Al diseñar la organización y funcionamiento de los tres “poderes” del Estado, los constituyentes de 1853 siguieron el modelo de la Constitución de los Estados Unidos de 1787, también, como la nuestra, vigente todavía (ninguna de las reformas que ocurrieron con el tiempo, tanto en EEUU como en la Argentina, han modificado, en lo sustancial, tales textos constitucionales).
Pero tenemos diferencias en el orden de la realidad. No sólo la Constitución de EEUU ha mantenido su vigencia ininterrumpida durante ya más de dos siglos, sino que lo ha hecho (como es evidente) con total éxito.
Nuestro caso, debemos reconocer, es distinto. A setenta años de su vigencia (tomando como punto de partida la reforma de 1860) la aplicación de la Constitución comenzó a ser esporádica, a causa de los interminables golpes militares, situación que se extendió por cincuenta años, desde 1930 hasta 1983.
El éxito de los norteamericanos, en lo institucional, ha radicado, en gran medida, en el complejo, dinámico e inteligente diseño de la relación entre poderes (que nosotros prácticamente copiamos en 1853): el famoso sistema de checks and balances, de controles y contrapesos entre los tres poderes. Pero la llave maestra de tal sistema ha sido la extraordinaria construcción del Poder Judicial, con jueces cuyo nombramiento tiene un origen político (lo que permite la incidencia del Poder Ejecutivo y del Senado, en la integración de Poder Judicial) pero que son vitalicios y solo removibles con causa a través de un especial proceso materialmente judicial (impeachment) confiado al Congreso (acusación por Diputados y juicio por el Senado). Tal estabilidad de los jueces alcanza su mayor trascendencia en razón del “control de constitucionalidad” de todos los actos de los otros dos poderes, especialmente los de naturaleza normativa (incluyendo las leyes del Congreso), cuya primera aplicación fue debida a la pluma del Justice Marshall, integrante de la Corte Suprema federal, en el famoso caso “Marbury vs. Madison” de 1803. Es de destacar que durante ya más de dos siglos los jueces federales norteamericanos (siempre con la posible última revisión por parte de la Corte Suprema) resuelven cuestiones de constitucionalidad conforme con la competencia atribuida a ellos por el Art. III, Secc. 2 de la Constitución, cuya traducción castellana (con pocas adaptaciones) puede leerse en el art. 116 (actual numeración) de nuestra Constitución.
Nuestra Corte se integró también a la manera de la norteamericana, aunque precisando el número de sus miembros (“compuesta de nueve jueces”, prescribía el art. 91 de la Constitución de 1853) y agregando a “dos fiscales”, en lo que hoy es la Procuración General y la Defensoría General, lo que destaca la importancia dada por el constituyente al denominado “Ministerio Público”, impulsor de la objetiva aplicación de la ley en todos los procesos judiciales. Cabe aclarar que la reforma de 1860 modificó aquella disposición, remitiendo al Congreso la decisión acerca del número de integrantes de la Corte.
¿Cuál es el beneficio de la estabilidad del Poder Judicial? Es la clave para asegurar su independencia.
Pongamos como ejemplo el caso del Juez Carlos Fayt. Fue integrante de la Corte Suprema desde 1983 (designado en el mismo inicio de la Administración del Presidente Alfonsín) hasta su fallecimiento en 2015. El recordado Fayt vio pasar siete mandatos presidenciales, integrados por cinco presidentes distintos, sin contar los provisionales durante la crisis 2001/2003. ¿A cuantos Secretarios y Ministros de Justicia? ¿A cuantos senadores e integrantes de la Comisión de Acuerdos del Senado? Hace ya un tiempo el que fuera Juez de la Corte norteamericana Anthony Kennedy me dijo: “Todos los jueces federales hemos sido nombrados gracias al impulso de algún dirigente político, pero también todos nos olvidamos muy pronto de tal impulso”. Claro que con el pasar del tiempo el olvido es mucho más fácil, como lo es la decantación de posturas, fruto del también del tiempo y de la interacción con los colegas de Tribunal.
Este último es también un punto de gran importancia. Define al carácter pluralista de la judicatura. La Corte, y el resto del Poder Judicial, se va renovando por razones naturales (renuncias, fallecimientos; ahora en nuestro caso, llegar a la edad de 75 años) de manera que, con el correr del tiempo, quienes integran el Tribunal son designados por distintos presidentes, con distintas mayorías senatoriales. Se mezclarán así jueces de diversas procedencias ideológicas, partidarias, mujeres y hombres, provenientes de distintas provincias, de diferentes edades. Lo mismo ocurrirá con la integración de los jueces inferiores, sin perjuicio de que, por la acción legislativa del Congreso (como lo autoriza la Constitución) se produzcan también diferencias de orientación debido a la creación de nuevos tribunales de primera y segunda instancia, o se modifique el número de integrantes de la Corte.
Pero lo que no se debe hacer –porque atenta contra la letra y el espíritu del sistema y destruye su normal funcionamiento- es remover a los jueces y miembros del Ministerio Público a través del mal llamado “juicio político” (para nuestra Constitución es “juicio de responsabilidad”, como se tradujo el término “impeachment”, acusación o cargo, del texto norteamericano) cuando no se dan las causales constitucionalmente previstas para ello.
En la historia de EEUU hubo un único caso de impeachment seguido contra un miembro de la Corte, Samuel Chase, quien fue acusado de (diríamos nosotros) “adicto” al entonces partido federalista. El Presidente Thomas Jefferson, del partido contrario, entre otras medidas para neutralizar el predominio de jueces “federalistas”, heredado de su antecesor inmediato Adams, impulsó el impeachment de Chase (quien, por otra parte, participó de la sentencia en “Marbury”, donde le anunciaban a Jefferson que le iban a controlar sus decisiones). Chase fue acusado por la Cámara de Representantes (Diputados) pero absuelto por el Senado en 1805. Comentando este caso, doscientos años después, el que fuera presidente de la Corte, William Rehnquist, afirmó que el fracaso de aquél impeachment salvó la división de poderes, la independencia judicial y la consolidación institucional de EEUU.
Nosotros, en sesenta años, hemos “enjuiciado”, y echado, a prácticamente dos Cortes. A cuatro jueces sobre cinco, en 1947 (los peronistas debemos hacernos cargo de este pecado institucional) y luego, en 2005, a cinco miembros (de un tribunal de nueve) tres de ellos renunciantes ante el inicio del trámite en la Cámara de Diputados y dos removidos por el Senado. ¿Causales constitucionales? Ninguna en sentido estricto. En el último caso la única “causal” que prosperó residió en haber rechazado el Tribunal revisar un laudo arbitral (de un tribunal arbitral totalmente estatal) sosteniendo que contra tales laudos no procedía el recurso extraordinario. No hubo acusación de prevaricato o corrupción sino sólo, según el Senado convertido así en una especie de Tribunal Superior, por el contenido de la sentencia, que, además de no ser trascendente cuenta, naturalmente, con la mitad de la biblioteca a su favor, como ocurre con todas las sentencias. Con las ganas que tenían de echarlos, haber utilizado este más que débil argumento sólo demuestra que eran jueces impolutos.
En las dos ocasiones se trató de un impeachment por razones ideológicas. En 2005 la Administración de turno se encontró con una Corte mayoritariamente de tendencia “conservadora”, mientras que, frente a la agenda de temas principales que tal Administración había proyectado, prefería una mayoría “progresista”, sin perjuicio de la relatividad de ambos calificativos.
Pero la Constitución no autoriza el “impeachment” por razones ideológicas, ni, mucho menos, por el contenido de las sentencias. El constituyente de 1853 (en el hoy art. 53) tradujo muy bien la regulación del “impeachment” utilizada en el modelo constitucional estadounidense. Se trata de una “causa” (art. 53 CN), que en nuestro derecho quiere decir “caso o controversia” (art. 116 CN) que sólo procede por las siguientes causales: penales, por delito en el ejercicio de las funciones o por crímenes comunes; cuasi penales, por “mal desempeño” (art. 53, cit.) Aquí el constituyente tradujo la expresión “misdemeanors” empleada en el art. II, secc. 4 de la Constitución norteamericana, que significa incorrecciones o faltas que no son delitos penales, como, precisamente “mal desempeño”, pero objetivo (por ejemplo, retraso en la decisión de causas, mal comportamiento en audiencias, falta de respeto por el superior o por los abogados y litigantes, etc) no subjetivo, es decir, sin causal tipificada. No se trata de un desacuerdo con la gestión (aplicado al Poder Ejecutivo, por ejemplo, sería lo propio de un régimen parlamentario, no presidencialista). Por eso el único funcionario que puede ser depuesto por el Congreso sin causal objetiva es el Jefe de Gabinete (art. 101, CN), quien también puede ser sometido al juicio del art. 53 (impeachment), de mayor gravedad (inhabilitación de ocupar cargos públicos, deshonor) y por ello necesitado de una mayoría más severa y de un proceso materialmente judicial con acusación, pruebas, defensa y sentencia fundada, nada de lo cual se exige en el caso del art. 101.
Defender a la Corte es defender al Poder Judicial. Si se puede echar a un Juez de la Corte por el contenido meramente procesal de una sentencia ¿Cómo no podrán echar a un juez de inferior jerarquía por la misma razón? Además, en el caso del año 2005, los dos jueces de la Corte que fueron enjuiciados perdieron su jubilación, lo que es un castigo patrimonial de importancia que puede llevar al enjuiciado a renunciar apenas iniciado el procedimiento en la Cámara de Diputados.
El problema es también la falta de respeto por la totalidad del sistema judicial. Años atrás, el Gobernador de Santa Cruz removió de manera inconstitucional al Procurador General de la Provincia, Eduardo Sosa, quien llevó el caso hasta la Corte federal. La sentencia restitutoria de la Corte no fue obedecida por las autoridades provinciales. No sólo eso; los jueces de la Corte que fallaron a favor de Sosa son los enjuiciados en 2005.
Lo mismo quiere hacerse ahora en la Provincia de Buenos Aires con el Procurador General, Julio Conte Grand, quien, de acuerdo con el art. 176 de la constitución provincial goza de estabilidad salvo remoción por “juicio político” (arts. 73.2 y 79). Los ataques al Procurador Conte Grand –destacado jurista y profesor universitario, quien fue durante muchos años director de la prestigiosa revista jurídica El Derecho, de la Universidad Católica Argentina, y de desempeño intachable- ya han sido objeto de repulsa por las asociaciones de magistrados y en los ámbitos académicos, denunciando la intencionalidad política de la estrategia.
Pero las malas costumbres continúan. Ahora quieren echar a esta Corte. Ya no existe la excusa de la “adicción” a tal o cual línea ideológica, sino que basta, descaradamente, la disconformidad con sus fallos. Entonces, como hace veinte años atrás, comienza la campaña de desprestigio. No importaría mucho la manifestación “anticorte” convocada (como lo está) por un sujeto con antecedentes penales por delitos contra las instituciones, pero sí importa que tal movimiento sea avalado desde, nada menos, el Ministerio de Justicia y que, en ese marco, el mismo Presidente de la República se haya convertido en un “juez” del funcionamiento del Tribunal y crítico de sus sentencias.
Van por todo.