Hace calor. En Twitter la gente se queja porque no hay luz ni agua, pero en Instagram todos están felices y en pelotas. Hasta hace poco, yo no sabía lo que era eso: temblaba ante las invitaciones a piletas y sólo iba a la playa vestida, aunque amo el mar. Me metía corriendo y salía muy despacio, atenta a que nadie estuviera mirando. El body positive ahora está tan de moda que hasta las chicas muy flacas postean mensajes de aceptación. Cientos de likes porque una rubia de medidas perfectas se agarra algo parecido a un rollo con la mano o dice que subió la foto igual, aunque se vio un pozo, porque está a favor de la diversidad.
Cedo a la tentación de reírme porque yo también fui ella, la diferencia entre nosotras es que yo crecí en los noventa, cuando la única solución para eso era la dieta –dietas violentas, casi nunca guiadas por nutricionistas, con el aval de una generación de madres que se mantuvo a pastillas y veía más sano que una “cerrara el pico”, antes de hacernos adictas a las anfetaminas como ellas–.
No sé qué funciona, no sé si funciona esto. No sé si es mejor que alguien hable de sí mismo como “un cuerpo gordo” o si le ahorra la presión. Pero me importa preguntármelo.
Creo que a mí no, o no todavía. Creo que como en muchas de las cosas que estamos volviendo a pensar desde los feminismos, a veces hay más pose que internalización. Y a la vez creo que la pose ayuda: la cultura se cambia con gestos. No es lo mismo tomar sol en bikini sabiendo que el acoso y la gordofobia se condenan, o que no tengo por qué bancarme un comentario fuera de lugar. Pero el verdugo interno igual comenta: “¿Te creés que vas a disfrutar del verano con esa panza, con ese culo, con esas piernas?”
Crecí entre ayunos y atracones, no sé lo que es comer bien y siento que todavía estoy aprendiendo. Tampoco lo sabía mi madre, tuvo que enseñarme un terapeuta cuando tenía veinte años y decidí por mi cuenta encarar mis trastornos de alimentación. Sé que, pese a eso, nunca los superé del todo, y que ni la terapia ni los feminismos vencieron aún mis propios prejuicios. Mi abuela tenía un consejo infalible: “Si tenés hambre, tomá agua”. Decía que así se había mantenido siempre flaca; para ella, que era modista, no había nada peor que la gordura. No sé si se hereda o se contagia: también hasta hace muy poco, mi resolución de año nuevo siempre fue ser más flaca.
Me enfermé a los trece, con una amiga, jugando a quién bajaba más de peso y comiendo sólo gelatina. Esas gelatinas, claro, me las hacía mi mamá. Hasta que no la llamaron del colegio porque la profesora de francés explicaba el cuerpo humano con mis huesos, no le pareció un problema. Para ella, como para su madre, ser flaca, flaquísima, era lo mejor que podía pasarme. Me acuerdo de mirarme al espejo con odio un rollo más chico que el de la influencer rubia, y me acuerdo de llorar y repetir: “Así nadie me va a querer”. Me quisieron mucho igual, claro, incluso los que se bancaron que tirara al piso toda la ropa del placard y hasta que los culpara por “ser tan horrible”.
Casi no tengo amigas con las que no hable de dietas, con todo y las influencers que dicen que es mejor tomar helado y meternos a presión la micromini. Que no se entienda mal, es mucho mejor un escenario donde hay espacio para todas las formas; pero el like a la hermana gorda o la imposición del “cuerpo real” no me saca la inseguridad al borde de la pileta, ni me da ganas de ser como ella.
Esta semana se viralizó un posteo en tiktok de otra influencer que entiende bien el tema, Agus Cabaleiro: “¿Salir tapadísima y tener mucho calor o salir en short y musculosa y estar incómoda por mostrar las piernas, los brazos, la panza?”. Y estoy de acuerdo con el dilema y con la solución: evitar primero morirnos de calor es un comienzo, frescas pensamos mejor.
También volvió a dar vueltas la tapa -¿histórica?– de Cosmopolitan USA en la que, después de años de proponernos planes para llegar diosas al verano, pusieron a una mujer con sobrepeso haciendo una pirueta, y aseguraron: “This is healthy” (Esto es saludable). En Twitter, donde la acidez es moneda corriente, la mayoría dijo que no sin siquiera leer la nota para enterarse de que los análisis clínicos de la protagonista seguro tienen mejores valores que los de cualquiera de ellos.
De nuevo me pregunto si alcanza con normalizar la gordura para enmendar los años en que nos torturaron con la imposición de estar flacas.
Cuando mi padre enfermó, no me costó nada dejar de comer con él. Para cuando murió, yo pesaba lo mismo que quince años antes, cuando le hacía de modelo esquelética a la profesora de francés. De nuevo, a la mayoría le pareció algo genial, y a mí también: me trataban distinto los tipos y las vendedoras en los locales de ropa.
Es una realidad que las mujeres somos siempre juzgadas por nuestra apariencia, en la calle, en el trabajo y en las reuniones familiares. A veces no importa ni lo que decimos: somos la flaca, la gorda, la culona, la de las tetas enormes, la de las piernas como jamones que “no entiendo cómo usa shorts”.
El verano en que mi viejo agonizaba me metí por primera vez al mar caminando. No era todo lo flaca que quería, pero me lo decían los demás. “La depresión te sienta bien”, me dijo una amiga. Una de las últimas cosas que me dijo él fue “comé” y yo lo tomé como un cumplido. Era cierto, nadie más me iba a querer tanto.
Pasar de un extremo al otro de la balanza me enseñó dos cosas: que la mirada de los demás siempre está presente y cuánto cambia, y que todos se sienten con derecho a opinar. Sobre todo cuando adelgazás: el “estás más flaca” puede ser un gran halago, pero también un recordatorio de que la obsesión con el cuerpo no es sólo una idea nuestra. Era verdad que nos estaban mirando cuando entrábamos al mar: el juicio es permanente.
También sé las cosas que te gritan por la calle los tipos cuando engordás –porque sí, el “piropo” callejero todavía existe–, las mayores barbaridades me las dijeron siempre cuando tuve sobrepeso: si sos gorda no les importa tratarte bien. Mi vieja me dijo de chica que cuando te gritan desde una obra en construcción es porque engordaste, así que ese fue durante años mi parámetro. La gente sí te trata de otra manera cuando estás gorda, incluso en tu entorno. Es una paradoja que también noté hace rato: en los entornos más hostiles, a los gordos se los agrede; pero en los más amables, se los invisibiliza. No sé qué es peor.
La flacura –salvo cuando es extrema– siempre preocupa menos. Y yo entiendo y comparto muchos de los objetivos de los movimientos contra los estándares de belleza tradicionales, pero no puedo evitar sentirme mejor cuando estoy flaca. Sé que mis estándares de aceptación de mi propio cuerpo están algo atrofiados, incluso pese a los años que trabajé para lograrla. Pero es lógico, si yo sé que hasta los tipos más deconstruidos te tratan de otra manera, si hasta mis amigas más queridas lo hacen.
Por eso me gustó tanto la serie Shrill (Chillona), de Hulu, que cuenta la historia de una periodista joven y gorda que se decide a cambiar su vida, pero sin cambiar su cuerpo. Ni sus padres, ni sus amigos, ni su novio, ni su jefe aceptan su cuerpo cuando Annie (Aidy Bryant) toma la determinación de aceptarlo ella. “Hola, soy gorda”, dice, y genera una revolución sin desconocer sus propias inseguridades. Y además lo hace con humor –Bryant es una de las figuras de SNL–, y yo estoy bastante cansada de lo solemne. Leí en una nota de Gabriela Esquivada que la productora quiso ponerle a la serie “Gorda Puta”, que es como le dicen los trolls, pero no encontró plataforma que aceptara ese título, bastante con poner a una gorda de protagonista.
“¿Qué hacés cuando sos XL en un mundo en el que el tamaño grande se proyecta como no sólo objetable desde lo estético sino también como un fracaso moral?”, escribió la autora de Shrill, Lindy West –columnista de GQ y The Guardian– en el libro homónimo que dio origen a las tres temporadas de la serie. “Te doblás como un origami, te empequeñecés de otras maneras, ocupás menos espacio con tu personalidad porque no podés hacerlo con el cuerpo. Hacés dieta. Te matás de hambre, corrés hasta que sentís el sabor de la sangre en tu garganta, contás tus almendras, tratás de recuperar tu humanidad pagando con libras de carne”.
No hace falta ser obesa para haber pasado por eso: la gorda chillona somos todas. Lo dice Naomi Wolf en El mito de la belleza: “Al tiempo que las mujeres lograron traspasar la barrera de la estructura de poder, los desórdenes alimentarios se multiplicaron y la cirugía plástica se volvió la especialidad de más rápido crecimiento [...], y treinta y tres mil mujeres americanas confesaron en las encuestas de una investigación que su meta más importante en la vida es perder entre cinco y diez kilos. Muchas mujeres tienen más dinero, poder, campo de acción y reconocimiento legal del que jamás habíamos soñado, pero respecto de cómo nos sentimos físicamente acerca de nosotras mismas, puede que estemos peor que nuestras abuelas no liberadas”. Esas investigaciones demuestran, dice Wolf, que muchas mujeres atractivas, exitosas y en apariencia dueñas de sí mismas, llevan –llevamos– una “subvida” secreta que envenena su libertad con ideas sobre la belleza.
El mito de la belleza se publicó por primera vez en 1990, y se reeditó diez años después con comentarios. No estoy segura de que hayamos cambiado tanto. Y entonces me pregunto también si ahora que podemos gritarlo, o decir en Instagram que “somos hermosas” en nuestros trajes de baño, las adolescentes sí pueden ser más felices. Tengo un hijo varón que acaba de terminar el colegio y limita todos mis comentarios sobre el cuerpo con un contundente: “No seas gordofóbica”.
Ya no se usa ir con vestido largo a las fiestas de egresadas; las chicas van en corpiño y pollera hawaiana. Se supone que todos los cuerpos son aceptados y a todas se las ve bastante cómodas, pero sé que caen como moscas. No comen durante días y por eso son las más vulnerables al coma alcohólico. Me pregunto si crecer en la era del statement mientras las madres seguimos ayunando las ayudará en algo a sentirse mejor con sus cuerpos o si también sufrirán ante el espejo. Me pregunto si la influencer rubia y flaca que dice que se acepta las ayuda en algo o si puede ayudarlas de alguna forma esta columna.
Desde los feminismos decimos a veces que esa mirada que nos oprime y nos juzga, la que determina qué cuerpos son bellos –hegemónicos–, es parte del patriarcado. Tampoco estoy segura de eso, o al menos no creo que el patriarcado se haya construido sólo en base al desprecio masculino: como mi madre y mi abuela, las primeras en juzgarnos –o en mandarnos por Whatsapp la foto de la gorda en bikini a la que le acabamos de dar like para criticarla– somos nosotras.
Si algo sí aprendí en todos esos años de terapia es que la comida, la nutrición, se enseña en clave femenina: es la madre. Los varones pueden estar muy deconstruidos, pero la teta la seguimos dando nosotras. Y la bajada de línea de la dieta, o el ejemplo de no comer, también.
No alcanza con querernos a nosotras mismas, ni con imponerle a los demás que nos quieran para no cancelarlos; hace rato que pienso que tal vez se trate de estar más o menos a gusto con el cuerpo que tenemos, mientras aceptamos que a lo mejor nos gustaría tener otro. Quiero que nos evitemos el doble castigo de desear lo que no tenemos y condenarnos por desearlo: ¿si me interesa mi estética no soy una feminista correcta?
Mi cuerpo fue una cárcel por demasiado tiempo como para que ahora me digan que tampoco seré aceptada si hago dieta, no quiero tener arrugas, me opero, voy al gimnasio, me hago las tetas, me maquillo o le pongo tres filtros a mi historia de Instagram.
Es la misma autonomía sobre el propio cuerpo que reclamábamos al exigir aborto legal: la de decidir qué queremos (y podemos) hacer de nuestra vida, de nuestra historia y también de nuestro culo. El cuerpo de Pampita también es real aunque los claims de las marcas nos digan lo contrario, y no hay nada de malo en admirarlo. No hay nada que amerite indignación en un cuerpo hermoso si también encontramos talle para nosotras –y la buena noticia es que cada vez hay más marcas de trajes de baño pensados para todos los cuerpos, y a las mainstream no les queda otra que subirse a la tendencia, aunque sea en las gráficas–, y nos permitimos andar con poca ropa para enfrentar el calor. Ya es bastante agobiante que haga cuarenta grados, como para agobiarnos también con esa otra presión.
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