Boris Johnson, ese señor gordito que es primer ministro de Gran Bretaña, sueña con ser Winston Churchill y ni siquiera es míster Bean, se mandó la gran Olivos: en plena epidemia de Covid y en pleno confinamiento de los británicos, armó una festichola con cien invitados, muy bien regada, que los ingleses lo riegan muy bien todo, en el 10 de Downing Street, que supo conocer épocas mejores.
Cuando lo pescaron, pidió sentidas disculpas en el Parlamento, que también conoció épocas mejores.
Novak Djokovic mintió tanto que ya no se sabe qué de todo lo que dijo es cierto o no. Dijo que tuvo Covid, pero apareció sin barbijo y sonriente al día siguiente de su diagnóstico. Antes de llegar a Australia, dijo a las autoridades que no había estado en otro país que no fuese el suyo, Serbia, cuando sí había estado en Marbella, donde siempre entrena antes del grand slam australiano. Y alguna otra mentirijilla más se le escapó al llegar a Melbourne para disputar el torneo que, de consagrarlo, lo llenaría de gloria.
Cuando lo pescaron, armó un tole tole legal mientras su familia y parte del gobierno serbio, intentaban convertirlo en un mártir perseguido por una conspiración mundial. El papá de Djokovic lo comparó con Jesucristo, razón más que suficiente como para que el nene crea que es superior a todos en el mundo. No es así. El gran mérito de Djokovic es empuñar un cucharón con cuerdas trenzadas en la punta y pegarle muy bien eso sí, mejor que casi todo el mundo, a una pelotita amarilla. Y nada más. Alguien que le avise. Pese a todo, además del tole tole judicial, Djokovic ensayó un par de mensajes de disculpas y culpó a su equipo, unos chambones, por dar mal sus datos, los de Djokovic a las autoridades de migración de Melbourne.
Por estas playas, el presidente Alberto Fernández también pidió disculpas cuando el sonado caso de la fiesta de cumpleaños de su mujer en Olivos, y cuando la sociedad argentina vivía encerrada en casa y los runners eran visto poco menos que como terroristas.
También pidió algo así como disculpas Ginés González García por el sonado caso del vacunatorio VIP. Lo hizo a un año de su desplazamiento como ministro, pero lo hizo. Admitió haber cometido una estupidez y quien quiera tomar eso como una disculpa, puede. Todo el mundo sabe además, que la vicepresidente Cristina Fernández ambicionaba ese ministerio para colocar allí a uno de sus alfiles, el entonces ministro de Salud de Buenos Aires, Daniel Gollán. Pero, las disculpas de Ginés valen igual.
Hace ya unos días, EDENOR dejó sin luz a más de setecientos mil usuarios y luego, en un comunicado, explicó los motivos que llevaron a la interrupción del servicio. Y pidió disculpas.
La titular del PAMI, Luana Volnovich, felicitó a una jubilada y sus amigas por disfrutar de las Termas de Colón y después se fue a pasar sus vacaciones al caribe mexicano. Todavía no se disculpó; tal vez no lo haga, milita en La Cámpora, la agrupación que dirige el diputado Máximo Kirchner, pero la disculparon desde el gobierno.
La vocera presidencial, Gabriela Cerruti, dijo, en referencia a Volnovich y al ministro de Hábitat y Desarrollo Territorial de Buenos Aires, Jorge Ferraresi, en Cuba desde inicios de enero, una verdad dictada por Perogrullo: “Es una funcionaria que trabaja mucho y tiene todo el derecho a tomarse vacaciones”. Bueno sería que el gobierno empezara a digitar las vacaciones de los ciudadanos. No den ideas.
No eran las vacaciones de Volnovich las que estaban en discusión, sino el sitio elegido después de felicitar a los jubilados por visitar las termas de donde fuere. Cuando al yerro se le agrega el cinismo, malo es todo lo que sigue.
Existe una cualidad llamada decoro, que acaso Cerruti conozca, que impide, o acaso recomiende, que sus funcionarios elijan un destino de lujo en el exterior ante un país devastado, en medio de una intensa negociación de su deuda externa con el FMI, negociación aún con destino incierto, que padece una inflación que trepa al cincuenta por ciento anual y que no avizora una salida cercana e indolora a su crisis económica.
Las disculpas no alcanzan. Y sirven de nada.
La idea, equivocada, que sugiere que pedir disculpas borra el error, es un disparate grande como un pino. Pedir disculpas te civiliza, sobre todo si el daño provocado por el yerro no es intencional, y el yerro tampoco. El pedido de disculpas es como el indulto: tal vez borre la pena, pero no el delito. Una extensión de ese concepto errado lleva a igualar al pedido de disculpas con el perdón. No es así. Pedir disculpas no garantiza el perdón automático. Lo bíblico es el perdón, no las disculpas. Y el perdón hay que ganarlo.
La tendecia en cierta clase política dirigente, ya sea de estas o de otras playas, y en especial de la clase dirigente cada vez más alejada de los intereses de la gente, es cometer la macana y enseguida pedir disculpas. Total, la perrada, la gilada, aguanta. No tiene otra. Intuye, en algunos casos tiene la certeza, de que su destino está en manos de pelafustanes de poca monta que juegan con su confianza, mientras proclaman que hacen política para cambiarle la vida a la gente.
El voto castigo no basta, la protesta social se ocupa de cosas más urgentes y en nuestro país un delincuente condenado, librado de la cárcel con argumentos banales, da clases de ética y derecho en la principal universidad del país.
La fiesta de Boris Johnson ya se metabolizó, la luz volvió a las zonas donde estuvo cortada y se volvió a cortar también, las playas del Caribe son muy suaves: no serán como las Termas de Colón, pero igual se está muy bien.
La procacidad, la hipocresía, la desvergüenza están muy bien para un gandul que cree ser el rey del mundo porque maneja muy bien el cucharón y la pelotita amarilla.
Gobernar los destinos de una sociedad, es otra cosa.
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