Atucha I, y el ingreso de nuevas unidades de generación. Recesión económica mediante, la caída en el consumo también hizo lo suyo y colaboró en la normalización de la prestación del servicio de la tradicional SEGBA que será dividida en siete unidades de negocio para efectivizar su desguace privatizador en 1992.
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